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El Banderín de las añoranzas

por Agustín Colombo
17 de julio de 2015

Anclado desde 1929 en la esquina de Billinghurst y Guardia Vieja, hoy es uno de los recintos ineludibles para los futboleros porteños.

Hay que trasladarse a Billinghurst y Guardia Vieja para encontrar el remanso más futbolero de Buenos Aires. Las paredes de El Banderín, un bar donde la pelota es la inspiración de las charlas, son un viaje a lo más profundo de nuestro fútbol y de nuestra historia.

   

Ubicado en una esquina del Almagro más bohemio, El Banderín parece extraído de otro tiempo, de otra realidad. Es una tregua dentro del vértigo que impone la ciudad; una bonita melodía de violines y bandoneones que irrumpe el ruido de nuestro días. Es, en definitiva, una pequeña resistencia.  

 

En sus 80 años de vida hospedó a poetas consagrados y anónimos, a hinchas felices y tristes, a virtuosos atacantes y a toscos defensores. Ellos, y sus vidas simples, le dieron al Café Óasí, con mayúsculaÓ una impronta única. En su aroma, en sus baldosas antiguas, en sus mesas gastadas, El Banderín regala resabios del fútbol de épocas pasadas.

 

Por allí han pasado próceres del deporte, como Firpo, Pedernera, Pascual Pérez, Marzolini, Potente, Rojitas o Márcico; y próceres del pueblo, como Gardel, Troilo o Tato Bores. Para cada uno de ellos hay una mención, una foto que invita a su recuerdo. 

 

Frente al mostrador cuelga una obra única: un cuadro con el equipo del River de 1936 confeccionado con recortes de El Gráfico, que cuenta con un detalle precioso: las camisetas de cada jugador están bordadas con hilo de seda por presos de la cárcel de Villa Devoto. Ellos se lo regalaron a Aníbal Troilo para agradecerle la música que les ofrendaba entre los barrotes. Y Pichuco, en 1942, lo llevó a esa esquina.

 

Sentado contra la ventana, en una tarde de lluvia inminente, Don Mario Riesco, el dueño del bar, evoca sus días de niño: “Jugábamos a la pelota sobre el empedrado de Guardia Vieja. Los vecinos, antes de irse para el trabajo, tomaban cañita Chisoti o Valle Viejo. Era una vida más sana”, relata. Mario está a cargo del boliche desde 1958. Sucedió, como es habitual en estos casos, a su padre, Pedro Justo, un inmigrante de Asturias que comenzó con el rito en 1923.

 

Las paredes del Café están cubiertas por más de 400 banderines de clubes argentinos, latinoamericanos, europeos y asiáticos. Hay de todos, hasta de los más insólitos: Unión Huaral de Perú, el Atlético Basañez uruguayo, Comunicaciones guatemalteco y Ciudad Madero de México son apenas algunos. “Los de Paraguay no se pueden agarrar porque se deshacen. Están ahí hace más de cincuenta años”, avisa el hijo de Mario. De Argentina, además de los equipos más conocidos, también están los retazos de tela de Altos Hornos Zapla, Alvear Club, Chaco For Ever, Estudiantes de Río Cuarto y Club Social y Deportivo El Tábano. Don Mario está orgulloso de su museo. Por eso cuida cada objeto con minuciosidad.

 

Los habitúes de El Banderín se corresponden con el espíritu del lugar. Taxistas, corredores de indumentaria y mecánicos de la zona se juntan a la tardecita para debatir sobre el partido del fin de semana o para añorar algún tango viejo. Para ellos, esa ochava resulta un espacio de pertenencia y de igualdad: en las mesas de café, sólo adornadas por pocillos y azucareras, no hay distinciones de ningún tipo. Todas las voces tienen la misma importancia. Una característica, como todas la de este bar, que parece extraída de otro tiempo.