A quién podría ocurrírsele contar las taciturnas aventuras del secretario de Seguridad y del escuadrón de gendarmes pecheadores, en medio de la acongojada manifestación popular que se convocó espontáneamente para despedir al artista y al hombre, Gustavo Cerati. Es sabido, los medios de comunicación -incluido éste- parcelan la “realidad” según sus propios intereses. Que quince cuadras de cola, que las cincuenta personas por minuto, que caras emocionadas, que periodistas circunstanciados, pero nada se dijo del particular homenaje que brindó Sergio Berni, el teniente coronel y médico cirujano del ejército que supo ser la sombra de la montoniña Nilda Garré, al autor de Bocanada junto a sus queridos gendarmes paradores de pecho de automóviles en movimiento.
Pero dado lo desconcertante de la escena, silenciada a diestra y siniestra, es preciso relatarla. Hay quienes afirman, como algún pariente de Axel Kuschevatzkys, que Sergio Berni habría utilizado el neuralizador de Hombres de Negro con el que habría borrado la memoria de todos los testigos, justo antes de irse del velatorio del músico; otros, en cambio, más cercanos al vilmaripolismo, aseguran una conspiración universal donde los miles de fans, que se congregaron para despedirse de Gustavo Cerati, en su paso a la inmortalidad, no eran más que gendarmes infiltrados que iban y venían por Avenida de Mayo, dejando afuera al verdadero público. Lo cierto es que nada se ha dicho hasta ahora.
Fue en la madrugada del viernes, mientras el público empezaba a disminuir en la Legislatura porteña, que apareció por Avenida de Mayo un Renault 12 en contramano sin cubiertas y con Sergio Berni al volante. Vestido con el mameluco blanco impermeable que usó para combatir la nube tóxica de Retiro, y con una escafandra de buzo táctico del siglo XIX, manejando en posición fetal para entrar en la butaca, el secretario de Seguridad avanzaba junto a una treintena de gendarmes que explotaban por las ventanillas e iban a parar al techo del auto, de donde se tiraban en “palomita” al capot para luego rebotar aparatosamente hacia el baúl en el que continuaban con su frenética danza ceratiana, al son del hit Vuelta por el universo que salía de un radio grabador doble casetera Aiwa con parlantes desmontables.
De pronto, cuando la canción terminó, una lluvia de gendarmes con las caras pintadas, en estilo dark-hay que decirlo-, empezó a caer frente al Consejo Deliberante en un estado de éxtasis total, tanto como si hubiesen estado haciendo un operativo en la Panamericana, jibarizando a zurdos pelilargos con los dientes, en vivo y directo para TN. Pero nada igualó el comportamiento de los posesos militares al momento en que, apenas terminada la canción anterior, arrancó Un paseo inmoral, con su ritmo pegadizo. Entonces, como si fuera un ejército de cebollas haciendo una coreografía, un grupo de gendarmes con ojos delineados comenzaron a desnudarse por capas; primero tiraron la gorra, después revolearon el chaleco, acto seguido se sacaron la campera, sin dejar de mover sus pelvis hacia un lado y hacia otro, y finalmente atinaron a sacarse el cinturón con el arma reglamentaria, pero al silbido de Sergio Berni, desde adentro de su escafandra de buzo táctico, los gendarmes de pelo batido y borceguís con plataforma desistieron de su baile en el preciso instante en el que comenzaban a subirse la remera de forma provocativa; a la vez que otro grupo de gendarmes paradores de pecho de autos, todavía extasiado, se contoneaba haciendo “la lagartija” en el asfalto.
Sin embargo, la orden del jefe tenía como objetivo poner en marcha el siguiente paso en el Operativo Homenaje. “Hagan un puente, un adorable puente”, gritaba Berni detrás del vidrio de su escafandra de metal. Entonces, los gendarmes se hicieron bichos bolita y, como si fueran unos gremlins, pasaron rodando por entre las piernas de los patovicas que custodiaban la Legislatura porteña. El puente humano empezaba en la vereda y terminaba en la escalera que lleva al Hall de Honor. Como si estuvieran en medio del recital “Me verás volver”, los gendarmes hicieron crowd surfing, o también conocido “pasamanos”, con el Reneault 12 que en cuestión de segundos se encontraba en las escaleras, empujado por los militares que coreaban en tono marcial Cosas imposibles, y se estacionó entre el féretro y las coronas que homenajeaban al músico. Berni, entonces, apretó el botón de stop, se quitó la escafandra y, por unos segundos, se quedó viéndola.
Pensó, cómo fue que llegó ahí, él que vio nacer al kirchnerismo en el mismísimo momento en que el pingüino rompía el cascarón. Recordó aquellos tiempos en que ejercía la medicina en Rospentek, un pueblito austral de la provincia de Santa Cruz, y salía a correr en pantalones cortos y musculosa hasta la mina de Río Turbio con un walkman en la cintura, el cassette de Canción animal y cantando “Hombre al agua/voces que se agitan...”. Eran tiempos en que la juventud argentina se debatía entre los ricoteros y los soderos, pero a él, a Sergio Berni, jamás le gustó Patricio Rey porque, aunque no entendiera sus letras, era vox populi que sus canciones hacían apología a la droga. En cambio, de Soda Stereo tampoco captaba algunas de sus sutilizas pero al menos no eran unos drogones, algo afeminados, pero no drogones. Se acordó también del operativo relámpago en un desarmadero de San Justo que armó antes de ir al velatorio de su ídolo, despertando a jueces y comisarios para mitigar su pena, y que después se dijo que no podía faltar al último adiós. Pensó en llegar en helicóptero, pero sabía que se le iban a quejar y todo eso. Fue así que incautó la carcasa de un Renault 12 naranja, sin motor pero con llantas desnudas, y eligió una treintena de gendarmes a los que les indicó que le rompieran el piso para poder sacar los pies, de modo tal que lo impulsaran a tracción de sangre, es decir con Fuerza natural.
Cuando volvió en sí, el secretario de Seguridad vio a los gendarmes en posición firme en torno al auto y, como si estuviera pagando el peaje de autopista Buenos Aires-La Plata, Sergio Berni pasó la escafandra de buzo táctico por la ventana, la depositó sobre los restos del autor de Ahí vamos, le dedicó media lágrima que pareció querer salir de sus ojos, y le dijo: “Gracias por venir”.
Por Horacio Dall' Oglio