Sobrevivirá cada vez que un gurí se plante a mirar el sol

por Revista Cítrica
25 de febrero de 2014

Con esa hermosa frase, el presidente uruguayo José Mujica despidió al artista plástico Carlos Páez Vilaró.

Sólo nueve días antes de morir, el artista plástico Carlos Páez Vilaró había participado en el Desfile de Llamadas con la comparsa de negros y lubolos C 1080. En esa oportunidad, no sólo la comparsa obtuvo el primer premio, sino que además, por resolución de la Intendencia de Montevideo, el evento llevó su nombre. Páez Vilaró participaba en el desfile desde hacía 60 años, ya sea diseñando dibujos para la ropa de los lubolos, desfilando por Isla de Flores, realizando composiciones musicales o escribiendo libros sobre el género, como Mediomundo: un mundo de recuerdos y La Casa del Negro, entre otros. Carlos Páez Vilaró falleció de un infarto a los 90 años, en su casa-museo-taller Casapueblo, a la que había definido como una “escultura viviente”.

Páez Vilaró viajó a Buenos Aires de muy joven, inclinado por una marcada vocación artística. Se vinculó al medio de las artes gráficas como aprendiz de cajista de imprenta en Barracas y Avellaneda. Recordando estos años, dijo que su primer intento de trabajo “fue en la Argentina, en la Fabril Financiera, de Barracas, y en una fábrica de fósforos en Avellaneda. Yo era un muchacho lleno de ganas de viajar y de vivir, de sostener a mi familia, y como buen valiente me tiré a cruzar el río. Porque para los uruguayos el río es una tentación: queremos saber si lo que dice Gardel en sus tangos es verdad”. En la década del 40, ya interesado por el candombe, comenzó a decorar los tambores de las comparsas, en una época en la que la fiesta afrouruguaya no contaba con la popularidad que la caracteriza en la actualidad.

En el prólogo de su libro Las Llamadas, Páez Vilaró escribió: “Cuando por primera vez, en Montevideo, entré por la arcada del conventillo ?Mediomundo?, ignoraba que estaba iniciando un viaje al interior de la negritud. Un largo periplo que me llevaría hasta los sitios más perdidos y lejanos, a través de la lanza, el escudo y el dialecto. No precisé pasaporte para introducirme en su patio cubierto de ropas tendidas, claraboya de trapo de múltiples colores”.

El director de la comparsa C 1080, Waldemar Cachila Silva, dijo a la diaria que Páez Vilaró era “como su padre”. Consideró que fue un gran difusor de la cultura negra, que incluso llevó por distintas partes del mundo. “Carlitos es y será un grande toda la vida”, remató el director de esta comparsa, cuyo nombre proviene del número de puerta del conventillo Medio Mundo (la C significa Cuareim, calle sobre la que se accedía a él).

Páez Vilaró nunca abandonó su pasión por la cultura afro, que lo condujo a visitar buena parte de África; visitó Senegal, Congo, Liberia, Camerún y Nigeria. De hecho, fue en ese continente que trabajó como coguionista de la película documental Batouk, que evoca la historia de África, del colonialismo a la independencia, y que cerró el festival de Cannes en 1967. La película contaba con poemas de Aimé Césaire (Martinica) y Léopold Sédar Senghor (Senegal), dos nombres esenciales de la poesía afrofrancesa.

En 1972 vivió probablemente uno de los momentos más difíciles de su vida, cuando el avión en el que viajaba su hijo Carlos -junto a sus compañeros de un equipo de rugby-, se estrelló en la cordillera de los Andes. Como se ha recordado en variadas instancias, Páez Vilaró nunca dio por perdido a su hijo, y fue uno de los padres obstinados en continuar la búsqueda del avión desaparecido, aun cuando la búsqueda oficial por parte de las autoridades había sido clausurada. Finalmente su hijo fue uno de los 16 sobrevivientes, encontrados 72 días después del accidente.

Este martes Páez Vilaró fue velado en el Salón de los Pasos Perdidos y en la despedida el presidente Mujica nos dejó una frase preciosa: "va a sobrevivir en la gente cada vez que un gurí se plante a mirar el sol".

Débora Quiring

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