Tiene 42 años. Es publicista, diseñador gráfico y diagramador web. Hace más de una década que trabaja por su cuenta. Este Doctor Jeckill, cambia cuando desaparece el sol. Algunas noches, no todas, toma su bicicleta, algo de comida y sale a darle de comer a perros callejeros. Una historia extraña en una ciudad extraña. Última parte de la crónica.
“Ojo. Yo también soy un estúpido”, sentencia sin pruritos y hace que enmudezca. Después de unos segundos de silencio, José explica: “No te creas que no me doy cuenta. Claro que lo sé. Lo que pasa es que es muy difícil salirse. ¿Cómo hacer? No lo sé. Todavía estoy buscándole la vuelta…”. Y sumidos en uno de los silencios más profundos de la noche, de luna en cuarto creciente, con un calor agobiante y bocas secas, José agrega con un tono de voz sosegado: “Creo que una de las cosas que nos ayudan a salvarnos de ser tan estúpidos es simplemente darnos cuenta de que lo somos. De que somos estúpidos, y pertenecemos a un sistema que nos asfixia de estupideces. Pensá que el ser humano dedica tres cuartas partes de su vida a trabajar. Es desmoralizante. Trabaja 340 días al año para descansar unas semanitas. Es inexplicable. Pero es lo socialmente aceptado”.
Son cerca de las dos de la mañana y José me pregunta si tengo ganas de seguir caminando. Después de contestarle que sí, emprendemos viaje, calle abajo, en dirección al oeste capitalino. “La verdad es que yo trabajo, estudié como Dios manda, hice casi todo lo que la sociedad me obligaba a hacer, como tener tarjeta de crédito, cuenta bancaria, números de cuit, de teléfono, registro de todo. Pero llega un momento de la vida –a la edad que sea- en que empezás a cuestionarte algunas cosas. Y si eso te llega a pasar, no hay retorno. También puede ocurrir que haya personas que jamás se replantean este tipo de cosas. A mí me tocó hacerlo, y acá estoy”.
Casi como el transitar sigiloso de un felino, la voz de José comienza a desandar frases con un tono de dejadez, frustración, y quizá de tristeza. “Yo soy un profesional como cualquier otro y laburo como cualquiera. Tengo varios amigos profesionales también; periodistas, médicos, ingenieros. Muchos de ellos no entienden nada sobre las cosas que intento conversar con algunos de ellos. Antes quizá me importaba, ahora ya no. No pueden entender cómo es que hace años que no me compro ropa, o jamás me interesó tener un auto. No lo sé. Yo vivo en mi casa, pago los impuestos que tengo que pagar y, como te dije antes, tengo esas necesidades básicas completamente satisfechas. Hace años que doy vueltas en la noche suburbana de la ciudad, dándole de morfar a los perros. Prefiero eso. Parezco el linyera de Diógenes, ¿te acordás de la viñeta de Clarín no?”, pregunta José en medio de un ataque de risa.
Brilla su mirada en la noche, mientras caminamos por calles desoladas, plagadas de basura desparramada. Cuando le pido de hacer un par de fotos me dice que no, que “por favor, no”. Y retruca: “Dibujáme. O ilustrá con algo alusivo, pero personalizaciones no. No soy nadie”.
-¿Qué dice tu familia sobre esta parte de tu vida?
-Nada, ellos ya conocen cómo soy. No hay mucho qué explicar. Quizá podrían quejarse si yo no ganase plata, pero como esa parte conservadora burguesa está saneada, entonces nadie opina.
-¿Y tu novia?
-Ella se caga de risa de cómo soy. Ya me conoció así. Fuimos amigos durante más de diez años y ahora estamos juntos, digamos. Se divierte conmigo; a veces –muy de vez en cuando- me acompaña en estas aventuras callejeras. Pero como generalmente ella madruga, la mayoría de las veces no puede. Dice que soy el Papá Noel de los perros callejeros, y se ríe. De mí, de todo. Pero con buena onda, claro.
Cerca de las tres. La noche es una boca de lobo, o de perro. El calor aprieta cada vez más y la luna está tapada por nubes impresionantemente negras. De pronto se levanta un viento que trae consigo hojas secas, bolsas de basura destrozadas y algo de tierra. José, digamos que José, me mira y dice: “¿Grabaste todo?, me parece que ya no sé qué más contarte. Alguna vez te voy a pasar las poesías que escribo muy de vez en cuando, las veces que me aburro porque no me cruzo con ningún perro. Pero eso te lo dejo para la próxima”.
Apretón de manos de por medio, José se calza los auriculares, pone play y se apresta para irse pedaleando, oyendo al Flaco Spinetta, o a Charly García. “Es la música ideal para andar de noche por Buenos Aires, ellos son la banda de sonido de mis pedaleadas. Chau, cuidate”. Sin trineo ni renos, pero en bici con alforjas, ahí va un tipo extraño, en una ciudad extraña. De día se disfraza de publicista, trabaja, sufre. A la noche parece que revive. Una historia más.
El Papá Noel de los perros de Colegiales (II)
Tiene 42 años. Es publicista, diseñador gráfico y diagramador web. Hace más de una década que trabaja por su cuenta. Este Doctor Jeckill, cambia cuando desaparece el sol. Algunas noches, no todas, toma su bicicleta, algo de comida y sale a darle de comer a perros callejeros. Una historia extraña en una ciudad extraña. Segunda parte de la crónica.
El Papá Noel de los perros de Colegiales (I)
Tiene 42 años. Es publicista, diseñador gráfico y diagramador web. Hace más de una década que trabaja por su cuenta. Este Doctor Jeckill, cambia cuando desaparece el sol. Algunas noches, no todas, toma su bicicleta, algo de comida y sale a darle de comer a perros callejeros. Una historia extraña en una ciudad extraña. Primera parte de la crónica.
Amores Perros: una historia imposible
El relato a continuación es verídico, aunque cueste ser concebido desde las preconcepciones de mente humana. Solamente se suplantaron los nombres reales por meros motivos de intimidad. En las imágenes aparece el único y real protagonista de esta increíble narración que sucedió ni más ni menos que en un barrio porteño.