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El alimento del futuro

por Pablo Ramos
02 de abril de 2019

Un cuento de Pablo Ramos sobre la guerra de Malvinas con ilustraciones originales de Omar Martini.

El primero de Mayo de 1982, un día antes de cumplirse un mes de haber empezado la guerra de Malvinas, en mi casa se festejó el día del trabajador como se hacía todos los años, con asado, con vino pero, como durante todo el período de la última dictadura militar, sin la marcha peronista ni la mayoría de los amigos del sindicato. Antes de comer papá pidió un minuto de silencio por los trabajadores del mundo. Y mamá propuso una oración por los chicos del barrio que teníamos en la guerra, así dijo mamá “los chicos que tenemos en la guerra”, como si fueran sus hijos, como si fueran nuestros hermanos. En realidad, de los cuatro chicos del barrio que habían ido a la guerra sólo uno de ellos era de nuestra cuadra, de la barra de los pibes más grandes. Se llamaba igual que yo, Gabriel, y le decían como hoy me dicen a mí, el Gaby. A mí en esa época me decían Gavilán. 

Como dije, papá estaba mal por la guerra. Decía que por dos razones; una, porque la consideraba inútil, aunque creo que alguna vez dijo que al menos era justa. Y otra, porque de “salirles bien”, a los milicos no los iba a sacar nadie de la rosada. Pero yo, y mi hermano, y casi todos mis amigos, estábamos contentos. Los ingleses eran una porquería que se creían los dueños del mundo y hacerles la guerra, pensábamos, estaba bien.

La guerra para nosotros era como en las películas. Y en las películas siempre ganaban los débiles o los menos dotados. Y para nosotros ésa era otra película. Sucedía lejos y no suponía, al menos eso era lo que flotaba en el aire, un riesgo mayor que el de ganar o perder unas islas que un año atrás ni siquiera sabíamos que existían. Supongo que, al menos en un principio, mis amigos y yo vivimos las noticias de esa guerra, lejana pero con bandera celeste y blanca, como un mundial de fútbol. Le dimos a uno, nos dieron a dos. Vamos empatando, los definimos con la aviación porque los aviones Pucará son los mejores del mundo. Y cosas por el estilo. Cosas de las cuales sabíamos poco y nada. Tal vez hablábamos así porque las personas mayores hablaban así, y salían y gritaban como en el mundial 78: Argentina-Argentina, Argentina-Argentina, y salían con banderas y se saludaban, se sentían unidos, y todos los que yo conocía se querían anotar como voluntarios. Mi hermano Alejandro a la cabeza, y yo también, aunque en el fondo rogaba que esa oportunidad no se presentase nunca.

La guerra para nosotros era como en las películas. Y en las películas siempre ganaban los débiles o los menos dotados.

Para ese entonces hacía mucho tiempo que mis amigos y yo no nos reuníamos en la esquina de la infancia. Tal vez más de cuatro años, desde que la mayoría había empezado la secundaria o algún trabajo, bastante después del cierre del taller de papá. Pero esa vez casi sin darnos cuenta, fuimos llegando a la esquina de Armando, de a poco, como antes, como cada vez que en los buenos tiempos nos encontramos frente a una encrucijada. Ahora teníamos entre quince y diecisiete años, y alguno que otro faltaba. Mariza, por ejemplo, estaba en Bariloche, lugar al cual más tarde se iba a ir a vivir. No estaba de viaje de egresados, no, estaba en una comisión de alumnos notables que habían ido a estudiar el hábitat del zorro gris argentino. Esto le estaba contando yo a el Rata, mientras compartíamos una coca de litro, cuando llegó Percha.

-Y por qué no se fue al cruce Varela, si ahí está lleno de zorros grises -dijo y se largó una carcajada. El Rata y yo nos reímos también. Es que nosotros siempre le decíamos zorro gris al inspector de tránsito, porque el uniforme era gris y se escondía detrás de los árboles para hacerle la boleta a nuestros padres.

Llegó mi hermano Alejandro y le dimos lo último de la coca. Enseguida llegó el Chino y dijo que no tenía tiempo para reuniones porque tenía que ensayar con la guitarra para la prenda “Yo sé” del programa Feliz Domingo.

-¿Si no tenés tiempo para qué viniste? -le dijo Alejandro.

-Vine para decirles que no tengo tiempo.

-Bueno, chau -dijo el Rata, pero el Chino no se movió.

-¿Qué vas a tocar? -pregunté.

-Zorba el griego -dijo el Chino y el Rata y Percha se empezaron a matar de la risa.

-¿De qué se ríen infradotados?

-De esa canción... el griego que te la zorba ¿cómo es? -y meta matarse de risa, pero yo me calenté.

-No ven que son unos ignorantes? -dije- Parece que todavía tuvieran diez años, loco. Zorba es el nombre del griego y es una película y la canción hay que tocarla a los pedos y para tocarla hay que ser un genio como el Chino y no unos ignorantes mira fútbol como ustedes, ¿entendieron?

El Rata se calentó un poco.

-Che, qué te la agarrás con el fulbol.

-Se dice Fútbol, Rata

-¿Y qué el chino no mira fúlbol?

-No, miro básquet. Bueno, miro fútbol también, pero fulbol no miro.

Y ahí se quedaron todos callados, porque el básquet es un deporte distinto, como más fino, no sé. O eso habrán pensado ellos, aunque a decir verdad, yo pensaba que es más fácil jugar a la pelota con la mano que con el pie. Aún lo creo, aunque no practico ningún deporte.

El Chino se fue a practicar a la casa y nos pusimos a hablar de la guerra.

-Che, me dijo el Jaro que le dijo el hermano que le dijo un amigo que tiene un hermano que estamos haciendo un túnel desde Quilmes hasta las Malvinas -dijo el Rata.

-¿Y quién lo está haciendo? -pregunté

-Los voluntarios, son un ejemplo -dijo el Rata.

-Un ejemplo de estupidez -le contestó Percha-, eso sos vos. ¿Cómo van a hacer un túnel tan largo? ¿Te falla la cabeza? Ni Perón hizo una obra tan grande.

-A vos lo único que te interesa es Perón, Percha -le dije un poco molesto.

-El Gaby tiene dos años más que yo y está en el General Belgrano -dijo Alejandro-. A mí los voluntarios me parecen un ejemplo, el Rata tiene razón, bueno, al menos en eso.

-Pero si el Gaby no es voluntario, lo mandaron porque le tocó marina, y ese barco no va a entrar en la guerra porque es un buque escuela -dijo Percha.

-¿Y vos cómo sabés? -le preguntó Alejandro.

-Se lo dijo un milico a mi viejo, ni ellos creen que esta guerra pueda durar más de tres meses.
Siempre que Percha decía algo nos dejaba pensando a todos y generalmente no le podíamos responder.

-Si viene el principito se lo mandamos a la reina envuelto en una bandera argentina -se envalentonó El Rata, pero no causó risa sino un poco más del pesar que había causado, indirectamente, mi hermano Alejandro.

Para ese entonces hacía mucho tiempo que mis amigos y yo no nos reuníamos en la esquina de la infancia.

¿Se sentía mal Alejandro por no estar en la guerra? ¿Si uno tenía la edad suficiente, y la guerra era una guerra justa, debía anotarse como voluntario?Pensé en esas cosas pero lejos de decir algo al respecto le contesté al Percha.

-Mirá, sea o no sea inglés, sea o no sea el principito, con el amor de una madre no se juega -dije- y la reina ésa es también una madre. Y lo peor para una madre es que le maten a un hijo.

-La reina es una imperialista, no es una madre, además, ¿vos que te pensabas, una guerra sin muertos?

-Bueno, con muertos, sí, pero con respeto. ¿Ustedes saben que las guerras tienen sus reglas también?

-Sí, matar antes de que te maten es la regla. Y después robarle todo al muerto: la casa, la mujer, las hijas, el dinero y los animales. Sos dueño de todo porque lo mataste -me contestó Percha con ese sarcasmo que siempre tenía.

-No es así -dijo Alejandro-, eso es inmoral, eso es salvajismo, la guerra es un conflicto de personas civilizadas, y tiene sus reglas.

-¿Y en la bomba atómica qué regla ves? La regla de que no quede ni el loro, ni los pibes chiquitos quedaron.

-Eso es otra cosa, pero si queda alguien se lo respeta, y al que muere se lo respeta también -dijo Alejandro.

-¿Ustedes sabían que un tripulante del avión que tiró la bomba en Hiroshima, vive acá en Azul?

-Callate Percha, ya sé, y lo trajo Perón.

-No, loco, posta, vive acá, se hizo monje, está re loco y no habla con nadie.

-Y bueno, se lo merece, mató cientos de miles de personas.

-¿Ustedes sabían que las personas aún hoy siguen muriendo en Hiroshima?

-No, acá el único que sabe las cosas sos vos.

-Eso es verdad -dijo Percha-, y el avión se llamaba Enola Gay.

El Percha sabía de verdad, eso era algo que nunca se le podía negar. Cuando éramos chicos eso me daba bronca pero él sabía. Yo había visto fotos de Hiroshima, y eran monstruosas. De golpe se me vinieron esas imágenes a la cabeza. Era como si hasta ese momento no hubiera relacionado “guerra” con bomba atómica o sencillamente guerra con muerte, con dolor, con tragedia. Todo eso me cayó de golpe en la cabeza gracias a las palabras de Percha. Inmediatamente me di cuenta de que no iba a ser voluntario en las Malvinas. 

En realidad, de los cuatro chicos del barrio que habían ido a la guerra sólo uno de ellos era de nuestra cuadra, de la barra de los pibes más grandes.

-Yo no quiero quedar todo quemado -dije.

-¿Y a vos qué bicho te picó? -me dijo Alejandro.

-Me picó que si bombardean el Viaducto los ingleses nos hacen mierda.

-¿No ves que no pueden bombardear el Viaducto? -me contestó Alejandro-, la guerra está dada allá, se gana o se pierde en las islas.

-¿Y a vos quién te garantiza eso? -dijo Percha-, ¿en qué libro leíste que los ingleses se queden con las ganas de algo? Para ellos es una cuestión de poder y si tienen que bombardear medio mundo lo hacen y listo.

-Yo ni loco me anoto de voluntario -dijo el Rata.

-Yo sé lo que estás pensando Alejandro -dije-, y yo no me voy a anotar de voluntario ni en ésta ni en ninguna otra guerra.

-Che, ¿y no sería mejor pedir las islas de buena onda? -dijo el Rata.

-Sí, y te las van a dar, con todo el pescado y el petróleo que tienen -contestó Percha con toda su sapiencia peronista.

-El mar de las Malvinas está lleno de plancton, el alimento del futuro -dije yo.

-¿Y eso cómo se come? -preguntó el Rata.

-No se come, no ves que es del futuro: se va a comer, Rata, sos tan ignorante que sos insoportable -dijo Alejandro pero el fastidio de su cara tenía más que ver con otra cosa que con las preguntas estúpidas a las que de hecho el Rata nos tenía acostumbrados.

 

De ahí en más todo se fue haciendo cada vez más delirante. La discusión se hizo cada vez más fanática, cada vez más futbolera. Caminé hasta la casa de Fonta, la abuela de Chino, y lo escuché tocar Zorba el Griego. Lo tocaba mejor que en el disco original. El Chino iba a ser el genio que saliera del barrio, eso yo lo sabía bien. Tenía un don para la guitarra. Yo lo sabía porque también había empezado a practicar guitarra. Hasta había sacado unos temas del flaco Spinetta, pero nunca se lo mostré al Chino porque me habría dado vergüenza. Escuché a mi amigo tocar y luego de un descanso empezó con Help. En la radio se habían prohibido los Beatles, pero los Beatles eran en mi barrio, para los pibes de mi barrio, quiero decir, tan importantes como Charly o el flaco Spinetta. Así que no me pereció tan mal.

Terminaba de dar la vuelta a la manzana cuando empezaba a oscurecer. Serían las siete de la tarde cuando llegó la noticia. Los ingleses habían disparado contra el General Belgrano, el buque en donde estaba El Gaby, el buque que se suponía no iba a entrar en la guerra.

Llegó la noticia quiere decir que todo el barrio se conmocionó y empezó a salir a la calle espontáneamente para terminar en una especie de procesión frente a la casa de la familia de nuestro amigo. De golpe la gente se juntaba en silencio y sin bandera sin cantar nada y con unas caras de algo que a mí me pareció en un principio sólo preocupación y que después entendí como preocupación y culpa. Alguien real, alguien a quien solíamos ver todos los días del año, flotaba ahora perdido, vivo o muerto, en el mar helado del sur. No era una noticia en el diario, no era un número anónimo y lejano, era “el Gaby”, el que me había puesto de titular en un partido contra Dock Sud. El que lloró cuando en el sorteo de la colimba le tocó la Marina, no por tener que hacer la conscripción, sino porque iba a tener que cortarse el pelo. El Gaby, hundido en un barco escuela, el Gaby lejos del Viaducto, del vino de la costa, de las tardes esquineras repletas de sol, de fútbol, de Aquellarre, Pescado Rabioso y Yes, que eran sus grupos preferidos.

 

Al otro día llegó la noticia de que estaba en la lista de sobrevivientes y había que ir a esperarlo a Bahía Blanca. Fue mi papá quien acompañó a la madre del Gaby hasta allá. Volaron en un avión Hércules, un avión a hélices tan pero tan grande que era capaz de llevar autos, camionetas y hasta tanques de guerra en su enorme panza de lata. Siempre, desde esa vez que acompañé a mi papá hasta el aeropuerto de San Fernando y vi el avión, lo comparé con el dibujo de la serpiente constrictora que se come un elefante entero y que yo había visto en el mejor de todos los libros del mundo: El Principito.

 

Llegaron el jueves 7 de Mayo y por más que los vecinos se habían agolpado en la puerta para recibirlo con todos los honores, el Gaby bajó del auto militar que lo había traído, irreconocible, como viejo, porque tenía una barba muy oscura en la cara de muerto y en vez de tener 19 años parecía tener muchos más que mi papá o que el papá de cualquiera.

-Está arrasado -le dijo papá a mamá, luego, en casa; y encima estos estúpidos lo tratan al pibe como si hubiese sido una víctima. Es un héroe de guerra. Los que lo mandaron a la guerra son unos asesinos y los Ingleses, ya lo sabemos, la peor de todas las basuras de esta tierra. Pero ese chico es un héroe.

-Pero dispararle a ese barco tiene que ser juzgado como un crimen de guerra, y entonces él pasaría a ser una víctima de crímenes contra la humanidad.

-Eso está bien, nena, pero sentime, no lo hace Héroe haber recibido dos torpedazos y sobrevivir 48 horas en el mar. Lo hace un héroe su comportamiento en esa emergencia. ¿Entendés nena? Está quemado en el 60 por ciento del cuerpo y tiene la espalda rota. Ya no va a caminar ni a tocar la guitarra ni nada de lo que le gustó toda la vida. Y eso, porque se metió una y otra vez, entre el fuego y los fierros al rojo, para rescatar a sus compañeros.

Eso fue lo que le dijo papá a mamá. Eso: la definición exacta de lo que es un héroe. Pero iba a ser el propio Gaby, una semana después, quien nos iba a dar la lección más perfecta que jamás me hayan dado.

Es que no más se recompuso decidió, por alguna razón que jamás le confesó a nadie, citar de tres en tres a todos los pibes de la cuadra. Los primeros en ir fuimos el Percha, el Chino y yo. El Chino con la guitarra porque el Gaby así lo había pedido. Nos acompañó papá pero una vez adentro, junto a la madre y tres tazas de chocolate, antes quiero decir de que lo viéramos al Gaby, se volvió para mi casa.

Pasaron unos minutos incómodos y tensos. Ninguno de los tres ni siquiera amagábamos a sorber el chocolate. Hasta que el Gaby apareció. Pelado, vendado a medias como una momia descuidada, en una silla de ruedas que alguna vez había estado pintada de blanco. Se acercó a la mesa y su madre le puso una taza de té con una bombilla.

Nosotros no dijimos nada, tan solo verlo y escucharlo sorber con dificultad fue suficiente para sentir el cuerpo dormido y paralizado. Yo hacía un esfuerzo para no llorar y mirando de reojo hacia el costado pude ver que mis amigos estaban igual que yo. Gaby le pidió al Chino, con la voz muy finita, que tocara algo y el Chino le tocó la tocó la canción de Zorba el Griego. Después le tocó Tristeza por un día, del guitarrista de Yes. El Gaby puso una cara como de emocionarse pero en realidad no dijo nada. Por fin volvió, pero no para decir algo revelador, sino para pedirle a la madre más galletitas. Percha aprovechó para decir algo.

 

-¿Comiste el alimento del futuro?

Gaby soltó un bufidito tipo risa, y dijo que no, con la cabeza, luego preguntó qué era eso.

-Plancton -dije yo- es por lo que los ingleses quieren las islas, porque es lo que se va a comer cuando no haya más comida.

-La comida del futuro es Pumper Nic, o los panchos de la cancha -dijo el Gaby, pero lo dijo serio, aunque a mí me pareció broma- no sean boludos, no miren televisión. O miren, pero no crean en lo que ven.

Y todo volvió al silencio, y yo, nosotros, quiero decir, sin entender para qué nos había llamado. Y sin siquiera tocar la merienda. El Gaby intentó agarrar una galletita, tres veces lo intentó, hasta que, al fin, muy aparatosamente y de manera desagradable, logró llevársela la boca.

-Las manos apenas me sirven -dijo-. Igual coma lo que coma, todo tiene gusto a tierra y pólvora, y huele a quemado. Todo huele a quemado acá ¿no es cierto?

 

Después de eso llamó la madre, ella vino y le inyectó algo en el brazo, una ampolla blanca con una jeringa chiquita. Nos quedamos un poco más y vimos cómo el Gaby se adormecía en la silla. Algo dijimos cada uno, algo tonto, y el Gaby intentó un risa cuando Percha dijo, casi al momento en que nos íbamos, que igualmente él, ni borracho, comería lo que comen las ballenas.

El Gaby murió cinco años después, en la misma casa donde nació y se crió, en la misma casa en que nos dio aquella lección casi sin palabras. Porque luego de eso, luego de que se lo contamos a todos los pibes de la barra, nadie habló jamás de ser voluntario en la guerra. Nadie habló ni siquiera de la guerra, ni de esa ni de ninguna otra, y festejamos cuando terminó, aunque la hubiésemos perdido. Siempre recuerdo aquella tarde como la única vez en la cual, tres chicos de mi barrio, dejamos enfriar un chocolate en la taza.