Conocimos el barrio del militante de la CTEP asesinado hace dos semanas en un intento de toma de tierra en La Matanza. El drama de no tener techo digno ni trabajo formal. De ser carnadas para el abuso y la explotación. La apatía del Estado y el accionar represivo de las fuerzas de seguridad. Y una comunidad que se estrecha la mano y busca sobrevivir.
A base de engaños y apremios emerge un “imperio” de cemento y ladrillo a la vista en el corazón del conurbano. Villa Celina, donde vivía Rodolfo Ronald Orellana, de 36 años, militante de la CTEP, asesinado la madrugada del jueves 22 de noviembre durante un intento de toma de terrenos en Puente 12 y Camino de Cintura, es tierra de asentamientos y casas de material de dos -y hasta tres- pisos que se construyeron durante los últimos años, dentro del furor del negocio inmobiliario de algunas pocas manos que se llenan los bolsillos.
Para lo único que se organiza la Policía es para venir y reprimir
Y principalmente se aprovechan de los vecinos y vecinas, quienes sufrieron en carne propia las consecuencias de las estafas: procesos judiciales, desalojos, coimas por parte de la Policía, amenazas y balas de plomo: como la que terminó con la vida de Rodolfo.
Un disparo que ingresó por el omóplato y salió por la nariz. Un caído entre los pastizales. No hubo "enfrentamiento entre los vecinos", "entre bolivianos y paraguayos", como quisieron instalar las fuerzas de seguridad. “Dijeron que le había disparado una policía rubia media mayor, que él cayó al escaparse y fue ahí cuando lo mataron. A la mujer policía después la vieron en la comisaría, vestida de civil, y otros policías la abrazaban, porque estaba asustada, y le daban agua y trataban de calmarla: ´Quedate tranquila, no pasó nada´”, cuenta Lía Mamani, la esposa de Ronald; mientras amamanta a su hija en su casa, sin saber qué hacer: “Era el sostén de mi familia”.
“Para lo único que se organiza la Policía es para venir y reprimir cuando la gente se agrupa y va en busca de un pedacito de tierra que le signifique una vivienda digna. Y te matan o te meten preso, ese es el mensaje”, asevera Diego Markus, compañero de Ronald en la CTEP y la OLP (Organización Libres del Pueblo). Diego nos acompaña en la recorrida por el barrio, donde viven hacinados y la mayoría trabaja 12 ó 14 horas por día sólo para pagar el alquiler. Algunos arriba de los 10 mil pesos, por habitaciones de dos por dos o cuatro por cuatro. Y para colmo el precio puede variar de un mes a otro: “Hay compañeros a quienes les aumentan el doble, si ven que les está yendo bien en los talleres”.
Según Diego, el 95% de los compañeros que viven en Villa Celina se dedica directa o indirectamente a la industria textil. Rodolfo, por ejemplo, trabajaba en una cooperativa, y cuando lo mataron, estaba culminando la confección de 6 mil guardapolvos para el inicio de clases del año próximo. “Desde la organización, coordinamos con aquellas familias que pudieron armarse un tallercito y tienen un lugar propio. Los ayudamos para que puedan ponerlo en condiciones, que logren tener servicios y máquinas conseguidas en la lucha”.
Beto lleva más de diez años viviendo en Argentina. Dice que vino de Bolivia escapando de la miseria con la idea de quedarse un año, y nunca más regresó. Tampoco quiere hacerlo. En su país hizo una licenciatura en Arquitectura, aunque es consciente de que esos pergaminos de poco le sirven acá. Considera que sería mucho más lindo un mundo sin fronteras, y sin discriminación. “Si vamos a hacer un reclamo a una comisaría, nos dicen:‘¿Por qué no se van a su país?’ ‘¿Qué hacen acá?’”.
Para tratar de subsistir, Beto hace remeras. “Sacamos productos propios. Somos una gran cantidad de gente que trabaja en conjunto”, explica orgulloso. Son las carteras que nos muestra Moises, otro de los trabajadores textiles de la zona; diseñadas y confeccionadas con retazos de jean que fueron donaros. Les encargan pedidos y ellos se encargan de la terminación y el corte. “Armamos como una microempresa para solventarnos. Si nos organizamos, es abismal la diferencia. Si ven que te moves solo, se aprovechan. Si salís a buscar trabajo afuera, te explotan”, aseguran indignados.
Si vamos a hacer un reclamo a una comisaría, nos dicen:‘¿Por qué no se van a su país?
En los talleres con patrón, por más que cumplan jornadas de sol a sol en cuartos lúgubres, por más que amanezcan con la vista hecha pedazos y las manos doloridas de tanto coser; por más esfuerzo que hagan, no alcanza: los productores se abusan de la necesidad de los y las laburantes y les pagan una miseria por prenda. “Eligen a quien darle el trabajo. Acá que buscamos es romper un poco con esa cadena de producción, organizándonos por grupos: algunos que se dediquen a comprar los rollos de tela, otros a trabajar con la costura, el corte, los bordados y estampados”, detalla Diego.
Y la realidad es que en Celina, al igual que en otros puntos del conurbano, sobran manos pero falta en qué ocuparlas. “Nos criamos trabajando. Tenemos esa mentalidad. Otra no nos queda”, cree Moises. Entonces, al menos, lo que hacen los vecinos y vecinas es cooperar entre sí. Con el que vive en frente, al lado, arriba y abajo. Reparten su tiempo en los proyectos comunitarios que llevan adelante en el barrio. En grupos de hasta ocho personas, en palanganas inmensas, amasan kilos y kilos de pan y empanadas con queso que venden en las veredas, sin ser un “estorbo” para las verdulerías, kioscos y almacenes improvisados, que les ceden el espacio. También hacen artesanías, trabajos de carpintería, y por supuesto: ropa.
En cada cuadra, se desnuda la desidia del Estado. Prima su ausencia. Al no haber red de gas natural, las garrafas se multiplican por cantidad, por más costoso que resulte llenarlas. Tampoco hay luz, ni agua potable: la gente se ve obligada a hervir el agua porque sale muy turbia. Entre todos tuvieron que poner una alarma comunitaria para evitar más pérdidas: las condiciones insalubres de trabajo que hay en los talleres de indumentaria, mataron hace poco a una chica de tan solo 22 años, por una afección respiratoria. Otra familia destruida, entre otras cosas, por la falta de políticas públicas estructurales en las zonas marginales.
Una pintada en una esquina, pregunta: ¿Quién mató a Rodolfo Orellana?
En una mesa, entre coronas de flores y velas consumidas durante días por la vigilia, hay fotos de Rodolfo. Lía tiene la mirada perdida. Hoy sólo le queda el recuerdo de su marido. “Era muy atento, en especial con los chicos, cuando los iba a buscar a la escuela”. Quiere velarlo y enterrarlo, para que su hijo mayor pueda ir a visitarlo. Ambos tenían una conexión especial: iban a las marchas juntos y llevaban la bandera delante de todos. "Me dice que va a seguir yendo con el chaleco de su papá”.
Esa madrugada del 22 de noviembre, cuando sonó la alarma, Rodolfo Orellana salió disparado de la cama: entre los vecinos, se hizo correr la voz de que iba a haber una toma de terrenos en Puente 12 y Camino de Cintura. Su esposa Lía, algo dormida, abrió los ojos y alcanzó a ver que Ronald ya estaba listo con su gorrito y su mochila. Pensó que sería peligroso, con mucha gente yendo de otros lados. Salió detrás de él, pero era demasiado tarde. “Al rato me llamaron: a Ronald le había disparado la Policía”.
Al rato de que salió me llamaron: 'A Ronald le había disparado la Policía'
Nunca más volvió a ver a su marido. De hecho hasta el día de hoy, Lía espera en su casa de Villa Celina, ahí sentada, con su hija en brazos y la mirada perdida en el horizonte sin saber qué hacer. Más allá del dolor, nos recibe con unos mates. Sueña con que se haga justicia. Sueña con que alguien entre por esa puerta y le dé la noticia: no ve la hora que le entreguen el cuerpo de su compañero.
“Colaboración”, dice una pequeña caja de cartón para los que pasan a dejar el pésame. Lía agradece que vengan de otras organizaciones y ayuden con lo que haga falta. Porque después de todo, fueron los compañeros y compañeras que se toparon con balazos de goma –y también de plomo-; quienes asistieron a Ronald al momento del fusilamiento.
“No hubo enfrentamiento, hubo represión”
Mirian Calizaya es una de los cuatro detenidos que se llevó la fuerza de seguridad ese 22 de noviembre en el predio que da a la autopista Ricchieri. Asegura que “en ningún momento hubo pelea entre nosotros. Ellos fueron los que dispararon, y con todo el odio del mundo. Nos trataron como animales”, denuncia. Les llevaron a San Justo, y después de vuelta a la comisaría 3, en Ciudad Evita. Arriba del patrullero, Mirian escuchó decir a los policías que no había ningún herido. Pero sí, había un muerto. No hicieron nada para salvar a Rodolfo. Recuerda que los compañeros llamaron una ambulancia pero nunca llegó. Y a ellos les acusaron de usurpación.
En ningún momento hubo pelea entre nosotros. Ellos fueron los que dispararon.
Hace poco, Mirian quedó libre. Habrán extrañado su presencia los más de 300 pibes y pibas que, desde enero del año pasado asisten diariamente al comedor “Sol y Tierra”, en busca de un almuerzo y una merienda que sacie el alma. A Mirian la tuvieron cinco días tras las rejas, incomunicada, sin comer ni ver a su hija, de tan solo dos meses. Le prohibieron alimentarla. Le privaron todo tipo de derechos.
“Fue una pesadilla”, sostiene. Teresa, mamá de Mirian, fue la encargada de llevar a su nieta de emergencia al hospital Garrahan, por un cuadro de deshidratación. “Lloraba todas las noches, no quería tomar leche de la mamadera”, se angustia. Hoy, la agarran fuerte y arropan con una frazada rosa bebé. Bendicen el hecho de tenerla sana y a salvo.
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