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"Me di cuenta de que no debía tener vergüenza de ser quechua"

Kusi Killa nació y vivió en el campo boliviano. Recién cuando empezó a transitar las grandes ciudades conoció la discriminación y el racismo. Es migrante y eso le da orgullo, hoy enseña su idioma originario para mantener la cultura viva.

Yo nací y viví en el campo, en vinculación directa con la naturaleza, pero al establecerme en ciudades como La Paz, Sucre y San Salvador de Jujuy descubrí lo que era sufrir discriminaciones y necesidades.  De todas formas doy gracias a la vida. Primero por haber nacido en Bolivia, y después por haber venido a vivir a Argentina, porque así aprendí un montón de cosas. A la gente joven le digo que no sufran por lo que no tienen o por lo que padecen, porque todo eso les enseña a crecer, a madurar.

Es tan importante reconocerse cada uno, saber quién es y tener un objetivo en la vida, porque si no, nos la pasamos deambulando sin rumbo. En mi caso aprendí que el idioma original es muy importante porque encierra todo lo que somos, al igual que la danza o la medicina ancestral. Son aspectos que se ponen en riesgo cuando crecemos con otras formas de vida y vamos a vivir a grandes ciudades en donde predomina el pensamiento occidental. Ahí, a los niños no les enseñan su verdadera cultura. Por eso luego no saben valorarla.

Pensar en estas cosas me hace sentir bien, porque después de haber vivido acá más de 50 años, ya me siento hija adoptiva de San Salvador de Jujuy. Sí, soy inmigrante, pero no vine nomás a dormir o a comer o a sobrevivir. 

He venido a compartir lo poco que sé. Enseñar quechua es mi aporte y lo seguiré haciendo hasta la hora de mi muerte. Mi idioma querido nunca se va a perder de mi mente. Aunque esté caminando ya renga, lo voy a seguir hablando y enseñando.

 

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Estoy convencida de que la gente que emigra tiene que ser respetuosa del lugar al que va y de la gente. Y viceversa. Cómo quisiera que los migrantes no se sintieran mal en ningún país. Aprender esto no fue fácil. Me llevó un largo camino.

Para empezar, hay que aclarar que Kusi Killa, mi nombre quechua, quiere decir Luna Alegre, aunque mi nombre de registro es Concepción Catunta Castro. Nací el 8 de diciembre de 1949 en Potosí, Bolivia. No conocí a mi padre y mi mamá, Catalina Condorí de Quispe, me entregó a la abuela Mercedes cuando se enfermó. Luego murió. Yo todavía era muy chica.

Me crié allá hasta los diez años porque, cuando falleció mi abuela, mi tía Salomé, hermana de mi mamá, se hizo cargo de mí y me llevó a La Paz. Era la única familia que me quedaba porque de mi papá no sé nada hasta el día de hoy. Así pasé del campo a la ciudad. Había crecido criando a mis ovejas, sembrando, por eso conozco mucho del campo. De eso estoy orgullosa.

Yo tengo cara de kolla, hablo quechua, mis pensamientos son quechuas. Y me molestaban por todo eso.

Ya en La Paz, mi tía me dejó internada en el colegio del Sagrado Corazón de Jesús y María. Luego me pasó a otro en Sucre, el colegio de la Inmaculada Concepción de María. Sufrí mucho los cambios de ciudad, de gente, aunque algo bueno es que en esos colegios aprendí el castellano porque yo hablaba quechua desde que nací.

Las monjas eran muy estrictas, sólo nos dejaban salir los fines de semana a mendigar a los mercados para conseguir mercadería que ellas usaban durante la semana. Más tarde, como mi tía había emigrado a Argentina, a San Salvador de Jujuy, me trajo con ella. Yo ya tenía 17 años. Padecí mucho porque vine obligada, a la fuerza. Recuerdo que yo vestía de otra manera, con polleritas, con todas mis ropas de allá, pero para cruzar la frontera me cambiaron de vestimenta para que no me miraran mal.

Llegué directamente al colegio Hogar de la Joven, en donde me internó mi tía. El cambio fue muy fuerte. La discriminación, también. Yo tengo cara de kolla, hablo quechua, mis pensamientos son quechuas. Y me molestaban por todo eso.

La única que me defendía era una monja que me quería porque yo era muy activa, pero mis compañeras me discriminaban porque no podía hablar bien el castellano. Lloré mucho durante un año, pero después me acostumbré. Como mi tía desapareció después de internarme, yo tenía que solventarme sola por el hecho de que en el internado la mayoría de las chicas tenían familia, pero a mí nadie me visitaba ni nada. 
Para sobrevivir, me ofrecía a lavar y colaboraba con las monjas en todo lo que podía.

 

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Yo quería estudiar la secundaria, pero no podía porque me faltaban cosas y no podía comprarlas. Las monjas me querían ayudar, pero no me gustaba pedirles, entonces mejor me puse a estudiar todo lo que era práctico, como cocina, repostería y costura.

A los 21 años me pusieron como cocinera de las monjas y luego me pasaron al hogar de las jóvenes, también para cocinarles, pero en esa época hubo cambios porque el gobierno construyó chalets para las estudiantes. Unas eran huérfanas y otras estaban presas o tenían mala conducta. Las monjas me dijeron de trabajar ahí para enseñarles cosas a las chicas.

Estoy convencida de que la gente que emigra tiene que ser respetuosa del lugar al que va y de la gente. Y viceversa.

Así fue que, cuando inauguraron los chalets, pasé a ser preceptora para las menores de 12 a 18 años. Me tocó un grupo de 14 chicas. Les enseñaba a lavar, a portarse bien. Las educaba, las llevaba de picnic. Les tomé confianza como si fueran mis hijas y, bueno, yo tenía otra forma de tratarlas, un carácter diferente al de las demás celadoras. Les tenía más cariño porque yo había sufrido mucho en Bolivia y no quería que ellas pasaran por lo mismo.

 

Fueron años en los que trabajé mucho y siempre me sentí discriminada pero después, con el tiempo, me di cuenta de que en realidad yo era la que más me discriminaba porque no tenía una identidad. Las monjas me decían que también me convirtiera en monja, pero el corazón no me llamaba para eso. En esas andaba cuando conocí a un señor que era hijo de franceses, que había vivido tres años en Bolivia y había aprendido quechua. 

Fui a verlo y le dije: "yo sé quechua, pero quiero seguir estudiando y recordando porque hace años que no hablo con nadie porque aquí es un desprecio hablar nuestro idioma". Pero él me respondió: "usted es mi profesora, usted es la que me va a enseñar, usted es una quechua pura". 

Así empezamos a vernos dos veces por semana. Yo le enseñaba fonética y él me enseñaba gramática.
Después comenzamos a ir a la Universidad de Jujuy a enseñar quechua. Un día también me pidió ir a la radio. Por mi timidez, le decía que lo iba a hacer quedar mal, pero al final me animé a ir sola. Luego del primer programa me empezaron a llamar por teléfono, a felicitarme. Me di cuenta de que yo no debía tener vergüenza de ser quechua. Y seguí enseñando quechua por radio durante 15 años. 
Así encontré mi identidad.


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También empecé a vincularme más con los hermanos de San Salvador de Jujuy. Nos juntábamos dos veces al mes y formamos un grupo en el que la mayoría éramos quechuas que teníamos interés en conservar nuestra cultura, nuestras ceremonias.
Acá ya estaba Edilberto Soto De la Cruz, mi compañero de vida y de trabajo cultural. Su nombre quechua es Wanka Willka y significa Piedra de Lugar Sagrado.
Él venía de Perú y habla muy bien quechua puro, no como el que hablo yo, que tiene mezcla con aymara. Cuando vimos que era un pensador, que había estudiado Letras, le dijimos que se quedara, que nos ayudara a dar clases.

 Yo estaba soltera, porque en el Hogar de la Joven no había tenido novio ni nada. Estaba dedicada completamente a las niñas porque quería darles un buen ejemplo. Cuando conocí a Edilberto ya tenía 40 años. Después quise tener hijos, pero por la edad ya no podía. 

Con Edilberto me dediqué completamente a mi cultura y logramos ponerle personería jurídica al Instituto Qheshwa Jujuymanta, la organización con la que damos talleres de quechua y organizamos la Biblioteca Popular Aborigen “Rumi Ñawi” sobre cultura andina. 

 


Con los ahorros de tantos años de trabajo ya había comprado un terreno en Alto Comedero en el que edificamos una casita. La gente empezó a venir y empezamos a dar talleres de quechua para niños. El segundo piso está completamente dedicado a honrar la cultura andina que los dos amamos.
Ahora yo sigo dando clases de quechua y Wanka es escritor. Trabaja en el diccionario quechua y escribe todas las experiencias que hemos tenido en todos estos años de clases. Él ha traído su sabiduría que ha hecho tanto bien. Hemos ido a enseñar quechua, a hablar sobre nuestro idioma, a Tilcara y Humahuaca. Ya nos han llamado de Salta también para enseñar en profesorados, bachilleratos y primarias. También continúo enseñando en la tecnicatura de Jujuy y, aunque ya soy jubilada, me siguen llamando para dar clases particulares. 

El trabajo en el Instituto Qheshwa Jujuymanta está un poco parado por la pandemia, pero de todas maneras seguimos enseñando quechua, la pachamama, damos clases de cocina, mostramos cómo hacer los tamales, cómo se prepara la variedad de picantes andinos... lo más importante es que enseñamos nuestra cosmovisión, nuestra identidad cultural.

Todos los que quieran participar son bienvenidos. Acá siempre hay un pedacito de corazón para compartir.
Ama qhella = Prohibido ser ocioso, vagabundo.
Ama llulla = Prohibido ser mentiroso.
Ama suwa = Prohibido ser ladrón.
Kay pachapi Tata Inti kanch’arichun tukuyninchejpaj = En este espacio-tiempo, el Padre Sol alumbre para todos.

Este artículo fue elaborado por La Comisión Argentina para Refugiados y Migrantes (CAREF en el marco del Proyecto de Cerrando Brechas II: Desnaturalizando violencias ocultas para erradicar la violencia de género promoviendo la igualdad, que recibe el apoyo financiero de la Unión Europea.