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De patitas...al galpón

por Lautaro Romero
06 de noviembre de 2018

A casi dos años del traslado a los predios de La Rioja 70 y Perón 2869, en Once, manteros y manteras dicen sentirse en prisión. Una tierra muerta que el Gobierno no publicita como prometió, donde escasean las ventas, llueve y no hay agua en los baños. Después de la salvaje represión de enero de 2017, la mayoría no vuelve a la calle por temor a perder la mercadería.

“Llegaron a la madrugada, por sorpresa, y levantaron los puestos. A la mañana nos juntamos con los demás vendedores y la policía tomó represalias. Por intentar defender a una señora en sillas de ruedas, recibí un palazo en la espalda. Vinieron a romper todo. En ese momento lo único que hice fue correr. Los varones estaban atrás, las mujeres por delante. Así y todo no tuvieron contemplación. Dolió mucho”.

Margarita relata cómo vivió el violento desalojo que el Gobierno ordenó contra los manteros y manteras en enero del año pasado. Ese día hubo varias personas detenidas y heridas, entre corridas y bombas de estruendo sobre avenida Pueyrredón. Con los antecedentes de Flores y Caballito, les había llegado el turno de Once.

Margarita ya era referente de quienes venden en la calle, de a pie, cuando se animó a lidiar con las fuerzas de seguridad en pos de llegar a un acuerdo que terminara con la violencia, les garantizara a sus compañeros y compañeras no perder la fuente de laburo, y de ese modo ayudara –dentro de lo posible-, a sanar las heridas. En el horizonte, en realidad a unas cuadras de plaza Miserere, yacía la tierra prometida: podrían continuar con la venta y dispondrían de sus propios puestos en galpones cedidos por el Estado. Claro que lo harían en blanco y tendrían el apoyo y la propaganda suficiente como para que la cosa funcione, y no tuvieran que volver a caer en los oscuros hábitos de la “ilegalidad”. Pero nada de eso se cumplió. “La gente no nos conoce. Cada día se hace más difícil”, lamenta Margarita.

“Ropa para toda la familia”, dice un cartel en letras amarillo patito, al 70 de la calle La Rioja. Adentro hay ropa, mucha ropa. Además de calzado, accesorios para celulares, juguetes, santos, bijouterie y artículos varios. “Lo auténtico no necesita etiquetas”, sostiene una pintada inmensa, lo suficientemente grande como para levantar la mirada desde cualquier rincón del predio de dos pisos - y casi 3000 metros cuadrados-; y leer en voz baja, y pensar en lo cínico y perverso que puede llegar a ser el Estado.

Muchos compañeros renunciaron por no tener dinero para reponer la mercadería

En la Feria del Once, allá por 2017, comenzaron siendo 400 vendedores; mientras que en la Feria de la Estación (en Perón 2869), la Ciudad depositó a 350 personas más. Naturalmente, lo nuevo generó curiosidad en el público que se acercaba a consultar, comprar, o simplemente iba de paso. Pero con el tiempo, el interés se perdió: “Muchos compañeros renunciaron por no tener dinero para reponer la mercadería. Y tener lo que tenemos nos ha costado años de sacrificio”, confiesa Margarita. De aquellos que todavía resisten entre esas paredes de concreto (en Once el número de puesteros se redujo a 275), no hay quien que no la nombre y salude al pasar.

Se saludan entre compañeros de países vecinos. Son horas y horas de compartir una charla, una comida, la familia, y los problemas. Si no saludan a Margarita, es porque no hay gente en el puesto: los que van y vienen por los pasillos comiéndose las uñas, son los propios vendedores que ansían atraer a la clientela, y sumar al menos unos pesitos. Sin embargo, más allá del inspector que se pasea con el chaleco del Ministerio de Ambiente y Espacio Público, y el vigilante –quien nos sigue de cerca-; no hay movimiento en la feria. No alcanza con repartir volantes y hacer pegatinas en la vía pública para dar a conocer el lugar. “La venta está muy baja por la falta de publicidad. Lamentablemente el Gobierno no tiene ningún interés en que esto funcione. Pensamos que íbamos a entrar en la formalidad del sistema, pero ya llevamos casi dos años, y no pasa nada. Muchos tienen miedo de salir a vender por la policía”, nos adelanta Henry.

Alex es fabricante y no quiere una ayuda económica. Está convencido de que el negocio funcionaría si tuviera mayor difusión. Y si eso pasara, él no se vería obligado a depender de las changas para subsistir. A resignarse por la falta de ventas, aunque baje los precios. “Venimos a calentar el asiento. Vendés una prenda y no te alcanza ni para el menú. Si incendiamos un contenedor en la puerta, la prensa viene enseguida y nos criminaliza. Nos discrimina. Ahora nadie viene a ver cómo estamos”, reniega. “Nos duele en el alma llegar a nuestras casas y decirles a nuestros hijos que no tenemos nada. Vivimos el día a día. ¿Quién se pone en los zapatos del pobre? Queremos dignidad de trabajo”, exige Margarita.

Venimos a calentar el asiento. Vendés una prenda y no te alcanza ni para el menú

Desde que pusieron un pie en esos galpones, la vida de los ex manteros de Once cambió para siempre. Rosa, de 73 años, no tiene jubilación y por lo tanto vive solo de su puesto. Cuenta que está a cargo de su nieta, a quien cuida como una hija. Le cuesta acostumbrarse al bastón y a juntar para los medicamentos. “Soy responsable de trabajar para que ella siga estudiando. Ha sido muy duro, pero no la puedo abandonar. Por ella es la lucha”, suelta con la voz resquebrajada. Hace ya unos meses que a Rosa la atropelló un auto por venir apurada al negocio para dar el presente, y que no le cierren el local: durante el día – a veces más temprano, otras más tarde-, a los vendedores les pasan tres listas, como en el colegio. “Cuando tengo que ir al hospital, llego tarde y ya no tengo la lista de la mañana. Y sé que voy a tener problemas. Yo sufro de la columna. No puedo pedir certificado médico todo el tiempo. No te lo dan”.

“Nos tienen privados de nuestra libertad. Es algo sin fundamento. Nos obligan a estar acá, pero ellos deben cumplir lo que nos prometieron”, piensa Alex. Y no sólo tienen que aceptar que los controlen y les tomen lista, sino que también los dejen semanas y meses, sin luz ni agua en los baños. Eso explica que en el predio haya más baldes que gente. Es el ir y venir incesante de los vendedores cargándolos en mano, con agua que sacan de la canilla del garaje de al lado. “El Gobierno nos trajo para que nos aburramos y nos terminemos yendo. Esta es una tierra muerta”, piensa Arlene. Eso sí: sobra agua cuando llueve y se filtra por los techos, y se moja la mercadería. Nadie da respuestas ni se hace cargo de las pérdidas, ya que el galpón, no tiene seguro.

Ya no saben qué ponerle al puesto para llamar la atención del cliente. Incluso, hasta aceptarían pagar un alquiler, si eso permitiera terminar con la desolación. Se acaban las mañas, y duele el cuerpo de tener que revolcarse en el suelo para concretar una venta. En este contexto, de poco sirven las estrategias y los consejos sobre emprendedorismo que recibieron los vendedores ambulantes de Once a lo largo de 40 días y 160 horas, durante los cursos de capacitación que dictó la CAME (Confederación de Mediana Empresa). Como parte del trato con el gobierno tras ser expulsados de su lugar de laburo, los inscriptos debieron cumplir con el 80% de asistencia, además de censarse y estar al día con el monotributo social. “El vendedor ambulante no necesita una escuela. Lo llevas en la sangre. Cuando trabajaba en la calle y tenía mucha gente en el puesto, mis hijos hacían las cuentas. De paso aprendían matemáticas”, afirma Margarita.

El Gobierno no tiene ningún interés en que esto funcione

La mayoría cree que en la calle, como manteros, les iba mejor. Que al menos algo se vendía, y no faltaba para darle a los chicos. Que podían hacer los labores del hogar y luego salir a trabajar; que eran independientes. No obstante, Arlene teme volver porque “la policía te roba la mercadería, que sacamos por préstamos, y quedás endeudado. Todos vivimos de alquiler. Te arruinan”. Entonces, como necesitan vender para vivir, muchos resignan un domingo en familia para salvar la semana en las ferias que se realizan en José C. Paz –la “Sol y Verde”-, y en Parque Lezama, donde pagan $150 el puesto.  Claro que además de dinero, la travesía demanda viajes en colectivo que son eternos y llegar a casa agotado. Para Margarita y el resto, no hay descanso: “A veces uno piensa en tirar la toalla, porque te cansas de esto, pero no les vamos a dar el gusto”.