Después de 18 años de alquileres y lágrimas, de cambiar de colegio a sus hijos y de laburos inestables, Rosa Montenegro logró, gracias al cooperativismo, tener su casa. El amor a su trabajo, sus compañeros y una historia de lucha que nació en Santiago del Estero y hoy continúa en el sur del conurbano.
Sentada en el cordón de la vereda de un pueblito santiagueño, con apenas seis años, Rosa Montenegro se pasaba horas mirando el horizonte. De pronto aparecía la imagen que tanto esperaba: un puntito, allá lejos en el camino. Era la bicicleta de su papá.
Mientras nos relata la historia de su vida, Rosa nos lleva a recorrer el Centro Recreativo Nacional de Ezeiza, que es mucho más que su trabajo: es su lugar de pertenencia, un espacio que quiere y cuida como a su casa. Se nota, mientras caminamos y nos cuenta, el orgullo de Rosa por haber contribuido a embellecer este lugar y por ser parte de esta gran familia, como nos presenta a sus compañeros.
El cooperativismo, esa palabra que tanto mencionamos y que hoy atacan desde el gobierno y algunos medios, está lleno de historias como la de Rosa. Ella es una referente. No la van a escuchar en ninguna radio, ni ver en la tele ni sobre el escenario en algún acto. Todos los días la van a encontrar a las seis de la mañana subiéndose a un micro, en Florencio Varela, donde vive, rumbo a Ezeiza, donde labura. Allí, en esos bosques que recuperó junto a otros 170 compañeros, la conocimos. Y la entrevistamos, para que su historia deje de ser anónima.
"Nací en Pinto, Santiago del Estero, un pueblito chico que ahora creció mucho. Somos cuatro hermanas mujeres; mi papá nos crió solo porque mi mamá murió cuando yo tenía dos años. Primero trabajaba en el campo, y después fue juez de paz, así que tenía que viajar y nos dejaba con mi abuela. Se iba los lunes y volvía los miércoles”, recuerda esa mujer que de niña jugaba mucho con sus hermanas. Del papá aprendió que “para ser respetado, hay que respetar. Y que para lograr algo te tenés que sacrificar. ‘Hay que sudar la frente’, nos decía. Hoy sería transpirar la camiseta”. Y Rosa lo aprendió desde muy pequeña. A los diez años ya trabajaba de niñera, cuidando a una nena tres años menor que ella. Eso sí, en su tiempo libre disfrutaba de la vida en el campo. A todos lados iba acompañada de Trapito, una muñeca de tela. “La hice con mis propias manos. Mi mamá era modista, así que llevaba el oficio en la sangre. Esa muñeca era mi amiga invisible, le contaba todos mis miedos”, se acuerda con nostalgia Rosa, quien a los 14 años abandonó su pueblito natal para trasladarse a Buenos Aires.
En los primeros tiempos trabajaba cama adentro en una casa en Flores. Los sábados se iba a lo de sus tíos, en Moreno. Fue una época muy difícil. “Tenía miedo de no saber cómo manejarme en ese monstruo llamado ciudad. Para mí era todo desconocido y yo lo único que sabía era que tenía que trabajar para que se pasara el tiempo. Era feo, porque para ver a mis hermanas tenía que esperar los fines de semana. Y para ver a mi papá, tenía que esperar meses. En un momento decidí no trabajar más cama adentro, me fui a vivir a lo de mi tia y salí a trabajar por horas”.
Con el tiempo Rosa se fue adaptando a la ciudad. Si bien siempre le gustó la gastronomía y había conseguido un empleo como moza, de cooperativismo sabía poco y nada. “Yo cocinaba pero nunca para tanta gente. Igual me mandé y estuve dos meses cocinando. Después me propusieron ser guardia ambiental. La primera mujer”. Allí, en el Centro Recreativo de Ezeiza, donde cooperativas de Fecootraun Florencia Varela estaban levantando un lugar que había sido abandonado durante años, Rosa fue enamorándose del cooperativismo. “Es que crecí tanto. Fui guardia, y me encantaba lo que hacía: el contacto con los visitantes, cuidar el medio ambiente y el sector de trabajo, concientizar a la gente de que lo cuide. Después me pasaron al programa Argentina Trabaja y empezamos haciendo de todo: recuperar terrenos, rellenos de tierra, de pasto. Al principio tenía miedo por la cantidad de gente pero cuando llegás te olvidás de todo y la voluntad, el compañerismo y las ganas de salir adelante dignamente siempre aparecen”.
Con el trabajo en la cooperativa Vuelta a la Vida Rosa pudo, hace 5 años, cumplir un sueño. “Yo alquilé durante 18 años y ese pensamiento me aturdió durante todo ese tiempo. Lloré en silencio muchos años, porque no quería mudarme más. Cada dos años tenía que cambiar de colegio a mis hijos, que no querían dejar de ver a sus amigos. Por eso amo mi trabajo y estoy orgullosa de ser cooperativista, porque me permitió comprar un terreno y construir mi propia casa. Lo mismo le pasó a varios compañeros”, destaca quien, al igual que su familia cooperativista, está preocupada por el futuro del Centro Recreativo de Ezeiza, ya que el gobierno pretende nuevamente condenarlo al olvido.
“Hay compañeros -explica Rosa- que si no están acá no sé dónde estarían, porque son grandes. O hay compañeros que no saben escribir. Y si esto se cae, adónde van a conseguir trabajo. Acá hay trabajo y contención, todos empujamos para el mismo lado, esa es la idea central del cooperativismo. Y defendemos el trabajo digno. Son 16 cooperativas no sólo de construcción; también se sumaron textiles, de transporte y hay capacitaciones en carpintería, aluminio, herreria, madera, bloquera, premoldeado, vivero y huerta. Pero al gobierno parece no importarle. Hace un tiempo Macri vino acá y no podía creer que esto existiera. Sí, estamos acá y estamos trabajando. Acá la capacitación existe realmente, la gente viene, se capacita, trabaja y aprende. Si hay algo que no tenemos es miedo al trabajo. Y lo que pedimos es eso, que nos dejen trabajar”.
Desalojo a la dignidad
La historia de Emiliano Acosta es similar a la historia de miles de personas que no llegan al sueño de la casa propia. Y si lo logran, si pueden construirse con esfuerzo un hogar, viene el Estado con sus topadoras a arrasarlo todo. Desalojos que dejan a familias disgregadas y sin un rumbo claro, en un país donde con trabajar no alcanza para vivir dignamente.
Guernica, un año después: ¿Y el techo que les prometieron?
A un año del brutal desalojo, miles de personas que sobreviven entre alquileres, casas prestadas y sufren violencias le reclaman al gobierno provincial que cumpla lo que prometió: la entrega definitiva de tierras para vivir.
La licitación de la vida
El accionar del Instituto de Vivienda de la Ciudad de Buenos Aires pone en riesgo a vecinos y vecinas en los barrios. Esta semana, el resultado del uso discrecional de los recursos del Estado tiene un final trágico: la muerte de un pibe de 20 años.