Una alegoría sobre un banquete para pocos, donde el sacrificio y la carne la ponemos siempre los mismos. El menú a la carta que presenta este Gobierno en estos 11 meses: un plan sistemático de destrucción de la nación y de nuestras vidas.
Comenzaron el banquete con una entrada livianita: chorizos caseros con carne de jubilados y jubiladas, morcillas hechas con la sangre fresca de un millón de niños y niñas que se van a dormir sin cenar, chinchulines, riñoncitos y corazones de trabajadores de la salud, además de lenguas de estudiantes universitarios al escabeche servidas en platitos para compartir y brochetas de integrantes de pueblos originarios caramelizados.
Claro que antes de iniciar el ritual antropofágico, el Hambreador Mayor, erguido en el centro de la mesa y vestido de riguroso traje negro y zapatillas deportivas, dijo unas palabras protocolares en agradecimiento a “la presencia de tantos Profetas del Hambre”; para luego extenderse en no pocos elogios a Tánatos, la muerte, por “haber proveído tan exquisitos platos”; finalizando con la promesa de seguir “en la senda de mayores sacrificios (ajenos) que auguran los más fastuosos banquetes”. Al término de sus palabras, todos los Profetas del Hambre ovacionaron al Hambreador Mayor, hasta que los aplausos menguaron y este por fin dijo, con un halo de falsa seriedad, la primera frase de su “evangelio”: “Bienaventurados los hambrientos porque jamás serán saciados” y todos, incluido el Hambreador Mayor, se rieron a carcajadas con gran regocijo.
Poco importa que el banquete haya ocurrido en una tarde invernal o en una noche estrellada de primavera. Así como el músico podía cantar "todas las mañanas me parecen solo una" (pero sin su melancólica espectralidad), para los Profetas del Hambre todos los días son uno, sin distinción entre vigilia y sueño, entre amanecer y atardecer, entre trabajo y descanso; tan extasiados de poder y de impunidad en el "viaje" que están, que desconocen todo tipo de límites, tan envalentonados en infligir la mayor cantidad de dolor y destrucción en el menor tiempo posible. Pero volvamos al banquete.
Cuando los mozos entramos al salón para servir el plato principal, con los carros en los que trasladábamos las parrillas portátiles repletas de brasas ardientes, los Profetas del Hambre cundieron en éxtasis, retorciéndose en alborozos y aplausos al sentir el aroma de los costillares asados de docentes universitarios, el vacío jugoso de no docentes y el pechito de científicos e investigadores hechos a la estaca, sazonados previamente con una salmuera de ajo, tomillo, laurel, sal, pimienta y mucho desprecio. Mientras servía la carne pude ver cómo brillaba en los ojos de estos Profetas del Hambre su principal mandamiento: “Vive para hambrear, hambrea para vivir”; tan parecidos pero a la vez tan diferentes a esos otros de su especie a los que alguna vez también serví una cena similar. Tal era la voracidad desmesurada de estos comensales, que los huesos de docentes y científicos eran “pelados” con devoción rapaz y si por descuido del parrillero o de otros mozos llegaba a sus mesas algún chorizo de jubilado o jubilada con el hilo del carnicero desregulador que los había atado, los Profetas del Hambre los chupaban con deleite hasta limpiarse la grasa de los dedos con los labios.
A diferencia de los antiguos profetas, estos ninguna Buena Nueva traen, ni obran milagros, ni echan a los mercaderes del templo (porque son ellos los mismísimos mercaderes), ni tienen misericordia, ni les importa el prójimo, ni reparten el pan como lo hizo el Nazareno, tan ocupados que están en robarles el alimento, tanto a “fieles” como a “herejes”, ni portan ningún mensaje de Amor, Paz o Justicia.
Por eso es que en su helado corazón, aunque demasiado humano, nada hay que se le parezca a la sangre; apenas un líquido viscoso verde dólar le recorre las venas, repleto de partículas microscópicas de odio, avaricia y egoísmo. Lo sé porque los conozco desde hace años, como ya dije, pero también porque en ese funesto banquete, cuando ya habían terminado el postre hecho de mousse de aeronáuticos y crema de leche de trabajadores de la cultura y nos disponíamos a servir las copas con champagne, cada uno pidió hacer un brindis por aquello que más le interesaba.
Así es como el Profeta de la Economía brindó por “los evasores fiscales, los fugadores seriales de divisas y los endeudadores pasados, presentes y futuros”; el Profeta de la Defensa por “las guerras por venir, con tal de defender las democracias liberales del mundo”; la Profeta de la Seguridad por “el castigo eterno a los herejes y la ampliación infinita del Estado Penal”; el Profeta de la Comunicación por “las mentiras y noticias falsas que distribuimos y seguiremos distribuyendo desde el aparato represivo digital, oficial y paraoficial, como si fuera merca gratuita”; el Profeta de la Educación por “el inmediato cierre de las universidades, la fuga de cerebros y el desguace total del sistema científico-tecnológico”; el Profeta de la Salud por “la pronta muerte de los enfermos, porque un paciente muerto es más barato que uno vivo”; hasta que finalmente el Hambreador Mayor pidió brindar “por todos los fieles estafados que creyeron que la ‘libertad’ que anunciamos era para ellos”, y nuevamente estallaron los aplausos y hurras junto con bombas de papel picado hechas con miles de contratos de empleados públicos que cayeron desde el techo en una lluvia interminable.
Satisfecho su apetito voraz, el salón pronto se tornó en un boliche con máquinas de humo y luces de colores moviéndose de forma alocada, al tiempo que los Profetas del Hambre, ebrios de tantas injusticias premeditadas, abandonaron sus lugares asignados y comenzaron a armar un “trencito” alrededor de la mesa y a bailar frenéticos. Poco importa ahora que nos hayan retenido los teléfonos para que no saquemos fotos porque, cuando me dispuse a retirar los últimos platos y cubiertos, en medio de máscaras, pitos y tonfas luminosas, y mientras pensaba en que ningún falso profeta podrá impedir que soñemos intensamente con una vida mejor, en que ningún tormento sobre nuestra carne podrá doblegarnos, alcancé a ver las primeras escenas explícitas de una orgía anarco-necro-capitalista.
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