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“Somos 44 millones de ciudadanos fumigados”

por Maxi Goldschmidt
22 de noviembre de 2018

Antes de crear el Museo del Hambre en el barrio de San Cristóbal, Marcos Filardi recorrió varias veces África buscando respuestas. Luego, realizó el viaje de la “soberanía alimentaria” por toda la argentina. Es uno de los imprescindibles en la lucha contra los agrotóxicos y en la construcción de alternativas a este modelo que envenena sistemáticamente.

Un chico de cinco años frente a un televisor. Año 1985. La imagen lo marcaría de por vida: “La hambruna etíope. Pibes de mi edad se estaban muriendo literalmente de hambre. ¿Por qué ocurría eso?”.

Esa imagen y la pregunta le quedaron rebotando en la cabeza al creador del Museo del Hambre, Marcos Filardi, que en 2006, ya siendo abogado y especialista en Derechos Humanos y Derecho a la Alimentación, viajó a África. “Durante un año y medio recorrí 18 países, siguiendo el mapa del hambre. También me crucé con otros problemas como los mutilados de las minas antipersonales en Mozambique, el corte genital femenino en Etiopía, los niños soldados de la guerra civil de Uganda o los refugiados y desplazados internos. Ese viaje fue una bisagra total en mi vida. Cuando volví era otra persona”.

De sobra había encontrado respuestas a su pregunta de niño: “La primera reflexión al llegar a África es lo que decía Amartya Sen: ‘Nunca es un problema de falta de alimentos o de tierras fértiles’. Sino de distribución y, en consecuencia, un problema netamente político. No es que no hay tierras; es que están acaparadas en pocas manos, en empresas que concentran esa explotación para producir commodities exportables. Similar a lo que pasa de este lado del charco”. 

Ni bien pisó Argentina, Marcos quería volver a África como agente de protección de niños en un campo de refugiados. Pero le ofrecieron trabajo en la Defensoría General, como tutor público de niños, niñas y adolescentes refugiados y solicitantes de asilo. Junto a un equipo interdisciplinario, Filardi buscó que se cumplieran los derechos económicos, sociales, culturales de personas de África, pero también de la India, Bangladesh, República Dominicana, Colombia y Haití, desde que asumía su tutela hasta que abandonaran el territorio argentino o llegaran a la mayoría de edad. Luego de esa experiencia de cinco años, pasó al Departamento de Cooperación Internacional del Ministerio de Justicia. 

Ahí ya estaba craneando su próximo viaje: el de la soberanía alimentaria. La primera parada fue Rojas, provincia de Buenos Aires, donde está la planta clasificadora de semillas María Eugenia, de Monsanto. Luego, durante un año recorrió todas las provincias. “50.000 kilómetros y unas 260 localidades. Lo más lindo fue conocer gente maravillosa que están en los territorios defendiendo la vida”. Surgieron los textos del blog y algo que no estaba en los planes: “La construcción de alternativas fue mucho más importante de la que imaginaba. Me encontré con una movida muy fuerte, de abajo hacia arriba, muy desconocida y desconectada aún, no formando parte de una misma trama o de una red. Ahí entendí que podía contribuir a hilvanar esas experiencias, a que se conozcan, se vinculen y se unan”

Mi viaje a África fue una bisagra total en mi vida. Cuando volví era otra persona

 

EL MUSEO DEL HAMBRE

El subsuelo de Avenida San Juan 2491 es un ícono de la batalla contra los agrotóxicos y, sobre todo, un puntal en la construcción de alternativas a este sistema que envenena sistemáticamente: charlas, presentaciones, proyecciones, círculos de mujeres, asambleas y diferentes talleres. 

Antes de ser el Museo del Hambre, el espacio fue centro cultural afro y sede de la Asociación de Residentes Senegaleses, del Movimiento de la Diáspora Africana en Argentina y también lugar de encuentro para emigrados haitianos. En una de las paredes, el mural que hicieron integrantes de la Cátedra Libre de Soberanía Alimentaria de la UBA -junto al colectivo de artistas Museo a Cielo Abierto Maca- es, además de hermoso, una síntesis del espíritu del lugar: “Está Andrés Carrasco, con una pala y una sonrisa pícara, como ejemplo de la ciencia digna y al servicio de los pueblos. Una ciencia que suda y está en los territorios, que mete la mano en la tierra, que se embarra. En el centro, nuestra querida amiga Anita Brócoli, ingeniera agrónoma, guardiana de semillas, que también falleció de cáncer. Y la tercera figura es la mujer africana. Somos una especie que nació en África. Somos afrodescendientes, y el mejor alimento para ser recibidos en el mundo es la leche materna”.

Los viernes a la noche en el Museo se comparten saberes y sabores. “Invitamos a traer un alimento o bebida sana, segura y soberana. La idea es volver a la comensalidad, a mirarse a los ojos, a escucharnos con respeto, a compartir. También se junta la asamblea contra el G20, hay un taller de educación ambiental y otro de danzas folclóricas latinoamericanas. Es una apuesta hacia la construcción colectiva del Buen Vivir. Y además, estamos hermanados con Iriarte Verde, la cooperativa que vincula productores agroecológicos de todo el país con comensales de la ciudad de Buenos Aires”. 

No es que no hay tierras; es que están acaparadas en pocas manos

Frente a una sojización que avanza y genera acaparamiento de tierras, desmonte, deforestación, destrucción de humedales y conflictos por doquier, la soberanía alimentaria enarbola una bandera que, para la mayoría de la política, es anacrónica: la reforma agraria. “Hay que dar la discusión como sociedad: ‘Tierra para qué y para quién’. Este modelo productivo que enferma y mata con su paquete de transgénicos, agrotóxicos y fertilizantes sintéticos, está destruyendo todo. No titubeamos en calificarlo como ecocidio y genocidio, y no solamente hacia los pueblos fumigados, sino que el pueblo argentino es un pueblo fumigado. Somos 44 millones de ciudadanos fumigados, porque los agrotóxicos llegan a nosotros a través de los alimentos, del aire que respiramos, del agua que bebemos”. 

–Pero como sociedad aún no hay conciencia de eso. 

–Nos cuesta lidiar con lo crónico. Por ejemplo, si estamos acá conversando y nos pasa un avión por encima y nos fumiga probablemente vamos a tener efectos tangibles en nuestro cuerpo: sudoración, tos, irritación de los ojos, vómitos, hasta convulsiones, que van a hacer que vayamos corriendo al centro de salud más cercano. Pero cuando eso se hace en silencio, en forma invisible, a cuentagotas, en una dosis diaria de veneno cotidiano, nos cuesta reaccionar. Cuesta ver que eso nos va a enfermar en el mediano o largo plazo, y que nos va a terminar matando. Esto pasa sobre todo en las grandes ciudades. En los territorios es más visible. Y eso genera dificultades de reacción y de capacidad de movilización y de generación de conciencia. Sin embargo también hay buenas noticias, porque hay una movida fenomenal de abajo hacia arriba, de construcción colectiva, de alternativas desde la agroecología en todas sus formas -permacultura, agricultura regenerativa, agroecología extensiva-. Se empieza a horadar ese mito de que no se puede producir alimento sin agrotóxicos, lo cual es una pavada motorizada por los grandes beneficiarios del modelo. No solamente se puede, sino que es necesario, urgente, y hay experiencias concretas que están demostrando a diario que se pueden producir alimentos sanos, seguros, soberanos, diversos y nutritivos para las poblaciones locales. Eso vi en mis viajes. Cómo la gente se está volviendo a vincular, a enhebrar un tejido que se había roto. Van despacio, con dificultades, pero están tratando de salirse de este modelo que no da respuesta ni felicidad a nadie. Este tipo de cosas claramente no están en los medios de comunicación, porque justamente ellos están sostenidos por los grandes intereses económicos que sostienen este modelo dominante. De estos temas tan importantes no se habla y cuando logran perforar el cerco mediático, están muy poquito tiempo, se lavan, y se van por la tangente”. ?

Los agrotóxicos nos llegan a través de los alimentos, del aire que respiramos, del agua que bebemos

El poder real, del nazismo a la actualidad

Como abogado, Filardi también trabajó monitoreando las causas que se abrían por la derogación de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final. Sobre esa tarea, analiza: “Hay un denominador común entre los juicios a militares argentinos, el juicio de Núremberg, o el de los tribunales de Ruanda o de la ex Yugoslavia: al banquillo de los acusados va quién detenta el poder político coyuntural, pero quienes hicieron negocios y crecieron por esos procesos gozan de impunidad. En el nazismo se corporiza todo el mal en Hitler y en Mengele, por ejemplo. Pero ¿y los laboratorios farmacológicos qué se beneficiaron de esa experimentación?”.

¿Qué empresas se beneficiaron en Argentina?

Hay casos resonantes, como el de Mercedes Benz, Ford, La Veloz del Norte, Ledesma. En Ford había un centro clandestino de detención adentro de la misma fábrica. En Mercedes Benz desapareció toda la comisión interna al mismo tiempo. La reflexión que yo quería hacer con ese trabajo era mostrar dónde está y estuvo siempre el poder real. Hoy esto está más afianzado, porque el nivel de concentración económica que tenemos es mucho mayor al de 1945.