Anclada en el centro porteño, la librería ofrece rarezas y ediciones de varios siglos atrás. Entrar es descubrir un mundillo encantador.
El cartelito de la entrada ofrece una bienvenida certera, inequívoca: “Los buenos libros forman la esencia de los hombres libres”, se lee sobre el papel gastado por los años y apenas atrapado por algunas chinches. La frase de José de San Martín puede aplicarse a muchísimos de los 60 mil textos que atiborran El Glyptodón, una librería anticuaria donde el tiempo se detiene y las bocinas ya no se escuchan. No estamos en Ayacucho y Viamonte, en el centro caótico de Buenos Aires: estamos en una cueva literaria de otra década, de otro siglo.
Alejandro López, un ropavejero supuestamente más culto, como se definió alguna vez cuando lo vinieron a entrevistar de Página 12, atiende con una calidez y una erudición impropia de esta época, en la que visitar una librería se parece cada vez más a ir a un shopping.
La pelea resulta desigual, tal vez injusta: El Glyptodón, la osadía de un hombre simple, se enfrenta y pelea contra esas tiendas de sucursales numerosas y dineros abundantes. Y mientras éstas se nutren con ediciones flamantes, impolutas; Alejandro sale a caminar con los ojos clavados en la vereda, en las aceras, donde siempre encuentra libros perdidos y sucios abandonados por lectores sin memoria.
“Con los años hemos aprendido que las viudas y los porteros son nuestros mejores proveedores. Las viudas porque quieren desprenderse de la biblioteca de sus esposos fallecidos; y los porteros porque siempre son los que están al tanto de todo lo que sucede en los edificios, y si saben de algún libro, vienen y me avisan”, explica Alejandro, quien todavía lamenta no haberse enterado a tiempo de que la Facultad de
Economía de la UBA decidió tirar, hace algunos años, una parte de su biblioteca.
Aquí, en este recinto de tapas raídas y tomos astrosos, los inmortales están más vivos que en cualquier otro lado. El Glyptodón tal vez sea el único lugar de la Argentina (o de Latinoamérica, o del mundo) donde se encuentre la primera edición de El hombre que ríe (1869), del francés Víctor Hugo; o Las copias originales del General Bonaparte en Egipto (1798); o un mapa de 1597 de Calatia, en el sur de Italia, cerca de Napoles. Todo Óhasta lo más impensadoÓ puede hallarse aquí.
A veces, las reliquias de papel tienen precios sorprendentes (los facsímiles de Napoleón Bonaparte, por ejemplo, cuestan 600 euros), aunque no se tarde demasiado en entender el porqué: los ejemplares que hay en el mundo se cuentan con los dedos de dos manos. Sin embargo, esos libros pueden permanecer varios años en el mismo estante, sólo recorridos por las pulgas o los ácaros que los merodean.
“El arte de vender libros es el arte de malvenderlos”, dice entre risas Alejandro, mientras toma un café negro sobre una mesa con papeles y un velador tenue. “Lo único positivo de los coleccionistas es que sabemos lo que queremos ÓagregaÓ. Yo, por ejemplo, quiero montar un archivo sin ningún tipo de criterio estilístico: donde haya material desde Historia o Arte Clásico hasta de Herpetología (especialidad en reptiles y anfibios)”.
El nombre El Glyptodón reúne una explicación histórica. Así se había llamado la librería que Florentino Ameghino y su mujer Leontina Poirier atendían en La Plata (luego se trasladaron a Buenos Aires) a fines del siglo XIX. Ameghino Óicónico paleontólogo, geólogo y antropólogo argentinoÓ era también un autodidacta como Alejandro López, quien debió aprender por su cuenta lo que la más bruta de las dictaduras argentinas le prohibió en sus años jóvenes.
López, conocedor de la literatura y de la historia argentina, enfatiza en rescatar algunos escritos olvidados por la prensa y por el tiempo. No duda en gritar con vehemencia lo brillante que son Las moscas de Isabel, de Jorge Masciángioli, y el cuento El tío Facundo, de Isidoro Blaisten. “Son dos autores imprescindibles; sobre todo Masciángioli”, reseña Alejandro. No lo dirá, pero tiene la certeza de que quién los lea será un poco más libre.
Un sistema novedoso
El Glyptodón intenta una revolución librera, un cambio en la lógica del visitante, que aquí no es cliente: es lector. Además de vender y comprar libros, Alejandro López ofrece su lugar como biblioteca, cafetería y hasta como salón de exposiciones artísticas.
Además inventó un sistema sorprendente. Con apenas comprar un mínimo de 50 pesos, el lector se asocia automáticamente, lo que le permite Óentre otros beneficiosÓcambiar hasta cuatro veces el libro que adquirió, siempre y cuando conserve el estado. Entendió bien: usted puede comprar un texto pero leer cuatro. Otra curiosidad: a diferencia de las demás librerías comerciales, para ingresar a El Glyptodón no hace falta tener dinero. El dueño ofrece su salón de lectura y todos los libros a la vista de manera gratuita. Si no hay plata, uno lo puede leer igual. Y si tiene suerte, hasta puede tomarse un café mientras disfruta de las páginas antiquísimas.

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