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Tangos, arenas y silencios

por Revista Cítrica
02 de agosto de 2014

Benedicto De Bonis se sentaba y esperaba. Lo que pasaba en la mesa de al lado hacía el resto. Así nació el libro "Mil y una historias de café".

Me senté a tomar un café en El Ateneo y noté que...
 ...al hombre a mi lado le tiembla el pulso. Seguro tendrá que ver con que su mano soporta el peso de sus años. Pero sólo la muñeca vibra por su cuenta porque sus ojos están estáticos en el libro. Su concentración es absoluta. Si no supiera que el café cierra sus puertas todos los días juraría que está inmerso en el libro desde hace décadas.

Su aspecto es cuidado y su traje calza a la perfección en su menuda figura. No puedo imaginarlo vestido de otra manera que no sea de etiqueta. Creo que por eso tampoco puedo evitar pensar que hace años está allí con ese libro, aunque el polvo se hubiese acumulado sobre sus hombros y el sepia se hubiese apoderado de las páginas. El otro dato, no menor, es que una mujer de igual cantidad de otoños le hace compañía. Ella también guarda silencio porque comienza a sonar un agradable tango producto de una armónica y una guitarra, propias de los músicos del lugar. Me gustaría saber si este pequeño anciano de zapatos con hebilla está escuchando la melodía que acompañó su juventud o si sigue inmerso en el mundo de la Patagonia, que tan atrapado lo tiene.

A pesar de llegar con lo justo al piso, su compacta figura se ve firme en la silla. Personalidad le sobra porque bien podría apoyar el libro sobre la mesa e inclinar su cuerpo hacia él, pero es su postura erguida la que domina, con sus codos naufragando en el aire llevando la lectura directo a sus ojos. Su derecha vibra, su mirada no. Recordé el viejo lema de Mahoma y la montaña pensando en este caso que si el anciano no va a la Patagonia, que la Patagonia vaya al anciano.

Mientras su compañera pierde la mirada en la música de sus recuerdos, el pequeño hombre achica sus ojos para que la letra se agrande. La melodía me obliga a tararear las telarañas que teje el yuyal, en tanto los ojos cristalinos de la mujer madura me hacen dudar si todavía queda algo en su casa natal.

A mi derecha un grupo de orientales nos congela en el tiempo desde uno de los palcos; a mi izquierda el anciano baja el libro al terminar el tango. Es momento de conversar. El diálogo de la pareja es breve y para transmitir el mensaje ella debe hacerlo repetidas veces con un leve aumento de intensidad. Para él no tiene sentido forzar así el oído cuando puede entregarse a las hojas del libro que le hacen escuchar cómo el viento dobla los pastizales bajo un cielo gélido, gris y celeste, siempre con destino al sur. Paredón y después tarareo de inmediato, mientras suena la oportuna armónica.

Aquel hombre de cejas tupidas, duras y blancas transmite en su mirada cierta nobleza, cristalizada a través de sus ojos. El peso de sus cejas hace que su frente caiga un poco, mezclando la nobleza con algo de seriedad. El compacto anciano mira la hora; las agujas se sacuden más de lo debido. Pero más notorio es ver sus piernas bien abiertas como marcando las dos menos diez; no digo las diez y diez porque su pierna derecha es más corta que su izquierda desde mi ángulo de visión. Aunque su ritmo y su tiempo se asemejan más al de un reloj de arena. La sombra de su compañera proyectada en él me obligan a compararla con un reloj de sol.

A todo esto, hay un café delante suyo abandonado por la lectura. El hombre hace una pausa, que es más una dilatación del tiempo, al punto que creo oír la arena corriendo en su interior por su angosta cintura. En la escuela de Hogwarts hay un reloj cuya arena desciende de acuerdo a la calidad de la conversación; si esta es estimulante cae más lentamente. Como entre ellos no hay conversación cae a borbotones. Ahora sí el hombre toma un sorbo de café para digerir tan pesado efecto.

A pesar de haber pagado, algo los atornilla a la mesa. Pueden ser los tangos, puede ser la Patagonia, puede ser el aura de este teatro de lectura o simplemente que llegada cierta edad ya no hay apuro. Ellos dos ya vivieron el vértigo, las obligaciones, la forzosa dosificación del tiempo.

El tango sigue armonizando el ambiente y el ejemplar vuelve a abrirse. Ellos no necesitan decirse nada porque la música y el libro hacen de interlocutor. Son viajes interiores hacia el pasado que van revocando viejas hendiduras del alma. Cualquier otro hubiese descrito la presencia de dos cuerpos enfrentados en silencio. Yo entendí que entre ellos siempre hubo comunicación porque basta un cruce de miradas para saber que aquel viaje de tangos, imágenes y escritura los lleva por caminos tangentes. La arena dejó de caer y el aura de este teatro los mantuvo sentados, dialogando, sin siquiera decirse una palabra.

"... sentarse a tomar un café es también sentarse a observar una historia”

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