Juan Carlos Guillermet conoció a los integrantes de un vivero platense mientras juntaba hojas de eucaliptos en las inmediaciones de una ex fábrica de cal. Tras ese encuentro, comenzó el camino por descubrir la verdad sobre ese sitio y sus actuales dueños. ¿Cómo la resistencia ambiental impulsó la denuncia por un posible centro clandestino de detención?
Los rieles de la estación José Hernández, en La Plata, vibran. Es un domingo de 1978 y un tren de carga se acerca por la madrugada. Las chimeneas de FASACAL, la fábrica de cal de una manzana entera próxima a la estación, lanzan chorros de polvareda negra. Las casas vecinas se cubren de ceniza y humo pútrido. A la de Juan Carlos Guillermet y su familia, justo en frente, llegan siempre. La humareda impregna todo de un resabio gris. Juan Carlos, de 28 años, oye desde su cuarto la tracción de los rieles y se levanta. En lo alto de un pino de su propio jardín, tiene un pequeño refugio de madera que usaba para jugar con sus hermanos. Sube, y con un telescopio de bolsillo, lo ve todo. Ve la cuadra arbolada de eucaliptos, la pileta vacía de los vecinos y a los cuatro vagones de carga que entran a FASCAL. El tren que se detiene sobre las vías privadas del predio, el grupo de militares que baja a los empujones a un hombre fornido y maniatado, con la cabeza gacha, entregado por completo a la voluntad de sus captores. Esa noche Juan Carlos no solo ve, también escucha: “¡Soy de La Plata Rugby Club!”, grita el prisionero, antes de que las compuertas de los hornos se abran. Antes de que el silencio y el frío envuelvan otra vez a José Hernández. Antes, mucho antes, de que Juan Carlos recorriera junto al Equipo de Antropología Forense (EAAF) las entrañas de esa mole de cemento abandonada y señalara, entre el pasto tupido, las posibles tumbas sin nombre. Antes, Juan Carlos Guillermet, era un joven que vio, escuchó y sufrió en carne propia los horrores de la última dictadura militar. Hoy, con 70 años y el apoyo de distintas organizaciones, es el único testigo de lo que ocurría en la calera de José Hernández.
En 2019 Juan Carlos denunció en la Justicia platense la posible existencia de un centro clandestino de detención en FASACAL, una ex fábrica de cal que funcionó hasta los años ’90 y luego fue abandonada. Entre 1974 y 1979, detalla en su declaración, vio cómo camiones de la marina y trenes de carga entraban durante la madrugada llevando a personas detenidas. A veces los prisioneros llegaban vivos, otras eran solo sus cuerpos. Su destino, igualmente, era el mismo: los hornos de la calera. De los que llegaban lúcidos, él recuerda especialmente a dos: una mujer embarazada, fusilada por un soldado antes de ser incinerada en 1977, y a un jugador de La Plata Rugby Club que tuvo el mismo final en 1978. El conjunto deportivo fue el histórico equipo de la ciudad con veinte integrantes desaparecidos entre 1975 y 1978. Dice, también, que varios trabajadores y serenos del lugar corrieron con la misma suerte, tras las órdenes de los oficiales. La ubicación a metros de su hogar, junto a una casita de árbol que tenía en lo alto de un pino, le permitieron estar cerca del horror. Pero, además de sus dichos, los jueces tuvieron en cuenta otras pruebas; como el último plano original de la fábrica de 1968: allí no figura la planta subterránea próxima a los hornos de producción, señalada por el testigo como un posible sitio de fosas comunes. También se ofreció un informe fotográfico que ilustra el “ciclo de la cal”. Es decir, se detalla el procedimiento de ingreso y salida de los vagones de carga a través de las vías privadas del predio. Por último, el listado de las autoridades de facto que asumieron en La Plata en 1976: Jorge Mario Larrán aparece como secretario de Gobierno durante ese periodo. Hoy, su hijo, Germán Larrán -quien se negó a dar declaraciones sobre el tema-, es el subsecretario de gestión ambiental del municipio y figura como uno de los propietarios actuales de FASACAL. El jurista Francisco Larrán -tío de Germán, fallecido en 2009-, también ocupó un cargo luego del golpe. En 1976 asumió como juez de la Cámara Civil y Comercial del distrito y luego fue promovido a ministro de la Suprema Corte de la Provincia, puesto que dejó en 1983.
En julio la Justicia avanzó en la causa y ordenó la presencia del EAAF en el terreno. Junto al testigo, los antropólogos recorrieron la ex fábrica. Marcaron perímetros, estudiaron el suelo y señalaron áreas claves. Los especialistas ya elaboraron un plan de trabajo y aguardan a que la Subsecretaria de Derechos Humanos de la Provincia de Buenos Aires libere los fondos pertinentes. Además, los abogados de la causa solicitaron un custodio de protección permanente en la casa del denunciante. Ambas medidas todavía no se resuelven.
***
-Cuando el tren llegaba de madrugada, los hornos ya estaban prendidos. Era como Auschwitz.
Juan Carlos está sentado y cortando un embutido de fiambre en el comedor de su casa, a unas pocas cuadras de lo que fue su vivienda en frente de FASACAL. Viste una blusa beige holgada y una boina negra deja entrever sus mechones blancos. La luz de la tarde entra por los ventanales y avanza sobre la mesa. Hay dos cuchillos con mangos de huesos, dos tubos de salamín seco y tres cajitas de condimentos. Cocinar y hacer cuchillos lo divierte. Las dagas y sables abundan tanto en su hogar como los embutidos. El resto del día se lo pasa cortando leña y cuidando a sus cinco perros y dos gatos. Además, en frente, tiene una huerta, una pequeña casilla de madera con filas de macetas en los estantes y gallinas correteando.
La ubicación a metros de su hogar, junto a una casita de árbol que tenía en lo alto de un pino, le permitieron estar cerca del horror.
-Siempre fui loco del campo. De chico criaba palomas y tenía una yegua. Nuestra casa tenía un parque grande atrás y estábamos todo el día jugando ahí con mis hermanos, dice.
Sin embargo, aquellas imágenes soleadas y campestres se fueron empañando con el tiempo. Como si en el medio de la película, dice Juan Carlos, le hubieran cambiado la cinta por una de terror. Los gritos y los olores nauseabundos por las noches, las chimeneas de la fábrica ardiendo durante los fines de semana sin sus trabajadores, los oficiales que formaban un cordón en frente de su casa y le ordenaban que se quedara adentro.
-Cada vez que paso por ahí, me estremezco. Algo tiene ese lugar. Algo hay.
Un follaje verde profuso rodea al esqueleto de la ex fábrica. Abrirse paso es una batalla encarnizada contra los vástagos, los juncos, los tallos duros. La vegetación creó un ecosistema tan variado como propio. Hay paltas, moras, hojas de laurel, eucaliptos, todo bajo la custodia de lagartos overos, comadrejas y lechuzas. Tras veinte años de abandono también hay montículos de basura, desechos que se acumulan y contrastan con el paisaje selvático. Con eso se encontró un grupo de diez amigos en 2010, cuando decidieron que ahí mismo levantarían un vivero. La desidia de esa postal los llevó a comprometerse. Era una idea ambiciosa, ninguno tenía experiencia o recursos. Pero la imagen del barrio con un pulmón verde amplio y comunitario los motivaba.
-Las ampollas de la mano se nos reventaban de tanto palear, dice Aike Ligero, de 29 años, desde las antiguas vías férreas de la ex fábrica. Lo único visible entre la maleza son las chimeneas de la cal que sobresalen, dos torres portentosas de ladrillos rojizos. Ligero estuvo desde los inicios de ‘El Bosquecito: vivero experimental’, la asociación civil que los jóvenes crearon para darle vía legal a su proyecto agroecológico.
-Era experimental porque establecimos que no era necesario tener conocimientos técnicos para cultivar. Todo era a prueba y error-cuenta.
Sus comienzos no fueron fáciles. La intervención de ese espacio abandonado debía encausarse en una idea conjunta de lo que querían. Entonces se organizaron: asambleas, división de tareas, guardias nocturnas. El compromiso del colectivo crecía y, a su vez, el lazo sentimental con el lugar. Cada raíz vieja removida representaba estar más cerca de concluir su proyecto agroecológico.
En esos primeros meses de paleo, macheteo y sudor pringoso, los integrantes dieron con un pequeño tesoro. Pablo Garabano, de 21 años, desmontaba unos arbustos que crecían dentro de una pequeña construcción derruida, cuando, entre la hierba, distinguió unos papeles. La mayoría estaban quemados, ilegibles, hasta que vio un plano. Al desplegarlo, sonrió: eran los dibujos originales de la empresa FASACAL de 1968.
-Me di cuenta de que estaba en la zona de baños y vestuarios. Con eso pudimos entender cómo estaba constituida la fábrica y pensar mejor las zonas de trabajo para el vivero, recuerda el joven. Esos mismos planos, nueve años después, se usarían como prueba en la denuncia por crímenes de lesa humanidad.
En 2016 ‘El Bosquecito’ se consolidó: las instalaciones de luz y agua estaban terminadas. Se construyó un taller, una cocina y un invernadero para la reproducción plantas nativas y medicinales. Sobre las vías, además, se levantó un corredor verde y los fines de semana había actividades de todo tipo: desde ferias agroecológicas para venta de semillas hasta ollas populares. "Los vecinos estaban muy contentos", retoma Ligero. De un basural pasamos a tener un espacio verde comunitario que crecía de forma seria. Ese año, una denuncia penal por usurpación llegó en contra del colectivo. En el oficio judicial, Jorge Larrán, como dueño de FASACAL, les exigía el desalojo inmediato. Es decir, el padre del subsecretario ambiental de La Plata acudía a la Justicia para desmantelar un vivero a dónde antes había desechos pudriéndose al sol. La Fiscalía no dio lugar a su pedido. El grupo no había entrado por la fuerza al lugar y estaban a la vista de todo el barrio, lo cual no constituía un delito. En 2018, sin embargo, una máquina retroexcavadora irrumpió en el predio. Arrasó con parte de la vegetación y los tendidos eléctricos. Germán Larrán comandaba el operativo junto a algunos policías. “¡Se tienen que ir ya mismo!”, les gritaba a los pibes y pibas con los ojos encendidos, mientras recalcaba que él era el dueño del terreno. Abogados de la organización barrial La Maza, que agrupa a diferentes letrados, aparecieron en ese momento.
-Le avisamos que había una causa judicial que reconocía la posesión pacífica de la asociación civil y que lo que estaba haciendo era totalmente ilegal, cuentan sus integrantes. El funcionario ambiental se retiró junto a los efectivos con una sonrisa burlona y una advertencia: “¡Los voy a terminar sacando!”. El grupo había resistido a su segundo intento de desalojo, pero los hostigamientos continuaron. La Policía entraba a tomar fotos, les pedían los datos y los chicaneaban.
-Sabíamos que la familia Larrán iba a intentar jugar sucio, sigue Ligero y hace una pausa.
-Había que resistir.
Lo vieron llegar una mañana soleada del 2019, mientras trabajaban en la huerta. Con paso lento, un hombre mayor y robusto, se acercaba hasta ellos. El extraño juntaba hojas de eucaliptos desde el suelo. Las olía antes de meterlas a una bolsa. Les contó que se crio justo en frente de la ex fábrica. "Conozco cada planta que florece en José Hernández"; dijo. Los jóvenes de ‘El Bosquecito’ se acodaron sobre las verjas del vivero para escucharlo. Hasta que Juan Carlos Guillermet hizo una pregunta que los enmudeció: ¿Ustedes saben dónde están parados?
***
El relato había calado hondo en los integrantes del vivero. “Trenes”. “Militares”. “Detenidos”. “Hornos”. No era la anécdota de un vecino más. Su relación con el terrero de la ex fábrica, desde ese momento, había cambiado.
El proyecto cobró un sentido mucho más profundo, retoma Garabano. Mucho más que el trabajo de la tierra y el acceso al suelo. No es casualidad que el resultado de diez años de recuperación del espacio derive en una búsqueda semejante por la verdad. Estaba destinado a que pase.
Lo primero que hicieron fue organizar una reunión en la casa de Juan Carlos. Ellos, las abogadas que los había asesorado con las denuncias de desalojo y que también era parte de la organización de derechos humanos Justicia Ya y Julio Avinceto, en ese entonces de la agrupación H.I.J.O.S de La Plata. Todos escucharon de nuevo la historia de ese vecino amante de las plantas. Tiene una memoria prodigiosa. Eso ayudó a reconstruir lo que había visto y a asesorarlo para presentarse en la Justicia, recuerda Avinceto. En septiembre del 2019, tras el apoyo de las organizaciones, se hizo finalmente la denuncia contra FASACAL. Pero en ese primer encuentro, Guillermet también les habló sobre su secuestro.
En mayo de 1976, según consta en su declaración judicial de 2006, fue raptado de su propia casa por un grupo de oficiales que lo llevaron hasta la Comisaría Quinta. La dependencia policial, en pleno centro platense, integraba lo que se conoce hoy como el “Circuito Camps”, conformado por al menos veintinueve centros de reclusión ilegal que operaron en la Provincia de Buenos Aires bajo el mando del entonces jefe de la policía bonaerense, Ramón Camps. Durante una semana, cuenta Juan Carlos, lo torturaron con una picana en los testículos y la boca. Tenía 26 años y la rudeza para soportar lo que sea, pero lo que no poseía era información: no militaba, ni se movía en círculos sospechosos de subversión. Lo único que sabía lo veía desde en frente de su casa, pero las preguntas eran otras: “¿con quién estás?” “¿dónde se juntan?”. Los oficiales, hartos de su silencio, decidieron no perder más el tiempo. Lo subieron a un auto encapuchado y lo llevaron a un descampado por la noche.
***
Mayo de 1976, la madrugada. A Juan Carlos le preocupa a dónde lo llevan. Tiene la lengua dormida. Ampollas en la comisura de los labios. Casi no puede hablar. La picana le dejó un gusto metálico. La capucha le impide ver a su alrededor. El auto se detiene. Lo bajan, le quitan las esposas y siente el desfunde de la bolsa. Atrás suyo, el arroyo Miguelín de la ciudad de Ensenada. Adelante, los tres militares. Se arrodilla y llora. Dos camiones de basura pasan en ese momento por la ruta. Sus luces altas encandilan la escena. Los militares se tapan el rostro. El detenido aprovecha. Salta al arroyo y se sumerge. Un rosario de burbujas cuelga de su boca. Los soldados disparan. Las balas penetran el agua. Pac, pac, pac. Esperan un minuto, dos, cinco. La superficie se alisa. Detrás de una columna de concreto, a unos metros, Juan Carlos ve irse a sus captores en medio de la noche.
"Esos camiones me salvaron la vida", dice ahora Guillermet desde su huerta. La tarde de julio es ventosa, pero su pequeño refugio de madera se mantiene tibio. Se acerca hasta el gallinero con pesadez y rellena los tarros de maíz. Cuando los oficiales le dispararon aquella vez en el arroyo, una bala le destrozó la tibia y el peroné. Un hueco hundido del tamaño de una escarapela ciñe su tobillo desde entonces cada vez que camina. No había sentido nada en el momento por el susto. Pero cuando los milicos se fueron, casi me desmayo del dolor.
Tras 45 años, aún no tiene bien claro por qué lo secuestraron. De lo que sí está seguro es de lo que pasó un tiempo después, en 1984, a metros de la entrada de FASACAL. Como si nacer en frente hubiera sido una maldición para él y su familia. Su madre Lidia Vega, de 56 años, y su hermana Sandra, de 18, fueron asesinadas el 31 de mayo, luego de ser atropelladas por un Ford Falcon que se dio a la fuga. La crónica del diario El Día de esa fecha confirmaba que las mujeres fueron abandonadas “a su suerte” y que las calles de la ex fábrica se tiñeron de sangre. Durante años, su madre se había quejado en la Junta Vecinal de José Hernández por el humo, los olores y los gritos que salían de la calera. "Las mandaron a matar para callarlas. No tengo dudas", dice Juan Carlos.
Pasaron unos días desde que el EAAF recorrió el predio junto a él. Los jóvenes del Bosquecito, por otro lado, fueron desalojados a mediados de julio. Germán Larrán presentó una demanda civil como uno de los dueños del terreno y, de esa forma, se comprobó que su familia integra el directorio actual de la empresa. Mientras riega las plantas, el único testigo de la calera del horror dice que no guarda rencor con ningún militar.
-Lo único que quiero es que la madre de algún desaparecido pueda poner una flor en ese lugar y descansar en paz.
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