En un país que sabe de desapariciones, lo invisible, lo que no se nombra y lo que se borra del mapa se vuelven asuntos latentes, paisajes espirituales, culturales e históricos que regresan para interpelarnos sobre nuestra identidad.
Aunque nos quieran convencer de que los ladrones de las melodías, de las vocaciones, de los más hermosos vínculos del humano con su propio destino, hasta los arrebatadores de la existencia han triunfado y conseguido imponer su imperio de lo utilitario, en el que todo lo que se hace debe tener un beneficio mercantilista: se estudia para “trabajar de”, se elige una pareja porque cumple con los requisitos pertinentes para vivir “alegres” como en las publicidades, se establecen amistades en la que todos hablan y nadie escucha, en las que se “conversa” mucho y jamás se dice nada, se renuncia al laberinto natural de la existencia por la sabrosa carnada del “final feliz” que nos metió Hollywood en el coco, y así se nos aleja de cualquier relación con el silencio, que sabemos bien no es lo mismo que callar, el silencio es lo que nos prepara para las genuinas músicas y palabras, en cambio se nos entrena como soldados más del ejército de lenguaraces, traficantes de las palabras del mundo muerto.
De modo que nuestra vida la deshojan como una margarita utilitaria, en la que ante cada hoja arrancada se dice: “me sirve, no me sirve, me sirve, no me sirve…”. Todo este combo, palabra incorporada y popularizada por una cadena extranjera de comidas rápidas creadores de la “Cajita Feliz”, produce gente que prescinde de maestros, pero que da la vida por tener seguidores, personas que repiten noticias falsas como devotos que rezan el rosario, y de repente se vuelven de una fe extraordinaria por esa realidad artificial tanto que se convierten en apóstoles del humo sin fuego, de los célebres sin obras, activistas de la guerra mundial de la estupidez que comienza como un juego de niños hasta transformarse en un juego de verdugos, en el que los inocentes, sobre todo las minorías y los débiles, están al acecho de un conjunto de gente que podría ser parte de un carnaval carioca como de una manifestación en el que se lleva como estandarte la palabra: “libertad”.
¿Cómo se pasa de un estado a otro? ¿Cómo conviven seres humanos con un discurso de ética, moral y otros bla, y sin solución de continuidad son capaces de desear las peores cosas a la mayor parte de la sociedad? Y así se proyecta un país como un barrio cerrado, con un rejas electrificadas, seguridad privada, y la idea de intrusos.
¿Quiénes son los forasteros en su propio país? ¿Acaso hay unas Argentinas desconocidas, patrias invisibles? ¿Será que los “vencedores” ante todo son arquitectos del desierto?
En un país donde se han desaparecido a treinta mil personas, lo invisible, lo que no se nombra, lo que se borra del mapa se vuelven asuntos latentes, paisajes espirituales, culturales e históricos que regresan siempre como manifestaciones culturales. El pueblo hizo cantares anónimos a los caudillos, no hay registro de que haya cantado a Bartolomé Mitre.
Algo que resume a esa latencia es “la pena extraordinaria”, siempre vigente en los hijos e hijas, nietos y nietas, bisnietos y bisnietas de Martín Fierro. La cultura popular es un anticuerpo que regresa con sus colores de resistencia cuando parece que lo invisible ha triunfado.

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