Otro relato de Benedicto De Bonis que transcurre en un bar de Buenos Aires.
Me senté a tomar un café en La Boutique del Libro de San Isidro y noté que una vez atravesado el pasillo de las palabras encapsuladas, el lugar revela un sector donde poder sentarse y tomar algo. Aquí se conjuga un curioso arte exultante en colores. Casi todas las mesas y sillas están patinadas de amarillo, rojo y azul. También hay algunas lilas y una marrón. Una pared es blanca, otra amarilla y otra violeta. De ellas cuelgan pinturas de colores llamativos, saturados. Había algo en este cubículo; algo en sus colores, algo en sus formas, quizás. Sentía familiar la combinación de los elementos. Entonces me llegó a la mente la imagen esclarecedora de mi sospecha. El lugar se asemejaba al cubo mágico.
Tratar de acomodar los nueve cuadraditos del mismo color en cada una de las caras del cubo rotatorio es un desafío que jamás pude resolver. De sólo ver a esos orientales armar el cubo en escasos seis segundos me hace sentir un inútil. Llegué a pensar si no sería una cuestión de observación simplemente, pero estirando mis ojos para ver el mundo como lo hacen ellos no contribuyó al armado del mismo.
En el plano horizontal había que reacomodar las mesas y las sillas. Todas debían ser rojas en un sector, amarillas en otro y azules allí contra el rincón. En el plano vertical las pinturas debían ser del color de sus respectivas paredes, lo que me obligaría a desechar algunos cuadros y reubicar otros. Pero había dos problemas en este original armado del cubo mágico. El primero es que yo no era el dueño del lugar, por lo que no me correspondía llevar a cabo semejante alteración y, aún si me llenara de coraje, me vería impedido por el segundo inconveniente: las mesas tienen clientes.
Me había obsesionado con armar el cubo, algo que me resultó imposible toda mi vida. Tenía la oportunidad al alcance de mi mano aunque seguía siendo una tarea difícil ¿Por qué no soy chino? Seguramente en seis segundos reubicaría todo sin que la gente tenga tiempo de disgustarse conmigo. Pero había cosas que me urgía cambiar ya y que sólo tomaría escaso tiempo. Los cuadros del lugar están exhibidos para su posterior venta por lo que las paredes cambian de indumentaria cada tanto. Hoy, la pared lila tiene un cuadro casi todo amarillo que indudablemente debe ser acostado en el plano horizontal para adecuarse a las mesas de ese color, o deberíamos acostar todas las mesas amarillas sobre la pared correspondiente y allí reubicar la pintura recientemente mencionada.
Empecé a dudar de mi cordura en el instante en que un perro pasó caminando por entre las mesas sin que nadie aquí se mosquee. El perro reaparecía cada quince minutos, si no era mi brote psicótico el que estaba necesitando su cuarto de hora. Mi locura, los colores plenos, las pinceladas y las pinturas me hicieron fantasear que podía ser Van Gogh. Claro que estaba más cerca de pintar El Perro en la Boutique que Los Cuervos en el Trigal. No me importaba. Si asumía mi estado de locura me sería más fácil llevar a cabo mi arte conceptual. Estaría libre de prejuicios y podría culpar al perro llegado el caso. Aunque todo este razonamiento me hace creer que estoy bastante cuerdo todavía. Además, una vez me convencieron de que un loco no puede crear arte y el gran mérito de Van Gogh no era el de pintar así gracias a su locura sino, justamente, a pesar de ella. Fue la lucha más grande de la creación humana contra la oscuridad eterna; quizás por eso necesitó saturar el lienzo, para dar color a su locura, como dice Fandermole.
Volviendo al cubo, ahora me daba cuenta de algo que era muy evidente y perturbador. Más allá de que pudiera dar vuelta este lugar para reagruparlo en símiles colores, jamás podría ver mi obra armada porque yo estoy dentro del cubo. Sólo lo verían los transeúntes de la calle Chacabuco, alguna avioneta, o alguna rata de alcantarilla. Yo sería quien lo arme desde adentro y jamás obtendría el reconocimiento y, lo que es peor, no podría ver mi obra al momento de terminarla.
Atrapado dentro del cubo ¡Qué injusticia! Pasa el perro ¡Qué locura! Faltaba que pida una empanada y me trajeran mi propia oreja en una caja o que en lugar de dulces para las tostadas lo suplantaran por pintura, otro singular aperitivo del pintor holandés. Qué impotencia esta de ser el único aquí con la lucidez suficiente para entender en dónde estamos metidos. No hay nada que pueda hacer hoy. Atravesaré el pasillo de las palabras encapsuladas con gran frustración. Sé que nunca veré de la misma forma los seis lados multicolores de mi pequeño Rubik cuando llegue a casa. Y si alguno lo tiene a mano pruebe de agitarlo antes de seguir rompiéndose los sesos porque si escuchan que este les ladra habré demostrado con este relato mi más grande acto de lucidez.
“sentarse a tomar un café es también sentarse a observar una historia”
Benedicto De Bonis
benedictodebonis.blogspot.com.ar
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El cubo mágico
De la colección Mil y una historias de café, otro de los cuentos de Benedicto De Bonis que transcurre en un bar de Buenos Aires
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