Tiene 42 años. Es publicista, diseñador gráfico y diagramador web. Hace más de una década que trabaja por su cuenta. Este Doctor Jeckill, cambia cuando desaparece el sol. Algunas noches, no todas, toma su bicicleta, algo de comida y sale a darle de comer a perros callejeros. Una historia extraña en una ciudad extraña. Primera parte de la crónica.
Me confesó su nombre real, sin embargo de inmediato dijo: “no lo vayas a poner en la entrevista. Poné cualquier nombre. Poné que me llamo José. José Gómez, y punto”. Que así sea entonces. Primer deseo cumplido. José –digamos- tiene una mirada penumbrosa, sosegada, descansada. En medio de la noche porteña, de una Buenos Aires ahogada en humedad y calor, su rostro se comprime y resquebraja cada vez que ríe con fuerza. Es alto, espigado, algo encorvado. En una vereda cualquiera, recoge su bicicleta semi nueva con apenas una mano, desde el manubrio. Acomoda las alforjas de cuero negro, gastado, resquebrajado, llenas de rodajas de pan y otros alimentos, e invita a que caminemos en dirección al oeste de la ciudad.
“Otra cosa que te voy a pedir es que no pongas en los barrios por los que ando. Prefiero que esos detalles se queden conmigo. De cualquier manera a nadie le va a importar por dónde voy, cómo me llamo, y ni siquiera sé si le va a interesar a alguien lo que hago”. José habla con cierta fiereza en la voz, frunce el ceño y explica con claridad aquello que tiene ganas de contar. Lo que no le importa, lo calla, y produce un vacío silencioso e incómodo. Trata de ser fiel a las cosas que siente, y sabe que eso es un filo peligroso a la hora de abrir la boca. Allí lo traicioné. nos encontramos en una plaza por Colegiales.
Caminamos un buen trecho en silencio, al abrigo de la noche y las calles. Sin embargo, al rato, y al acercarnos a una esquina, un perro callejero se acerca ladrando con furia, pero también con desconfianza y miedo. “No te preocupes, ahora vas a ver cómo se hace amigo nuestro”. José apoya la bicicleta contra la pared, desanuda una de las tapas de las alforjas, saca una medialuna de manteca que consiguió en un bar, y le hace señas al perro para que se acerque. Con mucha suspicacia y sigilo, ya sin ladridos de por medio, el animal se acerca, toma la medialuna con sus dientes, da media vuelta y se va. Eso es todo.
“Paso siempre por el mismo bar. Ellos ya me conocen. A eso de las once de la noche empiezan a levantar las sillas, y al ratito cierran. Yo me tomo un café mientras los espero terminar. ¿Sabés que las tiran las medialunas, no?”, dice algo ofuscado y triste a la vez. “¿A vos te parece?”, replica, mientras vuelve por la bicicleta momentáneamente abandonada, bajo una luz mortecina que chapotea el empedrado.
José es un profesional de la publicidad, trabaja unas siete horas diarias, de lunes a viernes, como muchos habitantes de Capital Federal, pero con la ventaja de hacerlo sin horario fijo, sin patrones, y tiene “todas sus necesidades básicas satisfechas”, como le gusta decir. “¿Qué querés que te cuente? A mí desde lo económico me va bárbaro, no puedo quejarme”, afirma, mientras invita a que nos sentemos en uno de los bancos de la plaza que aparece al final de la calle.
-¿A qué te dedicás?
-Tengo 42 años e hice muchas cosas. Pero estudié publicidad, diseño gráfico, y de eso trabajo. Hace unos 12 o 15 años que lo hago. En un principio trabajé en varias agencias de publicidad, de las más importantes del mercado, y desde hace algunos años me independicé. Me va muy bien, gano buena guita, no tengo problemas en ese sentido.
La imagen que entrega el cuadro pintado por la brocha porteña es la de dos tipos en una plaza vacía. Uno de ellos tiene un grabador en la mano, casi invisible. El otro tipo está relajado, recostado sobre un cómodo banco de madera; viste bermudas gastadas, sandalias de cuero marrón, camisa de bambula, pelo medianamente largo, mirada extensa, intensa, hacia cualquier parte, y viaja sumido en sus cavilaciones. Como ya lo contó, José trabaja por su cuenta, tiene sus propios clientes a quienes cuida con devoción y celo porque –según dice- lo dejan trabajar tranquilo. Pero al mismo tiempo juega en un plan B, un lado diferente, desconocido e ¿incompatible? Inusitado para algunos, incomprensible para otros. Sin embargo, para él es absolutamente lógico. En el diseño de su vida, contradictoria de por sí –según confiesa- todo encuentra su estado de armonía.
El Papá Noel de los perros de Colegiales (III)
Tiene 42 años. Es publicista, diseñador gráfico y diagramador web. Hace más de una década que trabaja por su cuenta. Este Doctor Jeckill, cambia cuando desaparece el sol. Algunas noches, no todas, toma su bicicleta, algo de comida y sale a darle de comer a perros callejeros. Una historia extraña en una ciudad extraña. Última parte de la crónica.
El Papá Noel de los perros de Colegiales (II)
Tiene 42 años. Es publicista, diseñador gráfico y diagramador web. Hace más de una década que trabaja por su cuenta. Este Doctor Jeckill, cambia cuando desaparece el sol. Algunas noches, no todas, toma su bicicleta, algo de comida y sale a darle de comer a perros callejeros. Una historia extraña en una ciudad extraña. Segunda parte de la crónica.
Amores Perros: una historia imposible
El relato a continuación es verídico, aunque cueste ser concebido desde las preconcepciones de mente humana. Solamente se suplantaron los nombres reales por meros motivos de intimidad. En las imágenes aparece el único y real protagonista de esta increíble narración que sucedió ni más ni menos que en un barrio porteño.