Las ollas populares de Sandra y Rubén

por Lautaro Romero
Fotos: Federico Imas
23 de mayo de 2020

Cuando murieron Sandra y Rubén, lxs docentes y vecinxs de barrio San Carlos organizaron ollas populares para sostener el pedido de justicia y alimentar a las familias de la escuela 49. Hoy, frente a la pandemia del hambre, sostienen los comedores que garantizan el plato de comida del día en Moreno.

Antes de que la pandemia cambiara la naturaleza de muchas de las cosas que considerábamos normal, antes de que lxs niñxs tuvieran restringido el tan preciado hábito de salir, jugar en las plazas y respirar aire fresco; en las entrañas del municipio de Moreno –donde viven más de 400 mil personas y hay casi cien casos confirmados de coronavirus-, funcionaba un salón de usos múltiples para que les pibes se diviertan y aprendan arte, música y hasta karate.

 En este espacio, además, les pibes eran rescatadxs de la soledad de los descampados y las calles de tierra del lejano oeste del conurbano, para contenerles y  para que conozcan otras realidades, otros modos de relacionarse con sus pares y transmitirles algunos valores.

No obstante, en este contexto de crisis sanitaria, alimentaria y económica, el salón de usos múltiples (el SUM, como le conocen); necesariamente cumple otra función dentro del entramado social: alimentar a las familias del barrio San Carlos y alrededores: Satélite, San Cayetano y Las Catonas, por nombrar algunos barrios donde el hambre es mucho. De boca en boca, la gente se enteran de las ollas populares y con sus tupper enormes hacen el recorrido en busca del alimento. Junto a otros dispositivos de la zona, el SUM forma parte del circuito de los comedores comunitarios que sostienen lxs vecinxs articuladamente para garantizar el plato de comida caliente del día.

Como en casa

Es sábado. En los centros comerciales de Moreno y Merlo -otro de los distritos de la zona oeste con más contagios por coronavirus-; no parece haber cuarentena. El flujo de gente es normal. Hay personas por todos lados, comprando, sentada en las plazas, mirando el horizonte, esperando algo.

Con mi compañero fotógrafo no sabemos exactamente donde está ubicado el SUM. Sí que es en Moreno y que está frente a la secundaria Nº33. También tenemos la certeza, después de consultar a un par de inspectores de la empresa de colectivos “La Perlita”, qué bondi debemos tomar para cruzar del otro lado de la autopista: el 501, ramal 7. Para después hacer algunos kilómetros por ruta 23,  y finalmente sumergirnos en barrio San Carlos. 

El colectivero pega un grito y nos indica donde bajarnos. Le agradecemos. Y la verdad es que no tardamos en encontrar el salón de usos múltiples reconvertido en comedor, cuando vemos la pizarra en la entrada: “Cocina solidaria, de 12:30 a 13:30 horas. Miércoles y sábados. Sólo adultos, usar barbijo”.

Nos presentamos. Explicamos el motivo de nuestra visita. El encuentro es casi azaroso: no sabían que vendríamos. Del salón sale la flamante consejera escolar de Moreno (asumió en diciembre pasado), Liliana Ojeda. Nos invita a pasar. 

 “Hoy lastimosamente tenemos que usar este espacio para llevarle un plato de comida a la gente y garantizar el almuerzo, porque si no trabajan no comen, y tratan de buscar el alimento como sea. El miércoles pasado arrancamos con 200 porciones y terminamos con 450. Empezamos los sábados y ahora sumamos los miércoles porque no damos abasto”, nos cuenta Liliana.

En tierras de la intendenta Mariel Fernández, el municipio les provee de los alimentos secos, como son los fideos, el arroz y las lentejas. Pero ellxs deben hacerse cargo de conseguir por sus propios medios la carne y las verduras. Guardan peso por peso, van negocio por negocio en busca de alguna oferta, de alguien que les haga precio, de conseguir donaciones. “El plato tiene que ser nutritivo. No queremos darle a la gente un fideo hervido con nada más”, piensa Liliana.

“Hoy tenemos que usar este espacio para llevarle un plato de comida a la gente y garantizar el almuerzo, porque si no trabajan no comen, y tratan de buscar el alimento como sea"

Su hermana Beatriz, quien también participa de este espacio, completa la idea: “Si le damos comida a alguien intentamos que sea lo mismo que comeríamos en nuestras casas. No hay que menospreciar al que no tiene en este momento. Lo peor que le puede pasar a una mamá es ver que su hijo no tiene para comer. Muchas veces este es el único plato de todo el día. En lugar de señalar hay que ayudar al otro, esto nos llena como personas y  nos ayuda a transformar el miedo en algo positivo”.

En el SUM participan entre 20 y 25 personas dependiendo el día. Hay jóvenes, adultos y mayores colaborando en la preparación del menú. Hoy toca estofado de albóndigas con arroz y papas. Para lo que hubo que conseguir: 8 kilos de carne picada, 10 kilos de papas, 5 kilos de cebolla, 2 kilos de morrón, 5 kilos de zanahoria, 20 cajas de puré de tomates, 25 kilos de arroz, 15 latas de arvejas, más condimentos varios. Y el pan –se repartirán dos pancitos por familia-, que les dona el panadero del barrio. 

Mientras ellas terminan de cortar las verduras bien chiquititas, pelar las papas y sellar las albóndigas de carne en un poquitito de aceite, antes de agregar a la olla, nos cuentan que empiezan a las siete de la mañana con todos los preparativos para tener la comida lista al mediodía.  Los varones se encargan de recolectar la leña para hacer el fuego: en el barrio la garrafa cuesta 500 pesos pero no alcanza para cocinar para tantas personas.

“Nos organizamos para ayudar a quienes la están pasando peor, porque uno a veces se queja pero al final sabés que al menos tenés el plato de comida. En Moreno hay mucha necesidad, acá la gente tiene hambre. Nosotros tenemos un merendero, acá en el barrio, que se llama Luz y Esperanza. Entonces ya traemos incorporado el trabajo comunitario, sabemos cómo llevarla. Hacemos esto desde chicos”. Quien habla es Lucía Sena, la cocinera designada del SUM.

A Lucía durante la semana les pibes del barrio San Carlos le preguntan cuándo abrirá el SUM, cuándo volverán a jugar y a aprender, cuándo les llevarán al circo y al cine. “Es importante para ellos. La idea es que se entretengan y no estén en la calle. Es dar una mano como podemos. Todos tenemos obligaciones y cosas qué hacer, pero venimos igual. Yo solo me voy tranquila de acá sabiendo que un pibe comió y tiene algo en la panza antes de irse a dormir”.

Esteban Sena ya no vive más en el barrio donde se crió, pero siempre que puede vuelve para “ayudar a quienes no pueden generar un ingreso y no tienen para comer”. Esteban habla de “conciencia social”: “Tener la comida en tu casa es lo más importante. La gente demuestra que está para hacer y poner el corazón. Esto nos unió un montón. Si uno se siente bien con lo que está haciendo, es todo más fácil. Nosotros no esperamos que la gente nos agradezca, nos alcanza con mirarlos y ver la felicidad cuando se llevan la comida en su tuppercito”.

“Nos organizamos para ayudar a los que la están pasando peor. En Moreno hay mucha necesidad, acá la gente tiene hambre"

La cultura de la olla popular

A unas cuatro cuadras del SUM está la primaria Nº49 Nicolás Avellaneda, donde en agosto de 2018 perdieron la vida Sandra Calamano y Rubén Rodríguez, vicedirectora y auxiliar del establecimiento. La explosión generó el repudio de toda la comunidad que gritó contra el abandono del Estado, contra la apatía de los funcionarios públicos, por mirar para otro lado y no reparar esa maldita fuga de gas que se había denunciado hasta el hartazgo.

Quienes no miraron para otro lado fueron lxs docentes y lxs vecinxs de San Carlos. En esas jornadas de largo aliento y de pedidos de justicia por Sandra y Rubén –que a casi dos años todavía no tienen a los responsables de sus muertes tras las rejas-; consiguieron leche y donaciones de alimentos para las familias más carenciadas de la zona. En el terreno baldío que linda con la escuela 49, con mesitas y sillitas improvisadas, organizaron abundantes comilonas

De algo estaban seguros: nada volvería a ser igual, nadie volvería a ser el mismo. Porque había algo más que rabia y tristeza y porque, en definitiva, había llegado el momento de transitar el camino que Sandra y Rubén les habían enseñado. 

“En este barrio hay toda una cultura de la olla popular, es la empatía por el otro lo que realmente nos moviliza”, nos dice la secretaria a cargo de la dirección de la Escuela 49, Karina Rabinovici. Y nos confiesa que cuando empezó la cuarentena, allá por marzo, una abuela de la escuela que tiene a sus nietos en segundo y cuarto grado la contactó para pedirle encarecidamente si no podían prestarle a los comedores de la zona los utensillos de la cocina de la escuela, la misma donde Sandra solía preparar todos los días el desayuno para recibir al piberío.

Karina no lo dudó un segundo.

Son las ollas de más de 50 litros, son los platos y los cubiertos que usan en este momento en el SUM. Las familias de la 49 fueron las primeras en recibir asistencia por parte del comedor.

“En todos los barrios es importante que haya comedores para que la gente pueda acercarse en busca de un plato de comida. Cada maestra tiene su grupo de whatsapp y le avisamos a cada familia para que vaya a buscar su porción de comida. Más allá del acompañamiento pedagógico que realizamos virtualmente, también es importante hablar con las familias de la 49 (alrededor de 350), con el cariño y el amor que se tiene por la comunidad. Preguntarles cómo están, si necesitan algo, si recibieron la tarea, si no se han enfermado”, explica Karina. 

En la escuela 49, donde antes que llegase el Covid-19 se intentaba sostener un comedor escolar; actualmente, una vez por mes auxiliares y docentes trabajan desde temprano para garantizarle a lxs 443 alumnxs que completan la matrícula el bolsón con mercadería que envía la Dirección General de Escuelas, por medio del Consejo Escolar de Moreno.

Lxs olvidadxs

Son las 12. No hay tiempo que perder. El trabajo en la cocina es sincronizado y preciso para garantizarles el plato de comida a las familias de los sectores menos favorecidos. Comienzan a llegar los primeros comensales. Y tienen hambre. Cada une respeta su lugar en la fila, entrega su tupper, dice para cuántos familiares debe alcanzar la porción y espera a ser llamado.

Laura es una de las personas que viene al SUM los miércoles y los sábados en busca de alimento, mientras que los lunes recurre a otro comedor. Antes de la pandemia trabajaba los fines de semana como empleada doméstica en Capital. Su marido tiene un taller de chapa y pintura, pero el negocio todavía no repunta. 

Laura cobra la Asignación Universal por Hijo, y tiene tres nenes de 5, 8 y 12 años. Uno de ellos es alumno de la primaria 49. Cuando le preguntamos acerca de la explosión de hace dos años en la escuela, Laura mira al suelo y respira aliviada: “Gracias a Dios mis hijos por aquel entonces iban a la escuela 79, de turno tarde”.

Agustín tiene 62 años y hace 43 que es vecino del barrio San Carlos. Siempre trabajó en la construcción, nunca antes asistió a comedores para poder comer. “No podemos hacer changas, no nos podemos mover por el transporte. Y con la edad que tenemos, por más que sepas laburar, no te toman. Ojalá volvamos a vivir como antes, no como ahora que vivimos encerrados como presos. Estamos olvidados”.

Agustín lleva puesta una remera negra con letras blancas que dicen: “Defendiendo la educación pública, laica y gratuita. Siempre”. Agustín tiene la esperanza de “sobrevivir” así hasta que llegue la jubilación. Con una bolsa del mercado, Agustín envuelve su tupper donde atesora abundantes porciones del estofado de albondigas con papas y arroz que compartirá con su compañera de vida.

Ahora Agustín sonríe, parece feliz. Nos saluda a la distancia. Le deseamos suerte.
 

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