Guardavida, un oficio de riesgo cambiante

por Martina Kaniuka
Fotos: Gerardo Luis García
23 de marzo de 2023

Con la emergencia climática y la avanzada inmobiliaria, la tarea habitual de salvatajes en el mar de quienes custodian las playas argentinas se ha complejizado. Crónica desde Claromecó, entre niños revoltosos, silbatos desesperados y construcciones que se roban los médanos.

Acomodar la lona en la arena en el lugar justo: a mitad de camino entre el arroyo de Dunamar y el Faro. Elegir una persona al azar, de entre las que amontona el viento, para cuidarla del mar. 

Opte por lo más sencillo: elija un niño de padres descuidados. Elija aquel que vea solo, caminando con la existencia de seis, siete años y la vivencia de diez. Elija al que vea desorientado, porque sus padres ejercen la paternidad, pero no de vacaciones. Elija quizá al que escuche repetir como un mantra el deseo de que lo miren y lo vean. Elija al que vaya pateando arena mojada, con la cabeza haciéndole sombra al suelo, preguntando por todo y a todos el por qué. Siga la silueta chiquita con el cuidado y la preocupación que los padres de la temporada olvidaron al bajar del micro, salvo para la foto. 

El mar está calmo y parece tarea sencilla. Las olas altas rompen lejos y el pequeño salta delante, cerca de los que eligen acostarse haciendo la plancha y dibujar la coreografía de los ángeles con los brazos. Atrás quedan las olas más altas para los que saben y se animan a nadar.

Ser guardavida implica, durante seis horas, centrar la atención no en una persona, sino en la totalidad que ocupe el radio delimitado como “zona de baño”.

Siga el gorrito azul. Salta las olas, sonríe. El mar, esa infinita palangana universal parece haber perdido el tapón y comienza a desbordarse sobre la costa, pero todo está bien. Los guardavidas han colocado esos banderines de color rojo y negro que en idioma universal significan “peligro”. 

Los padres del niño duermen la siesta. El agua sigue subiendo. Los guardavidas están inquietos. El silbato suena varias veces. El viento no acompaña. Tampoco las piedras que aparecieron bajo la arena escasa que temprano señalizaron los compañeros del turno mañana. 

El niño volvió al agua con el balde y el gorro azul. Está parado a la misma altura, pero el agua le acaricia el cuello. Sobre las olas el viento trae mariposas amarillas y blancas que poblaron la superficie. Corre con el balde en la mano. El silbato suena otra vez. Nadie aplaude, aunque ya no se ve. ¿Dónde está?

 

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Ser guardavida implica, durante seis horas, centrar la atención no en una persona, sino en la totalidad que ocupe el radio delimitado como “zona de baño”: ese lugar que establecen los compañeros del turno mañana cuando llegan a evaluar la playa. Reconocen el terreno y realizan la lectura de la proyección de la tabla de mareas, para ver cómo va a ir cambiando el dibujo que el mar le chante a la orilla. 

Se sumergen para ver si hay pozos, la profundidad, chequear las canaletas y las piedras que, comentan, por la falta de arena no dejan de aparecer en lugares donde antes no estaban. ¿Dónde está la arena? 

Se instalan en primera fila con los sunchos (salvavidas) que tienen que compartir, y el uniforme que la municipalidad les entrega tarde o en cuotas.

“Desaparecieron médanos enteros”, eso señalan con el índice, apuntando lugares donde ahora hay casas, carpas y pasarelas. Entonces tienen que señalizar la zona donde aparecen las piedras, hay residuos materiales o canales con jalones rojos (son los banderines de chapa que dicen “prohibido” o “peligro”), incluso en la zona náutica y recreativa, que por ser exclusiva para la bajada de motos, tablas, la pesca y las mascotas no deberían tener que jalonear o vigilar.

Así, en un fin de semana del mes de enero, cuando bajaron a la playa más de sesenta y cinco mil personas, ser guardavida en Claromecó es atender la zona de baño que cambia constantemente, jalonear, marcar los focos de peligro y, a medida en que desafía el mar, prevenir. Esa es su política: la de la prevención.

Por lo general, los peligros para el turista se dan cuando se bañan en zonas desconocidas donde no saben si hay piedras, canales o residuos materiales. También cuando no vigilan de cerca a los niños. A veces van a la “zona tranquila y donde no hay olas” y se están metiendo en un canal gigante que cuando el agua te pasa el pecho, “si no sabés nadar, se te va a complicar bastante salir”. 

Otro caso es el de los nadadores de pileta: “Se meten pensando que es lo mismo o que hay muy poquita diferencia y, generalmente, las primeras veces tienen complicaciones. El mar les deforma toda la técnica que tienen, o se cansan y no tienen la pared o andarivel para agarrarse y ahí surgen los problemas, también al no tener guías o límites se desorientan y nadan para cualquier lado. Siempre que hay guardavidas presentes, deberían preguntar o consultar sobre el estado del mar, comentarnos sus condiciones o conocimientos, y si no hay guardavidas presentes, no meterse más de la cintura; si total el mar se puede disfrutar igual y evitamos un mal momento en el agua”.

En un fin de semana de enero, cuando bajaron a la playa más de sesenta y cinco mil personas, ser guardavida en Claromecó es atender la zona de baño que cambia constantemente.  

Los guardavidas trabajan con zonas delineadas, porque históricamente en Claromecó, el viento –y el mar– es bravo y cambiante. “Hacemos mucho hincapié en la prevención, la idea es hacer los menos rescates posibles, que el turista disfrute su estadía en la playa y nosotros también. A veces por un rescate simple, un niño ya le tiene miedo al mar y no hay manera de hacerlo volver a que entre otra vez, porque quedan muy asustados. Siempre decimos que es mejor volvernos a casa con la malla seca”.

 

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El servicio dura solo 4 meses, con una guardia mínima de 11 a 17 horas. Son muy pocos guardavidas, lo que genera que no todos los puestos queden cubiertos y no se pueda brindar un buen servicio de seguridad sin redoblar la atención. Entonces el silbato se les instala como una extensión de la cara, siempre bien cerca de la boca. 

Dependiendo del día, se instalan en primera fila con los sunchos (salvavidas) que tienen que compartir, y el uniforme que la municipalidad les entrega tarde o en cuotas. Se preparan a arrancar la jornada con las sillas y los reparos y las sombrillas que han traído de sus casas, porque los elementos de playa se los proveen ellos o los paradores. También el baño de las chicas –que son siete, aunque el municipio no les entregó traje de baño– lo provee un parador. 

Y es que todos coinciden: no eligieron esta profesión mal paga, con un reconocimiento arbitrario de la antigüedad, que no admite el factor de riesgo, ni les brinda herramientas para el entrenamiento, por comodidad. Lo hicieron y lo hacen cada verano por amor al mar y la vocación de ayudar. Y por el amor a ese Claromecó que muchos tienen que dejar cuando termina la temporada, para irse a trabajar a Europa, hasta que reciban el aviso (que, comentan, no cumplen con la antelación de cuarenta días) para volver. 

“Trabajar en el mar es hermoso”, cuentan entrecortado, mientras sostienen la vista sobre la línea imaginaria que se dibujan separando la calma del estado de alerta. Es admirable verlos sortear las olas gigantes de atrás. Primero desdibujándose, perdiéndose de vista, camuflados con la corriente. Después braceando fuerte y rápido, cortando cada ola con una brazada como un cuchillo. 

A diferencia de lo que experimentan al nadar en una pileta, “en el mar no existen los límites y cuanto más atrás llegás, más tranquilo es”. “Nadar en el mar es la posibilidad de encontrarte con vos mismo, como si volaras con total libertad: podés hacer lo que quieras. Subir, bajar, ir de costado, saltar, ponerte al revés, es como la gravedad cero”.  

"Hacemos mucho hincapié en la prevención, la idea es hacer los menos rescates posibles, que el turista disfrute su estadía en la playa y nosotros también".

 

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Diego Chavarría es guardavida y autor del Manual del guardavida de mar: Técnicas, historia, consejos, métodos y estrategias de salvamento acuático aplicado al trabajo en playas de mar. Hace 32 años que Diego trabaja en las playas del mar argentino y compite nadando. 

“Nadar en el mar implica estar muy bien entrenado, en pileta primero, durante todo el año, para la temporada porque hay que nadar a contracorriente, con olas, con viento, tragando agua como tragamos todos los que nadamos en el mar. No hay dos días en los que el mar esté igual. La gente no se da cuenta, crece la marea y el viento determina con qué fuerza viene. Si es viento de costa, parece que está planchado: no hay olas, pero el viento empuja a chicos con barrenadores, kayak, tablas. Es el viento más peligroso”. 

El mismo viento que un primero de enero lo hizo subirse al kayak y salir en rescate de un turista que naufragó con su propia embarcación, sin consultar y por confiarse del mar supuestamente calmo. Estuvo más de una hora para poder sacarlo. “Siempre es necesario remarcar la comunicación con el turista”, insiste Diego, que actualmente trabaja en las playas de Las Toninas y por la erosión y las sudestadas debió mudarse de zona. El mar subió tanto que llegó hasta la costanera derribando casas, a un punto tan extremo que se encuentran construyendo una protección costera, un rompeolas, que abarcará 1620 metros de costa en esa localidad. 

De Claromecó recuerda una ola muy grande, muy fuerte bien atrás, pareja y alta, que lo sorprendió después de una sudestada y con el mar planchado. Tuvo que nadar más de quinientos metros en paralelo, aun con su entrenamiento, para poder sortearla y le costó muchísimo, por lo que reconoce que es indispensable un nivel de entrenamiento superior. 

Los peligros para el turista se dan cuando se bañan en zonas desconocidas donde no saben si hay piedras, canales o residuos materiales.

 

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Los guardavidas vigilan, pero no son policías. Sus brazos son las armas que usan para impedir que el mar se devore vidas. Así de dramático suena, así de dramático es, aunque no tengan contención psicológica. Por eso el silbato sonará, en días complicados, más seguido y cada vez durará más. Lo acompañarán gritos y algún reto dentro del agua si hace falta. 

El rescate es casi siempre lo que más les reconoce la gente y lo que más se les pega en la memoria, como el sol en la nuca, huella indeleble roja que esconden enroscándose la remera al cuello, una y otra vez. Para cuando termine la temporada será esa marca –como el brazo bronceado de los taxistas– y el recuerdo de los que salvaron o tuvieron que dejar ir, lo que los acompañará el resto del año, mientras vigilen las aguas quietas de piletas y gimnasios. “El que tuvo que tragar agua te lo reconoce”, comentarán con algún mate.

Todos los días identifican la zona de baño y la evalúan para que los niños puedan disfrutar el día, y se meten “a probarlas para ver si tira, y si mueve agua o arena para algún lado”. La mayoría de los rescates “son fuera de esta zona y se dan porque el mar te tira para los costados y terminan en el canal”. “Generalmente pasa porque el turista no quiere leer la cartelería que colocamos todos los días en referencia a la zona recreativa y náutica, porque no saben que ahí no trabajamos o se confía porque el mar se ve tranquilo”. 

Entonces suceden los rescates, “que siempre son los que más adrenalina tienen”, en “zonas que te quedan a no menos de 500 metros”. Deben salir corriendo “sin saber qué está pasando, hasta que llegás a pocos metros del lugar”. “A veces llegás y los turistas están haciendo cadena humana para sacar a las víctimas y otras veces llegás directo al rescate, porque no hay manera de que salgan por sus propios medios. Esta zona siempre nos queda lejos y no trabajamos directamente ahí, aunque miramos y hacemos patrullajes para prevenir estas cosas y, a la larga, terminan pasando los rescates que siempre son los de más complejidad”.

Se calcula que un 60% de las casas de Claromecó son la segunda residencia de habitantes de Tres Arroyos. 

Hay mucho mito y morbo playero en torno a su profesión. Casi nunca esos chismes que deja el viento cuentan la sensación de los manotazos y los gritos de algún niño o una señora mayor al que el mar succiona con fuerza, mientras tiran arañazos buscando ayuda. Eso lo guardarán en la mirada, lo compartirán entre ellos, con su familia, lo llevarán a su casa, lo acomodarán en su vida, como puedan, como sepan. 

Mientras tanto, seguirán eligiendo el mar; ese misterioso imán que desde chicos los eclipsó, muchas veces siguiendo una tradición familiar. Otras tantas en homenaje a la gesta de grandes figuras de Claromecó, como Alberto Borrelli, un nadador con potencial de medallero olímpico que prefirió el mar y salvar vidas en los balnearios de Nahuel Coi en Dunamar y Nahuel Epú. O simplemente el amor a ese mar que los ha visto crecer cada verano. Ese mismo que, dicen, ahora ven distinto. 

 

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Es increíble lo que avanza el mar día a día. Sudestada a sudestada gana terreno y la arena que se lleva no la vuelve a traer, sumado a la desaparición de médanos y las construcciones inmobiliarias. Y será que el cambio climático, apuntan, ha corrido las estaciones. Que las sudestadas tienen mayor intensidad. Que la sequía lleva ya casi tres años, y que falta la arena. Eso comprueban, cada vez que llegan a su lugar de trabajo. 

Las piedras que representan un peligro emergen por debajo de una arena que no está y su aparición, o la de cualquier objeto plantado dentro del mar (como escolleras o rompeolas, por ejemplo), hace que tengan que estar todavía más atentos, porque los bañistas pueden ser empujados contra ellas con las mareas, con riesgo de traumatismos y hasta ahogamiento si pierden pie y porque, dependiendo de cuan grandes sean las formaciones de piedra, se socavará la arena a su alrededor o se formarán corrientes paralelas.

Todo eso complejiza la hora de delimitar la zona de baño y ver los pozos y suma tareas adicionales a los guardavidas. Cambió el paisaje, hay menos médanos, más trabajo y más estrés, más construcciones en la playa y más casas que quieren adueñarse de la primera plana del mar. 

"A veces llegás y los turistas están haciendo cadena humana para sacar a las víctimas y otras veces llegás directo al rescate, porque no hay manera de que salgan por sus propios medios".

Guido Bacino es docente e investigador del Instituto de Geología de Costas y del Cuaternario de la Universidad Nacional de Mar del Plata y estudia dinámica costera. En los relevamientos que realizan desde su equipo de investigación surge que, por el cambio climático, en las costas boenaerenses están aumentando el nivel del mar y las ondas de tormenta (sudestadas) en frecuencia, intensidad y en duración. También la altura de las olas y su dirección. 

Aumenta la energía de ola y cambian los ciclos de sedimentación y de erosión: es decir, cómo se desgasta la costa y cómo se deposita el sedimento de lo desgastado. En general, se está viendo que en la zona predominan los procesos de erosión producidos por este cambio climático a raíz de un gran cambio atmosférico: un centro de alta presión semipermanente que se está movilizando hacia el sur, que hace cambiar la ola. Al cambiar los factores ambientales, geográficos y geológicos, se van adaptando sectores de erosión, se fragmentan la zona de humedales y van perdiendo territorio la flora y la fauna. A todo esto, se le suma el cambio ineludible que producen las intervenciones antrópicas: la mano del hombre. 

 

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Se calcula que un 60% de las casas de Claromecó son la segunda residencia de habitantes de Tres Arroyos. Así, mientras durante el año habitan la ciudad entre tres mil y cuatro mil personas, para enero, cerca de sesenta mil desembarcan en las playas con sus vehículos. 

Por el cambio climático, en las costas boenaerenses están aumentando el nivel del mar y las ondas de tormenta (sudestadas) en frecuencia, intensidad y en duración.

Néstor Zoquini es delegado municipal, encargado de la Gestión de Playas en Claromecó. Entre sus múltiples funciones, se encuentra la de acompañar el estudio de erosión que realiza cada tres meses un equipo de geólogos del CONICET, entre los que se encuentra Federico Islas. Ambos remarcan que los resultados indican la necesidad de cambiar culturalmente la costumbre de los turistas de bajar con los vehículos a la playa, más allá de la zona náutica. 

En temporada ingresan cerca de mil camionetas por día. Eso genera un peso que, a la larga, impermeabiliza la tosca, que no oxigena ni absorbe el agua. Así se imposibilita el desarrollo de especies que antes abundaban, como las almejas, las lagartijas de los médanos, las anémonas, los tucu tucu y las aguas vivas que emergían cuando llegaba el viento del norte. Sin embargo, cada vez que se plantea la posibilidad de asfaltar la costanera, construir playones, caminos internos o restringir el acceso a la playa, lo que más pesa es la comodidad.

¿Cómo repensar esta playa en la que el mar avanza y desaparece la arena, que vuelve como en un truco en forma de casas de tres pisos y piedras que hacen peligrar una tarde placentera de verano? ¿Cómo describir a este Claromecó lleno de camionetas, autos y vehículos que bajan sin control, llevándose puesto parte del ecosistema?

Algún vecino responderá desesperanzado y convencido que la Municipalidad, que el Estado, que el Gobierno no pueden meterse en lo privado y que quienes adquieren un pedazo de playa pueden construir como quieran, al igual que quienes quieren bajar por comodidad con los vehículos.

Otro algo más optimista dirá que otro Claromecó es posible y recordará que algún día habrá que entender que más que público y privado, el mar, la costa, sus animales, también son nuestra responsabilidad. Y es que, como el niño pequeño de gorro azul, Claromecó –y sus guardavidas– también merecen ser vistos con ojos amorosos y responsables que trasciendan la foto en vacaciones. 

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