El show de la NBA

por Revista Cítrica
22 de noviembre de 2014

La historia de los Pelicans de New Orleans. Un equipo dedicado a perder pero también a explotar con éxito todo el consumismo posible.

Por Iván Schuliaquer

Dos porristas se acercan a las cámaras y rodean a un militar. Agitan sus porras plateadas al lado de su cabeza. Sus movimientos aparecen en las cuatro pantallas ubicadas encima de la cancha. La voz del estadio anuncia el nombre del uniformado, cuenta que sirvió en Afganistán y pide aplausos para él. Llega una ovación desde la tribuna. El militar se ve feliz.
Enseguida, salen los jugadores a hacer su calentamiento. Diez minutos después, suena la chicharra y entran alumnos de escuelas militares. En sus manos, la bandera de Estados Unidos y la del Estado de Luisiana. El locutor anuncia el nombre del cantante que entonará el himno y pide que todos se pongan de pie y lleven su mano al corazón. Siete de cada diez siguen el consejo, pero ninguno canta: solo escuchan. Cuando termina, gritan eufóricos.
Con una enumeración rápida, presentan al equipo visitante. Después, se apagan las luces del estadio, suena música de película de acción y en las pantallas se ve a los jugadores locales, sobre un fondo de animación, atravesar fuegos, romper el piso del estadio y arrancar aros con tremendas volcadas. Un foco azul apunta a un cartel de Pepsi. Desde ahí, uno por uno, aparecen los deportistas en carne y hueso.
Los equipos se acercan al centro del campo para el comienzo del partido. Al mismo tiempo, desde una imagen grabada, uno de los jugadores dice: “Párense y hagan ruido”. El público obedece. La voz del estadio completa con un grito. Ahora sí terminaron los ritos que se repiten antes de cada partido. Ahora sí juegan los New Orleans Pelicans en la NBA.

Una empresa de básquet

En la NBA compiten 30 empresas, o franquicias, y no hay lugar para equipos nuevos, ni para ascensos y descensos. En ese marco, los dueños son los que definen en qué lugar del país juega su equipo. Entonces, para participar de la liga de básquet más importante del mundo, las ciudades dependen de la voluntad y el cálculo de grandes empresarios. New Orleans lo hizo por primera vez entre 1974 y 1979. Se terminó cuando los Jazz se mudaron a Utah en busca de mayores ganancias.
La ciudad volvió a la NBA en 2002. Fue después de que George Shinn, dueño de Charlotte Hornets, mudara su equipo. Enojado porque el estadio tenía poco espacio para público vip, exigió que Charlotte hiciera una renovación sin que él pusiera un dólar. Hubo un referéndum para tratar la cuestión y perdió. Para entonces, Shinn era despreciado después de una denuncia de violación en su contra y de decisiones deportivas que trajeron malos resultados. De esa derrota, nacieron los New Orleans Hornets.
Una década después, Tom Benson compró la franquicia por 338 millones de dólares y la transformó en la hermana menor de sus inversiones deportivas: la puso al lado de los Saints de New Orleans, el equipo de fútbol americano que ganó la liga en 2010. Para la temporada 2013-2014, en busca de un nombre más local, los Hornets se transformaron en los Pelicans.
Benson es un personaje clave en la ciudad: hay edificios con su nombre, es propietario de la filial local de Fox -por la que se ven los partidos de sus equipos- y tiene una fortuna calculada en más de 1.500 millones de dólares. Como dueño de esos equipos, es el empresario de los sueños deportivos de la gente de New Orleans. Sueños fundamentales en una ciudad maltratada y dividida en barrios blancos y negros: unos seguros, otros inseguros; unos ricos, otros pobres; unos de construcciones sólidas, otros de edificaciones precarias. La fortaleza de las viviendas es un tema fundamental por la vulnerabilidad ante los huracanes. Hace nueve años, New Orleans fue destrozada por Katrina, que dejó más de 1800 muertos y al 80% de su territorio inundado. Muchos perdieron sus casas y el 30% de la población nunca volvió.
En la actualidad New Orleans es, de nuevo, un atractivo centro turístico, vive un boom de la construcción y es uno de los pocos lugares de Estados Unidos donde se celebra la tradición. Sobre todo, a partir de la música y la comida. Sin embargo, la segregación aún es poderosa: es la segunda ciudad más desigual de Estados Unidos -la distancia entre ricos y pobres es mayor que en Bolivia y Brasil- y su tasa de homicidios la coloca entre las treinta ciudades más peligrosas del planeta.

En las malas y en las buenas
Como todos los campeonatos de todos los deportes, la NBA tiene equipos que son candidatos al título y equipos que no. Los Pelicans forman parte de ese segundo grupo, lejos de Miami Heat o del reciente campeón San Antonio Spurs. Así, cuando empieza la temporada, la aspiración de quienes lo siguen es, además de ver a los grandes jugadores de los equipos visitantes, ganar la mayor cantidad posible de partidos para estar entre los primeros 16 y jugar los play-offs. La final es imposible. Solo se piden esperanzas a escala. Los Pelicans, sin embargo, tardaron menos de veinte partidos, en un campeonato de ochenta, en evaporarlas: una serie de derrotas dejó claro que no pelearían por nada.
Entonces, para quienes los seguimos durante la temporada, no quedó más remedio que disfrutar partido a partido. En el camino, los Pelicans se dieron el gusto de ganarles a equipos grandes -Chicago, Miami, los Clippers, los Lakers-, aunque también perdieron varios partidos en los que llevaban más de 15 puntos de ventaja antes de entrar en el último cuarto.
La gran noticia fue, y seguirá siendo, el ala-pívot Anthony Davis. Aunque sus bigotes de púber y sus pantalones por encima del ombligo confundan, se transformó en la gran promesa de la NBA para los años que vienen: recién cumplió los 21, pero sus estadísticas lo colocan como uno de los cinco mejores jugadores del campeonato, a fuerza de tantos, rebotes y tapones.

La hinchada

Cerveza Miller anuncia, al empezar, las prohibiciones durante el partido: no se puede ingresar al campo de juego, no se puede insultar, no se puede agredir a compañeros de tribuna. Se advierte: quien lo haga pagará una multa, irá a la cárcel o las dos cosas. Bajo esa pauta, la gestión de la hinchada se basa en tres patas: las porristas, los empleados de McDonalds y la voz del estadio.
Las porristas de los Pelicans son 20. Son las agitadoras oficiales de la tribuna. Cada partido, tienen dos cambios de ropa. Primero, usan pollera blanca corta y un top-corpiño del mismo color. Después, se ponen una calza roja larga y un top-corpiño azul.
Cada vez que hay un corte -se pide minuto, cambia el cuarto- se ponen frente a la tribuna y hacen el mismo paso cada cinco segundos. Se mueven de un lado a otro en un ritmo de hip hop, frotan una porra con otra y levantan una con la derecha saludando a la tribuna. Cuando la pelota está en juego, las porristas tienen unas banquetas justo detrás de cada aro y siguen, de espaldas a la tribuna, cada movimiento de sus jugadores: mueven las porras al ritmo de los parlantes del estadio y cada vez que los Pelicans encestan trazan un arcoíris de izquierda a derecha.
La mayoría del estadio está en silencio, pero se escucha que desde un sector algunos gritan “Go, Pelicans, Go” o “Defense”. Es un canto que nunca se sostiene más de un minuto. Al mirar hacia ahí, se ve que otros agita-hinchadas están en acción: son jóvenes de entre 18 y 25 años, vestidos con pantalón y remera de McDonalds. En general, llevan consigo carteles. Por ejemplo, para gritar “Defense”, uno que dice “De” y otro que dice “Fense”. Primero levantan uno, después levantan otro. Los espectadores responden según les marcan, como si el estadio fuera un enorme estudio de televisión.
Los jóvenes de McDonalds, además, pasan por las tribunas, bailan enfrente de la gente, saludan a los niños de manera frenética y, cada tanto, piden que les choquen los cinco. Siempre están exaltados. Ellos son, también, los que entregan los globos largos que se usan detrás de los aros cada vez que el equipo visitante va a lanzar una falta. Cuando llega ese momento, las pantallas y los carteles dicen “Griten” o “Ruido”. Y la mayoría acompaña. En algunos partidos, los jóvenes tienen su momento de gloria: cuando los Pelicans llegan a 100 puntos, salen con un cartel que anuncia que al día siguiente habrá papas fritas gratis para todos en McDonalds. La ovación es enorme.
Para completar el armado de la hinchada de los Pelicans, están la voz del estadio y los sonidos que se envían desde los parlantes. Cuando el equipo ataca, muchas veces, la canción que suena dice “Clap, clap, clap your hands”, algo así como choquen, choquen, choquen sus manos, mientras en la pantalla aparecen Homero Simpson, personajes de Seinfeld, de Harry Potter, aplaudiendo. Además hay cantos de onomatopeyas que la tribuna también repite. El preferido es uno que dice “Heo, heo”.
La voz del estadio interviene en el partido: cada punto de los Pelicans lo festeja gritando fuerte el nombre de quien encesta. Cuando el visitante anota, dice el nombre del goleador en voz baja, y cuando ataca, les ponen música de película de terror.
El locutor, además, aprovecha el micrófono para burlarse de los rivales. Por ejemplo, cuando les ponen un tapón o cuando acumulan faltas y corren riesgo de ser expulsados. Así lo vivió la estrella de los Spurs, Tim Duncan, quien, a partir de la tercera falta y hasta que dejó la cancha por alcanzar el límite, tuvo que convivir con un “jajajaja” provisto por la voz del estadio mientras la tribuna se mofaba de él.

El show no para

Las derrotas de los Pelicans no eclipsan el altísimo nivel del juego, ni la vistosidad, calidad y destreza de los jugadores. Sin embargo, para los organizadores del evento, con el básquet no alcanza. Y cuentan con los millones de dólares de los auspiciantes y la reacción de las tribunas para convencerse de que así es.
El partido tiene 48 minutos netos de juego, pero su desarrollo tarda cerca de dos horas y media. Eso implica descansos y tiempos muertos. No obstante, en el estadio el espectáculo no tiene esos cortes. Minuto que se pide, minuto que se llena. Cada momento es aprovechado y, sobre todo, auspiciado.
Así, se suceden diferentes pruebas de las que participa el público. En una de ellas, paga por un restorán, dos parejas compiten para ver quién arma más rápido un sándwich de ostras: mientras uno espera acostado disfrazado de pan, el otro corre y lo rellena con tomate, lechuga, pepino y ostras de plástico antes de meterse en un traje de pan y correr para ser el primero en saltar sobre su compañero para cerrar el sándwich. En otra, financiada por una fundación anti-tabaco, niños juegan a colocar la mayor cantidad de corazones de plástico, que agarran con una pinza gigante, en tachos grandes.
Las contradicciones que flotan en el ambiente sobre el cuidado de la salud explotan ante los ojos. Ir al estadio significa también consumir ahí: cervezas y bebidas extra-large y, sobre todo, comida. En un Estado en que más de 35% de la población es obesa, la dieta de los espectadores siempre incluye diferentes carnes grasas en un mismo plato, junto con nachos y distintas salsas. Sin embargo, la pregunta del millón, a juzgar por el plato más popular en el estadio, es cuántas alas tienen los pollos en Estados Unidos. Fritas, y tapadas de kétchup y picante, vuelan mucho más que cuando estaban vivas. A la dieta, además de McDonald?s, se suma Lays, que cada partido regala a una fila entera del estadio paquetes de papas fritas.
Como el show es en continuado, no hay un momento indicado para ir al baño y conseguir alimento y bebida. Eso genera que, salvo por los últimos cinco minutos del partido, en el estadio de los Pelicans todo el tiempo haya tráfico de gente que va y viene. Tampoco el entretiempo es un buen momento para pararse porque ahí están los shows centrales. En la temporada que terminó, por él pasaron perros acróbatas, hombres acróbatas, hombres acróbatas con perros acróbatas, distintas bandas de jazz y bailarines. A eso se suman los shows de danza de las porristas, de un equipo de niños percusionistas y otro de baile “senior”, conformado por mujeres de más de 65 años que, como las porristas, se mueven con pasos sexys al ritmo del hip hop.
Y los concursos siguen. Una competencia entre dibujitos animados de animales, auspiciada por Chevron, para obtener descuentos en la entrada al zoológico. Un ping-pong de preguntas y respuestas sobre el cuerpo humano para ganarse un seguro médico. Una carrera de triciclos auspiciada por una gomería. Un juego de dados gigantes pago por un casino. Una prueba, financiada por un banco, en el que cada pelota que se emboca, según la distancia, da dinero. Cuando termina esta última, el que tiró puede sacar un sobre y jugar su suerte (triplicar, sumar algo, perder todo). En el partido en que los Pelicans vencieron al Miami Heat de Lebron James, el que sacó el sobre, se arrodilló, mostró un anillo y le pidió la mano a su novia. Desde la tribuna llegó un “Wouuuu” ensordecedor. Los jugadores, al lado, preparaban la estrategia para el último cuarto del mejor partido de los Pelicans en la temporada.
Sin embargo, el momento de gloria para los espectadores llega con las cámaras que apuntan a la tribuna. Está la menos movida, que es la “smile cam”, auspiciada por una clínica dental, en la que el enfocado solo debe sonreír, y otras más especiales como la “kiss cam”, en la que enfocan a parejas para que se besen, o la “muscle cam”, auspiciada por un gimnasio, en la que hay que mostrar los bíceps. También está la más popular: la “dance cam”, aquella que exige que el enfocado se ponga a bailar. En toda la temporada, ninguno se negó a moverse en sus cinco segundos de pantalla. El más aplaudido por la tribuna -que, aunque queden tres minutos de partido, se entusiasma con el concurso- gana 300 dólares.
El poder de las cámaras no termina ahí: durante el desarrollo del juego siempre se cuelan imágenes del público y, en general, la reacción es un saludo excitado mientras saltan sentados. No importa que esa cámara solo transmita para el estadio. Tampoco que, para el final de la temporada, la cancha de los Pelicans tenga más de la mitad de sus asientos vacíos, pese a que en la reventa se consiguen entradas por tres dólares. Y la razón, pareciera, es esa parte aburrida, entre concurso y concurso, en el que cinco tipos contra cinco tipos intentan embocarla en un aro. Ese juego que, aunque en el estadio se dispute a unos pocos metros del espectador, se ve mucho mejor por la televisión.

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