Un humo invade la ciudad, el país y los pulmones y corazones de cada persona. De repente, todo es gris. Y el humo además se envasa, se compra y se vende. Una fábula satírica o un ejercicio imaginativo que invita a salir por arriba de esta actualidad de desesperanza y desánimo.
“…¿Cuándo vendrán los días de sol?
Y no tener esa nube en el cielo…”
Cuando vendrán, La Renga (1996)
“… La colina hay que subir; nada es sencillo aquí,
y ante todo está el dragón.
con su fuego intentará parar la construcción,
pero habrá una solución...”
El Misterioso Dragón, Victor Heredia (1984)
Todo comenzó con una capa fina, casi imperceptible, de un gas grisáceo que recorrió las calles, entró a las casas, subió por los edificios y anidó en los pulmones. Cada viento que hablaba, cada brisa entre los árboles, cada chiflete por abajo de la puerta traía humo. Tanto el cielo celeste durante el día como la noche estrellada quedaron escondidos detrás de una cúpula gris. Contrariamente a lo que podría creerse, debido a la novedad que significaba, gran parte de la población recibió el humo con alegría porque ya se habían cansado de los días de sol pleno.
Así también, las autoridades no solo se opusieron al uso de cualquier tipo de protección contra el humo sino que persiguieron a quienes desconfiaran de las bondades de esa sustancia que mediaba todo vínculo, toda acción y todo afecto, por lo que enseguida aquellos fueron catalogados como “aguafiestas” y quedaron relegados al ostracismo. Incluso, el gobierno había atado su suerte a la gran humareda a tal punto que eran indistinguibles uno de otro, por lo que decretó el cambio de los colores de la bandera nacional, de escudos y escarapelas por un gris anodino; a la vez, los diarios y noticieros convencieron a la población de la importancia de soportar el humo de hoy porque traería felicidad en un futuro indeterminado, mientras tanto grandes pensadores alentaban al consumo masivo e indiscriminado de humo.
Hasta que un día a alguien se le ocurrió, aprovechando el furor de la población y el apoyo de los medios, que era una buena idea envasar y venderlo como un producto más, y a otros les pareció que era necesario comprarlo. Así las góndolas de los supermercados empezaron a vaciarse de alimentos, bebidas, productos de limpieza e higiene y fueron reemplazados por coloridos paquetes de humo, lo que llevó a reconvertir toda la industria del país en base a las necesidades creadas por el humo.

Las publicidades se poblaron de personas de distintas edades que consumían humo alegremente en las más diversas geografías: en playas con atardeceres grises de fondo y grupos de jóvenes bailando en torno a una fogata mientras bebían humo y chocaban sus envases de vidrio; en la montaña con alpinistas a punto de caerse al vacío pero felices de estar bebiendo humo en lata; en medio de un embotellamiento en la ciudad, con todos los autos escuchando la misma radio a la vez y recordando a los conductores que no se olviden de sacar su humo de la guantera para mitigar el estrés. Pronto los bancos guardaron humo en sus cajas fuertes, los poetas cantaron loas al humo, los actores representaron obras de teatro personificando al humo, y hasta las mochilas de los pasajeros de trenes y colectivos quedaron repletas de humo.
Pero después de varios años conviviendo con las incomodidades que producía el humo, cuando la población experimentó sus consecuencias negativas, cuando vieron que en sus heladeras y sus alacenas no había nada para comer sino paquetes y latas de humo envasado, el humo pasó de los pulmones a los estómagos y de allí a los corazones. Sin posibilidades de distinguir entre las diferentes estaciones del año porque cada día era igual de gris a otro, la tristeza, el desaliento y la desesperanza, además del humo, eran lo único que se respiraba en el ambiente.
Así, cuando ya todo olía a humo y no quedaba un solo resquicio de oxígeno en el aire, un día una paloma vio a un jubilado sentado en un banco de la plaza, cabizbajo por no poder darle ni una miguita de pan, y se subió a sus rodillas. El jubilado la miró, buscó algo en sus bolsillos y le mostró con desolación que no tenía nada para darle, pero a la paloma no le importó porque quería que el anciano la escuchara. Fue de esta manera que la paloma aleteó hasta posarse en un hombro del jubilado para contarle un secreto sobre la gran humareda y luego perderse entre las nubes grises de humo. De pronto, después de escuchar las palabras aladas de la paloma, los ojos del jubilado brillaron como hacía mucho no sucedía. Henchido de entusiasmo, este se juntó con otros jubilados y les comentó el secreto de la paloma; a su vez, estos se lo contaron a sus médicos y estos al resto del personal de salud, quienes fueron a sus casas y se lo dijeron a sus hijos universitarios.
De pronto, cuando a nadie le interesaba qué nuevo decreto sacaba el gobierno para restablecer el cariño perdido por el humo, un rumor comenzó a circular. Un rumor que se colaba en las conversaciones de los cafés, en las canchas de fútbol, en las escuelas y en los tribunales; que viajaba en bicicleta y se colgaba de los hilos de los barriletes. Fue exactamente en ese momento cuando todas las personas lo hicieron: se unieron en un único soplo y con la fuerza de millones de pulmones a la vez, el humo se fue y el Gobierno también.

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