En plena ciudad, aunque lejos del centro, un grupo estable de personas tratan de llegar a Buenos Aires con el río a través de la pesca.
“Todo en él era viejo, salvo sus ojos; y éstos tenían el color mismo del mar...”
Ernest Hemingway
Juan Carlos Geider debe parecerse mucho al personaje que Hemingway retrató en su novela El viejo y el mar. Tiene 68 años, y hace 50 que practica y vive de la pesca.Su cara tiene las marcas del tiempo, su andar es cansino, y sus ojos son celestes como el mar del Caribe. Sin embargo, Juan Carlos está muy lejos de ese celeste marino: toda su vida, en su horizonte se encontró con ese enorme mar dulce que es el Río de la Plata. El río que conoce a la perfección y con el que comparte cada mañana y cada noche.
Transitar el malecón donde Juan Carlos tiene su carrito, y caminar por los distintos tramos de la Costanera norte es también redescubrir una ciudad olvidada: la ciudad de los pescadores. La inexplicable mala relación que durante años tuvo Buenos Aires con el río -muy distinto a lo que sucede con otras como Rosario o Montevideo-; la contaminación del agua por efluentes industriales; la precariedad de los desagües cloacales; y las pocas ofertas de transporte público que hay en la zona confluyeron para que los pescadores porteños, en lugar de contagiar una práctica nostálgica y saludable, permanezcan arrinconadas en el ostracismo. Para muchos, son personas que pescan en un río de podredumbre.
La discusión también está planteada entre ellos. Algunos devuelven lo que pescan porque consideran que como el agua está contaminada, el bagre, la boga o lo que fuera que pescan también lo estará. Otros dicen que todo es parte de un mito. Y que como todo mito, hay que desmitificarlo.
"Si el pez está vivo, es porque se puede comer", explica. Marcelo acaba de sacar una boga grande, de aproximadamente seis kilos. La destripó -lo que hace que el pescado aguante un par de horas fuera de la heladera sin pudrirse-, y la guardó en una bolsa. Cuando llegué a su casa, la lavará bien, la rellenará con algunas verduras (morrones, cebollas) y la cocinará en su parrilla. “Es un manjar”, dice.
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Marcelo tiene una empresita de serigrafía y todos los domingos vende bombillas y mates en la Feria de San Telmo. Está a punto de irse de vacaciones a Mar del Plata y Miramar, pero como hace 40 años, al menos una vez por semana viene hasta la Costanera para disfrutar del poco aire puro que le queda a Buenos Aires. El stress, el cigarrillo y los insanos hábitos de comida complotaron para que a Marcelo le tuvieran que hacer tres bypass.
Después de aquella odisea, los médicos le prohibieron manejar y todo lo que pudiera generarle algún disgusto. Entonces, el río, su compañero de atardeceres, adquirió una relevancia crucial en su vida.
"Me gusta venir y charlar con la gente. Yo no puedo estar solo, necesito esto", dice Marcelo mientras señala a varias personas que caminan a un par de metros suyo.
Marcelo no responde al estereotipo del pescador, si entendemos como estereotipo a aquellos hombres que pescan y conviven todo el tiempo con la soledad. Marcelo quiere gente a su lado, aunque no lo conozcan, mientras intenta sacar algún pez gordo. Allí, en la Costanera, todo lo que quiere lo consigue.
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Pablo y Eduardo conocen su lugar de memoria. Cada vez que se aproximan a la Costanera, el carrito de venta de mojarras y artículos de pesca de Juan Carlos les señala su lugar. No saben si es su lugar en el mundo, pero están seguros de que es su lugar en la ciudad.
Con los años, Pablo y Eduardo, dos viejos jóvenes -tan simples y graciosos como entrañables-, se hicieron amigos de Juan Carlos, con el que comparten una vez por semana un pescado o un pedazo de carne a la parrilla. Eduardo recuerda cuando una tarde de tormenta tuvo que improvisar una guisada con lo poco que había en los alrededores -el supermercado más cercano de donde pescan ellos está a muchas cuadras de distancia- y comer en el carrito de Juan Carlos. Lo que para algunos hubiese sido una tragedia, para ellos fue una ocasión inolvidable. Un momento en el que cada vez que lo evocan, se logra ver la esencia del pescador: la sencillez por sobre todo.
Además de pescador, Pablo ahora es taxista: un oficio que tuvo que adoptar porque los números de su casa no cerraban.
"Como buen laburante, la jubilación no me alcanza. Aporte 44 años y ganó 2.000 pesos", cuenta. Al igual que Juan Carlos, Pablo también tiene la impronta de los pescadores. Al menos de los pescadores que muchos de nosotros asociamos a ese imaginario colectivo: el pelo y la barba blanca, la serenidad en cada palabra, el profundo amor por la naturaleza.
"Hay días en el que paso todas las mañanas arriba del taxi. Te fastidias, te malhumoras, te enojas con todos. Pero cuando vengo acá, ver el agua y el verde ya me desenchufa", explica Pablo.
Eduardo es amigo de Pablo por una cuestión geográfica: ambos son vecinos de Lomas del Mirador, el barrio en el que se dieron cuenta su amor por la pesca. Eduardo también se jubiló (fue bombero de la Policía Federal) y ahora recuerda sus días de la infancia, cuando pescaba con hilo de albañil y un palo que reemplazaba a la caña.
Los tiempos han cambiado: antes, la caña era exactamente eso: una caña de bambú. Después se la sustituyó por la fibra de vidrio, y después por el grafito, con el que se le puede ganar más rápido al pez que intenta desengancharse del anzuelo. La Costanera, en ese sentido, es un espacio de inclusión: allí pescan los que pueden comprarse una caña de grafito, y los que sólo tienen una tanza y una plomada. Franco y Anil gritan que ellos también son pescadores: en su mano derecha tienen un hilo que tiran como pueden al río. De vez en cuando se ilusionan con sacar algo, pero apenas lo levantan advierten que no, que todo se trataba de una falsa alarma.
"Pa? los pobres, ni un bagre contaminado", se lamentan.
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Angélica es una de las pocas mujeres en esa fila interminable de pescadores hombres. Una revancha de su género: aquí también hay un lugar para la feminidad. Angélica es chilena y se vino a vivir a Buenos Aires por cuestiones sentimentales. Siguiendo a Alberto, otro hombre (y van?) canoso, de barba blanquísima y andar cansino. Otra vez: El viejo y el mar, pero sobre todo Hemingway, también fueron un éxito estético.
Angélica se sorprende cuando se entera que hay una revista a la que le interesan las historias que pueden encontrarse en la Costanera de Buenos Aires. "Acá, historias es lo que sobran", se entusiasma. Y enseguida describe una que sucedió cerca de su ciudad, Valparaíso, y que la conmovió. En un pueblito de pescadores, Caleta Portales, una viejita se compró una casita frente al mar y se hizo la promesa de que todos los días iba a ir a pescar en homenaje a su esposo, que había muerto unos años antes. Los parroquianos del lugar, que al principio se habían sorprendido, ahora ya saben que los visitará todos los días. Y que cada pescado que saque, será un mínimo homenaje a su esposo.
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Uno de los lugares donde más gente se junta para pescar alguna boga, carpa, pejerrey o bagre es frente al aeroparque Jorge Newbery. Allí, como en los otros sectores de la Costanera, también está la discusión de comer o no comer lo que se pesca. Por supuesto, el dialogo está atravesado por historias personales: pescadores que llegan a sus casas y tienen el dinero suficiente como para comprar comida diaria, y los que van al río para ahorrarse el gasto de algunas cenas y almuerzos.
Herminio Sánchez está sentado en un banquito diminuto esperando que la carnada haga efecto. Tiene la paciencia de un buda: puede pasarse varias horas mirando el horizonte, esa inmensidad marrón, hasta que la campanita que se ubica en el extremo de la caña lo llama (la campanita empieza a sonar cuando la tanza se tensa).
A su lado, Julio Ricardo Viera cuenta más o menos cómo se diagrama sus días para cumplir con el rito sagrado del Río de la Plata: por las mañanas vende café en varias paradas de taxis y en las calles cercanas al aeroparque, y después, por las tardes, va en busca de sábalos, bagrecitos o algún pescado que le alegre el día.
Los pescadores, por supuesto, ya se conocen todos: algunos se dan un abrazo, otros saludan a la distancia, pero pervive ese sentimiento de confraternidad de clubes o bares porteños. En definitiva, ir a pescar a la Costanera para ellos tiene ese significado: practicar un deporte con gente querida.
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La brisa del río hace olvidar que allá, en el medio de la ciudad, el termómetro marca 35 grados. En enero, cuando la ciudad hierve, llegar a la Costanera Norte ayuda a refrescar la temperatura corporal. Juan Carlos Geider, como desde el mediodía, está sentado tomando mate junto a Pablo y Eduardo.
De vez en cuando se acerca algún chiquilín o pescador veterano para pedirle carnada. Algunos prefieren las mojarras; otros, las lombrices vivas. Hay quienes Ósobre todo los que buscan bogas y carpasÓ se declaran fundamentalistas de la masa: un menjunje de harina, vainilla y anís que sirve para atraer a los peces del Plata.
"Cuando vos llegás a tu casa, si tenés hambre, lo primero que ves en la mesa te lo comés. Bueno, con el pescado pasa lo mismo: si está lleno, elige la comida. Si tiene hambre, come lo que venga", explica.
Juan Carlos lo explica con sus ojos color mar, la ropa astrosa y el gesto triste. Le pregunto si alguna vez leyó el libro El viejo y el mar, de Hemingway, y me responde que sí, que vio la película.
"Hermosa película", me dice.
Juan Carlos hace nueve años que vive en ese carrito, en condiciones precarias, frente a restaurantes caros. Mientras él intenta parar la olla todas las noches, a unos metros llegan autos importados con gente dispuesta a pagar fortunas por un plato gourmet. La crisis del 2001-2002 lo sacó del sistema, y su mejor refugio en ese entonces resultó el río, la pesca y los pescadores.
Añora la época en la que el río se pescaban dorados de 18 kilos. Pero a pesar de todo, dice, le encanta esta vida: la vida del pescador del Río de la Plata.
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