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Los Secuestradores de Tortillas

por Horacio Dall'Oglio
14 de enero de 2017

En la misma semana en que se echó y reprimió a los manteros de Once, también se produjeron otros hechos en contra de la venta y el consumo popular como el secuestro de carros de los vendedores de tortillas en el barrio de Constitución.

Los Secuestradores de Tortillas son los primeros, mucho antes que la clientela, en constatar el punto de cocción de la masa, el maridaje entre su capa externa semi dura y su interior semi blando, la fuerza del amasado, la crocantés del chicharrón, la proporción de cloruro de sodio, y la cantidad de grasa en sangre que ha de quedar luego de terminarse la tortilla en el patrullero, y de juntar las miguitas que les quedan entre las piernas y el asiento para “no levantar la perdiz”. Porque los Secuestradores de Tortillas, para hacerle un bien a la comunidad, a la Humanidad toda, necesitan probar ellos-antes que nadie- la mercancía, en lo posible con un café con leche para poder mojarla bien y llevársela a la boca justo antes de que se desprenda un cacho de tortilla por su peso y se caiga al vaso descartable que le manguearon al vendedor, con la infusión correspondiente, y con solo ponerse frente al carro con sus brazos en forma de jarra y el certero “Estemm…¿vos qué hacés acá?”.

Los Secuestradores de Tortillas odian como nada la horizontalidad de sus secuestradas, su falta de jerarquía, y le tienen terror a la diferencia, a lo que deviene, a lo caótico, a lo que fluye, a las manos ágiles que dan vuelta la tortilla sin quemarse, y por ese miedo que los carcome como un gusano por dentro, poco a poco, es que necesitan salir con sus palos de amasar de la Verdad a la calle y labrar prolijas actas en las que escriben con su horrenda sintaxis cosas como: “en circunstancias de estar recorriendo la ciudad en función de prevención de delitos, sobre la calle Gral. Hornos, se pudo observar la comisión de un acto de contravención por la venta ambulante de alimentos e infusiones sin permiso municipal, ni habilitación bromatológica”, y todavía les queda tiempo para chequear su WhatsApp y su Facebook, y darle “Me gusta” a una publicación en la que se pide que “Vuelva el servicio Militar Obligatorio para la grandeza del país, y para terminar con los vagos que no hacen nada de su vida”.

Y es que los Secuestradores de Tortillas tienen un hambre voraz, no un hambre de esos que hacen que las tripas se levanten en protesta, ¡no!, es de esos hambres de glotones, de los que ya no pueden ponerse más en la boca y quieren seguir comiendo porque su único lema es “todo para mí”; angurrientos conservadores que no puden vivvir sin apropiarse de todo. Tanto así que aquello que los mantiene vivos, pese a la contradicción que esto implica, es su odio visceral -que nace ahí donde el gusano del miedo los carcome- a todo lo viviente, que solo tiene derecho a vivir si es administrado por ellos, y bajo sus reglas, obvio, ¡y guay de aquellas tortillas que no se dejen secuestrar, que no se dejen administrar!, porque llegado el caso, los Secuestradores de Tortillas, no dudarían en utilizar la “fuerza pública” para “persuadir” a todas las tortillas de la ciudad, para perseguirlas por las veredas mientras éstas ruedan a toda velocidad para zafar, y alcanzarlas, y hacerles un tackle, y tirarlas al piso con su cara de luna chamusqueada, y esposarlas desde sus bordes, precintarlas y etiquetarlas, y llevárselas detenidas, y estrujarlas para hacerlas “cantar” y que le salten todos los chicharrones por los aires, y hacerles “el submarino” en el café con leche del comisario. Porque los Secuestradores de Tortillas que hoy se divierten cuando caminan con los carros secuestrados como si fueran chicos que juegan a “hacer de vendedores”, pero sin su inocencia y jovialidad sincera, en otros tiempos fusilaban obreros en la Patagonia, o tiraban bombas en Plaza de Mayo, o volaban sobre el Río de la Plata para “descartar” a todos esos hacedores de tortillas subversivas que se la jugaban por otro mundo, uno sin Secuestradores de Tortillas, o cazaban mapuches en Chubut.

Pero los Secuestradores de Tortillas también tienen sus propios replicantes que no son solo estos policías, calzados con sus armas y sus ridículas gorras a cuadrillé, que ahora pasan por la senda peatonal de Brasil y Hornos cagándose de la risa porque aparentan ser vendedores de tortillas y café que se cruzan de vereda, como quien busca nuevos clientes, y van empujando los carros secuestrados hacia la comisaría que está a media cuadra, bajo la autopista, y donde delegarán la tarea investigativa, una vez cumplida su faena, a los Peritos de Tortillas, quienes a su vez constatarán que la "parrilla" es una parrilla, que el "carbón" es carbón, que las "brasas" son brasas, que la "espátula" es una espátula, y que las "masas con forma circular que se encuentran en un tupper" son tortillas crudas. También hay muchos otros replicantes del discurso conservador que por ahí están enfrente, mesa de por medio, comiéndose unos tremendos ravioles con tuco, y se los puede ver sobar el pan (o la tortilla) en la salsa; o comiéndose un asado y atragantándose con la ensalada rusa; o por ahí se sientan en la computadora de al lado, y reproducen sin cuestionamientos aquello que los grandes pulpos de la desinformación les venden; tragadores seriales de buzones que despotrican contra los inmigrantes, los “ilegales”, los que “roban trabajo”, pero se olvidan que sus abuelos, o sus bisabuelos, descendieron de los barcos con una valija en la mano derecha y una tortilla en el bolsillo izquierdo de su saco desvencijado.

Los Secuestradores de Tortillas bien quisieran ver a todas las tortillas envasadas en un prolijo empaque plástico, en lo posible verde, hecha por alguna multinacional de tortillas, la Tortish Company, y venderlas en bonitos carros amarillos chillones estampados con alguna frase estéril pero que dé la impresión de ser muy comprometida como: “Sumate a la ecotortilla”, y calentárselas a sus clientes en parrillas con brasas falsas ¿Qué es eso de un carro a “cielo abierto”, de un amarillo despintado, y con unas palabras sueltas como “tortillas”, “tortasfritas” y “pancasero” pintadas a mano y sin mucho pulso, y sin una frase vacía y pelotuda que nos recuerde lo pelotudo que somos al consumir la “ecotortilla” pero no tan pelotuda como para que, en realidad, nos demos cuenta de que están tomándonos el pelo, y de que solo comemos lo que a ellos, los Secuestradores de Tortillas, se les canta?

A los Secuestradores de Tortillas, tan maquillados con sus ceños fruncidos y sus caras de culo,  les da rabia que los chicharrones incrustados en la masa de las tortillas no paguen  Impuesto a las Ganancias, Bienes Personales, IVA, o IAV (Impuesto a la Vida), pero no tienen problemas en pasearse de paraísos en paraísos, de los fiscales, con sus centenares de empresas off shore y sus desproporcionadas cuentas sin declarar, a los paisajes paradisíacos, de playas con arenas blancas y juguetones pececitos de colores que se contonean, tal como lo hacen esos mismos Secuestradores de Tortillas que los miran desde sus antiparras y sus snorkels, en las aguas transparentes a las que no van a entrar nunca, ni las tortillas ni sus vendedores.

Gran hostia de los desposeídos que comulgan en su fe de harina y grasa, y que caminan en intricada procesión hasta alcanzar su altar; del colectivo al tren, del tren al carrito, del carrito al colectivo, y a guardarla bien en la mochila, en el bolso o en la cartera para no invadir con su aroma de carbón al resto del pasaje, y quizá pegarle una probadita, pero un toque nomás, porque es preciso que la santa tortilla llegue al trabajo y, al momento del desayuno, compartirla con un sentimiento religioso de devoción con los compañeros y compañeras que le rinden culto a tan majestuosa creación.

Se sabe, los Secuestradores de Tortillas, que tanto le temen a quienes pueden dar vuelta la tortilla sin miedo a quemarse, trabajan sin descanso, hacen laburar horas extras al despertador que tiene que levantarse a las dos de la mañana -mucho antes que el sol empiece a colgarse de la autopista y los vendedores lleguen con sus carritos de ruedan chuecas, y agiten un cartón para avivar el fuego, y pongan a cocinar sus masas- porque tienen una única utopía: acabar con todas las utopías, es decir, con todas las tortillas.