Tres historias de hombres que, cansados de alquilar o de sus vidas, decidieron mudarse a veleros anclados en la Costanera. Ventajas y costumbres de esta rareza porteña.
Es una suerte de camino espiritual. De austeridad forzosa y deseada. “Aprendés que con muy poco te alcanza para ser feliz”, dice Javier Maldonado, que no es un buda ni está iluminado por el mensaje del papa Francisco, pero que desde 2011 es una de las pocas personas que eligió vivir en un barco en plena ciudad de Buenos Aires.
Después de divorciarse y vender su departamento, Javier decidió irse al lugar que había amado desde chiquito: el río. Se deshizo de los 3 mil libros que tenía en su biblioteca, de buena parte de su ropa, dejó para siempre la televisión y se vino aquí, a la Costanera Norte, a probar suerte en su velero Pirata II, una embarcación clásica, de origen noruego y de madera: su casa.
Las comodidades que tiene, por supuesto, no son las mismas que supo tener en su vivienda de San Isidro, donde vivía con su ex esposa y sus hijos. Ahora, en el pequeño habitáculo interior del barco, tiene varios colchones de medidas especiales (que conforman una suerte de cama de dos plazas), una repisa con algunas revistas de yacht, pocos libros y papeles, una mesita donde come, una mini cocina con platos, vasos, cacerolas y sartenes, un baño y -lo que no puede faltar de ningún modo- una notebook con la que trabaja y también se entretiene.
Javier se especializa en marketing y desde hace un tiempo, su lugar de trabajo son los bares de Buenos Aires y el ciberespacio. Desde allí atiende y lleva las cuentas de sus clientes, lo que le permite disponer de sus tiempos. Javier acaba de volver de Angra dos Reis, Brasil, hace unos días. Estuvo cerca de dos meses navegando. Lo contrataron para que llevara el barco de una de las dueñas del Hotel Hilton de Buenos Aires a ese destino. Cada tanto, explica, a los que tienen el título de capitán (el más alto dentro de los permisos para navegar), les sale este tipo de trabajos: llevarles a millonarios sus barcos a lugares exóticos.
-Mientras estaba en Brasil, mi sobrino se vino a vivir acá y me dejó todo hecho un despelote -se disculpa. Más tarde, contará cómo lo transformó esta experiencia que para muchos es toda una rareza.
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Son las nueve de la mañana de un miércoles y como en cada mañana de este otoño, al salir de su barco, Enrique Sieburger recibe en su cara -cara dormida, cara feliz- la brisa que ofrece el Río de la Plata. Aquí, en Puerto Norte, algunos dicen que hay un microclima: en el verano, los cuarenta grados húmedos que pueden llegar a sufrir los porteños, se atenúan por el viento de la Costanera; en el invierno, si en el centro de la ciudad hace frío, aquí se agudiza: la cercanía con el río abierto hace que la temperatura siempre sea un poco menor a la del resto de los barrios porteños.
Como casi todos los que eligieron vivir a bordo, Sieburger tiene en sus genes la pasión por la navegación y el agua. Su abuelo, Julio Cristian Sieburger, ganó la medalla de plata en la clase R6 de yachting de los Juegos Olímpicos de Londres 1948, y también había obtenido un diploma olímpico en Berlín 1936, los Juegos que organizó Adolf Hitler para promocionar su nacionalsocialismo.
-Mi hijo menor, aunque te parezca mentira, nació exactamente 100 años después del nacimiento de mi abuelo -dice Enrique, sentado en el exterior de su velero, con la voz parsimoniosa y la paciencia que quizás tiene todo capitán de barco. Él cree que ese hijo será su Gulliver: el que continuará con el legado familiar y viajará por el mundo atravesando mares.
Enrique vive a bordo desde 1994. Se dedica al mantenimiento de barcos -desde la mecánica hasta la pintura y otras cuestiones de esa índole- y cada tanto traslada embarcaciones a puertos extranjeros. Con eso, le alcanza para pagar el amarre, comer y vivir.
-Vivir feliz -me corrige.
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Santiago Pandolfi se animó a mudarse a su velerito hace seis años. Vive en el Puerto de San Isidro y por el amarre paga sólo 700 pesos por mes: menos que cualquier alquiler en cualquier lugar de la Argentina, e incluso menos de lo que muchos porteñosy bonaerenses pagan de expensas en los edificios donde viven. “Ahorras mucha guita y encima te dan electricidad, vestuarios, si tenés auto estacionamiento, y hasta podes hacer asados en las parrillas”, se entusiasma Pandolfi, que trabaja como fotógrafo profesional en varios diarios porteños.
A diferencia de la mayoría de las personas que eligen vivir en barcos, Pandolfi no viene de una familia con tradición náutica. De a poco, casi sin darse cuenta, empezó a tener curiosidad por ese mundillo -“mundillo muy cerrado”, según él- hasta que el final del libro ¡Orza Vito!, de Enrique Celesia, le hizo el click que inconscientemente buscaba hacía tiempo.
Ó Cuando leí que si realmente querés navegar podés hacerlo con un barco de un millón de pesos o con uno de diez mil, me di cuenta que quería esto Órememora.
Fue ahí que destinó sus ahorros a la compra de su primer barco. Y fue desde ese momento, también, que Pandolfi planea en su mente viajes de largo aliento, como se le dice en la jerga náutica a esas travesías que duran varios meses, incluso varios años.
Lo de Pandolfi, por ahora, es progresivo: este verano estuvo 15 días navegando con un amigo hasta que llegó a La Paloma, en las costas uruguayas del departamento de Rocha. Lo que viene, cuenta orgulloso, es un viaje más largo por la costa brasileña. “Me voy a tomar tres meses de licencia en el trabajo y me voy nomás”, anuncia.
A la gente que se interesa en ir a conocer el lugar en el que vive, Pandolfi siempre les anticipa lo mismo: “Mi casa es chiquitita pero el jardín es muy grande”. El jardín no es estrictamente un jardín, pero sí un lugar agradable, soñado, que es la parte externa del barco, donde Pandolfi pasa la mayor parte de su tiempo. Allí, mientras charla con amigos, pueden aparecer tortugas de agua, gansos y aves de diversos tipos. Tal vez por esos momentos mágicos -y a pesar de los golpes que se daba en los primeros tiempos por moverse en los espacios mínimos de su hogar- Pandolfi cree que seguirá viviendo allí mucho tiempo más.
-Estoy cada día más convencido del lugar. Hoy, cuando visito a un amigo en un departamento, me siento encerrado. Busco rápido una ventana. El velero te da una libertad enorme. Es una puerta al mundo -describe.
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En varias ciudades del mundo, vivir en el agua es lo más normal del mundo. Quizás, el mayor paradigma sea Ámsterdam, donde hay más de 2.500 casas barco en los cientos de canales que caracterizan a la capital holandesa.
La tradición ha hecho que los estilos sean diversos: desde barcos disfrazados de casas convencionales, de estilo minimalista, entradas cuidadas y macetas en las ventanas, hasta viviendas más bohemias, despintadas, con hamacas o atrapasueños en el exterior. Creció tanto la tendencia de los holandeses de vivir en este tipos de casas, que los empresarios ya vieron la veta y comenzaron a diseñar hoteles elegantes sobre el agua de los canales.
A diferencia de lo que sucede en Latinoamérica, hay varios países que tomaron a los barcos como una opción atendible para vivir. En el Reino Unido, por ejemplo, se estima que hay 15 mil personas que viven a bordo. En Australia, principalmente sobre el Río Murray, lo que antes era una excepción, ahora es una tendencia. Lo mismo sucede en Quebec, Canadá, donde se les ofrece a turistas alquilar un velero equipado para seis personas por mil dólares la semana.
-Creo que en Argentina la gente es muy esquematizada y todavía se sorprende. Pero hay un cambio, una liberación mental -asegura Maldonado, con su barbilla de tres días, cigarro en la mano e impronta de capitán bohemio. Está contento porque alguien -nosotros- se interesó en hurgar sobre la vida que lleva él y algunos “otros locos” que eligieron lo mismo.
En el Yacht Club Argentino y en el Yacht Club Puerto Madero en la actualidad no hay gente que viva en los barcos amarrados. Los pocos que optaron por hospedarse en veleros están en la Costanera Norte, donde viven Maldonado, Sieburger y otros pocos vecinos. Pagan por el amarre bastante más que Pandolfi: entre 1500 y 2500 pesos, según la dimensión de la embarcación. En la mayoría de los casos son hombres que viven solos: si la convivencia es difícil en un departamento, en un barco podría tornarse imposible.
-Las mujeres se entusiasman porque es algo distinto, un programa diferente, aunque algunas me han dicho “yo no voy ni en pedo a un barco”. O empiezan a obsesionarse con el tema de la comodidad. ¿Y qué es la comodidad para una mujer? El baño -explica Maldonado.
Para él, permanecer en un barco es también adoptar una filosofía de vida: regalar la mayoría de los libros que lee, deshacerse de casi todos los bienes materiales, disfrutar del silencio de la naturaleza, o de la música que significa el oleaje del río.
-No te volvés consumista. Aprendés a disfrutar de las pequeñas cosas, los pequeños momentos: una compañía, una charla, una canción -cuenta. Su elección a veces le genera conflictos con algunos de sus principales amigos. Sobre todo cuando le cuentan que están chochos porque se compraron un plasma de 50 pulgadas.
Maldonado no los entiende. Y sabe que muchos tampoco lo entienden a él. Mucho no le debe importar. Él, como cada persona que vive a bordo, sólo quiere seguir disfrutando de su elección: un barco y la posibilidad de gozar del silencio de la naturaleza.
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