El día que Néstor se fumó su primer faso

por Horacio Dall'Oglio
01 de noviembre de 2014

Cítrica presenta un cuento que homenajea a su modo al ex presidente Kirchner, a cuatro años de su muerte, junto con una ilustración original

Ilustración: Gonzalo Álvarez

Es septiembre de 1955 y, si bien la primavera no llegó aún, los días empiezan a estirarse poco a poco. Cerca de las cinco de la tarde, cuando el sol se pone a cabecear, Néstor entra corriendo con las piernas flacas, medio pegadas, por el camino empedrado de su casa. Abre la puerta de la casilla prefabricada y tira el maletín en el piso con los útiles escolares. Camina agitado unos pasos hasta la cocina y ve a la madre sentada junto a la mesa con la radio prendida y la cara preocupada. No parece estar muy alegre como para contarle del colegio, ni sobre sus compañeros, ni sobre el bigote de morsa de su nuevo maestro. Al verlo llegar, la madre se para, le sonríe levemente y extiende sus brazos a la vez que él hace una corrida corta y de un salto rápido se prende de su cuello. Ella lo baja despacio, gira hacia la radio para apagarla y, justo antes que desaparezca la voz del locutor, Néstor alcanza a escuchar algo sobre “aviones”, “lonardi” y “perón”; no entiende por qué apenas llega del colegio la madre lo manda a jugar afuera, aunque sale alegre tocándose el bolsillo derecho del pantalón corto con tiradores, donde guarda los fósforos que se le cayeron al maestro morsa cuando se despedía.

Afuera, piensa en el hormiguero que apareció en el patio mientras ve a su hermana mayor entrar cansada con el maletín lleno de libracos. Recuerda que su primo Carlitos le contó que las hormigas se retuercen de lo lindo si se les acerca fuego, pero no quiere que Alicia lo esté retando, ni lo delate con su madre, así que espera que ella entre y prefiere salir a caminar por la costa del río. Pasa frente a la casa abandonada donde la otra vez Carlitos le contó que adentro está lleno de juguetes. En una de esas podría espiar por el agujero de la cerradura para ver si hay algo. En el terreno los pastos crecen sin que nadie los limite, y él aprovecha para cortar uno de tallo ancho y llevárselo a la boca. Lo muerde, canchero, como hace Carlitos, y enseguida lo escupe; demasiado amargo. Después saca otro, se lo pone entremedio de los dedos pulgares con las manos juntas y sopla; hace un chiflido fuerte y mira hacia su casa para comprobar si alguien lo está viendo, pero no. Néstor camina sigiloso, sabe que si Alicia lo ve ahí se lo va a decir a su madre. Entonces, decide agacharse para que el pastizal lo cubra y se arrastra en cuatro patas hasta la puerta. Desde la cerradura sólo ve que adentro está todo oscuro, y no hay juguetes ni nada. Carlitos es un mentiroso, no hay duda.

Antes de salir del terreno toma carrera y patea un par de cardos que empiezan a florecer, para darse el gusto de arrancarlos del piso y ver hasta dónde llegan; más o menos lo que mide la bicicleta de su papá. Levanta uno y se lo lleva cuidando no pincharse. Pese a que la madre le advirtió varias veces que no se acercara solo al río, Néstor está sentado en la orilla con el cardo tirado a un costado, en la arena. Las olas vienen y se van, pero él las ignora. Piensa que si estuviera su primo saldrían a cazar las ranas que ahora empiezan a chillar o a encontrar grillos. De pronto se toca el bolsillo derecho y saca los fósforos de su maestro. El viento, según Carlitos, “viene de donde termina la Tierra, y si uno llega hasta ahí se puede caer afuera del mundo y perderse para siempre”. Sin embargo, ya sabe que el otro es un mentiroso por lo que duda de esa afirmación. Luego, interrumpe sus reflexiones para ponerse de espaldas al viento y logra prender un fósforo hasta que se apaga. Intenta nuevamente, con precaución para que no entre aire, y por fin una llama movediza se enciende y, como un Prometeo de cinco años, siente el poder de los dioses en sus manos. En eso, ve el cardo a su lado y lo acerca al fuego vacilante. Cuando está por quemarse la punta de los dedos, el fósforo se apaga y el cardo se prende. Lo levanta contra el cielo celeste y ve que el viento lo hace humear. Como si fuera un grande que fuma cigarrillos, se lo lleva a la boca y aspira con ímpetu; el humo entra por la garganta y lo hace toser. Apenas se repone, prueba de vuelta ahora aspirando con más fuerza, pero el cielo y el río se confunden en sus ojos y Néstor cae sobre la arena tibia, desvanecido.

Cuando se despierta, ve a unos anteojos gigantes pegados contra su cara. No sabe qué le dice pero se da cuenta que es Alicia y que lo está retando. Se sienta y el fresco de la noche lo despabila. Su hermana le grita que se apure, que su padre está por llegar del correo, y se aleja en dirección a la casa. Él se da cuenta del lío en que se puede meter si se llegan a enterar de lo que estuvo haciendo y se levanta rápido para correr detrás de ella, pero se queda un momento. Alza los fósforos de su maestro bigotudo y, finalmente, se va corriendo con las piernas flacas, medio pegadas. 

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