Lectores, amigos, primos, novios, ex novios y otros parientes nos cuentan, en primera persona, su experiencia con la bicicleta como medio de transporte alternativo para unir distancias cortas, medianas y largas. Texto y foto: Alfonsina Brión*
Me crié en un pueblo pequeño del sur de provincia de Buenos Aires que se llama Mayor Buratovich. A los 6 años, los reyes magos entendieron que mi hermana y yo nos habíamos portado como para compartir una preciosa y petisa bici amarilla. Durante la siesta, cuando no andaba nadie, mamá nos dejaba salir y dar la vuelta al boulevard Rosas, enfrente de casa. Dos o tres vueltas cada una por vez y sin pelear. El turno de la otra se volvía momento de espera y ansiedad, al punto de contar las vueltas ajenas desde boxes o de correr atrás para apurar a la favorecida, que trazaba el recorrido a paso de humano con tal de no entregar el vehículo rápidamente.
Así salíamos todas las tardes soltándonos el pelo como Gloria Trevi y dejando que vuele, con cascaritas en la rodilla, testigos de que las bicivoladoras de pueblo no levantaban vuelo pero insistían.
A los 15 más o menos recibí mi primer bici alta, color azul marca Miconi. Tenía un canastito de alambre bastante lindo que me permitía llenarlo de cosas. El recuerdo que tengo de ella es pasear mucho en las noches de verano con las mellizas, en el único momento que refrescaba, cuando las calles de asfalto se llenaban de cascarudos que no podíamos ni queríamos esquivar.
El entusiasmo me duró dos años más o menos porque me la robaron del patio de casa. Supongo que no habrá sido difícil porque la bici dormía apoyada contra la pared con el portón abierto, obviamente sin candado. No usábamos candado para las bicis, se estacionaban en cualquier vereda, con patita o acostadas.
Amortigüé la pérdida usando prestada la de mi hermana Juli, que para entonces tenía una playera roja que seguía usando a paso de humano y lucía como esos autos de gente vieja y cuidadosa que sólo sale a dominguear, y permanecen brillosos e impecables por años.
A los 25 y ya viviendo en Bahía quise realmente tener otra bici propia. El Tino me dijo que su madre deseaba desprenderse de la suya. Me presentó su CV: usada, verde y con timbre. No me pude resistir. La compra fue exitosa, Ana me la dejó en 70 pesos y en dos cuotas. Le inflé bien las cubiertas, le aceité la cadena y por primera vez me compré un candado que me salió casi como la bici.
No tardé mucho en darme cuenta de que mi torpeza y despiste vial cooperarían con la conclusión de que la bici me gusta para pasear, ir despacito, quizás en zigzag, y por sobre todo, que ni La Máquina ni yo merecemos ser insultadas por otros vehículos. No me gustaba andar en el centro, obligada a pasarles finito a los autos estacionados y con los colectivos queriendo quebrantar mi equilibro.
Por un tiempo me la llevé a mi pueblo y la usé lunes y martes para ir a dar clases a la escuela a la que fui cuando vivía allá. La estacionaba al lado de las de mis alumnos a la sombrita y a las 12 ella me dejaba pasar por el almacén Axel para comprar una flauta, fiambre y volver a tiempo al trabajo.
Hace poco tiempo la volví a traer a Bahía porque me convenció Gonzalo de que necesitábamos un vehículo en la casa. Si bien él la usa más que yo, un par de veces nos ha bancado una salida de novios, conmigo sentada en el asiento y él pedaleando de parado.
El punto cúlmine de felicidad con mi bici fue un paseo de Masa Crítica. Llegué a la plaza con mi amigo Pedro -que me convenció de que los malos en deporte también podían concurrir- y vi muchas bicis distintas -sobre todo, la mía-. Livianas, modernas, de aluminio, con cantimplora, gente con casco, con rodilleras, etc. Me miré y miré a la Máquina y me sentí muy mal preparada: indumentaria poco adecuada, cubiertas gastadas y un freno medio brioso. Al rato, abrí el panorama y vi gente feliz, familias enteras, canastos con mate, bicicletas con carteles de “no al dragado” y ganas de pasear. Fue todo muy hermoso y además mi bici y yo nos dimos el gusto de pasar arriba de un empedrado, que es el momento en que las dos juntas somos las más simpáticas.
Sucede que mi máquina siempre tuvo el timbre roto y no sólo suena cuando le corro la perilla: cuando las calles están rotas y la bicicleta traquetea, la bocina se vuelve loca y suena y suena y saluda a todos los que están cerca.
Las experiencias en bici más lindas que vi fueron dos: una, Mario Ortiz frenando en un semáforo y leyendo un libro en lo que hay de tiempo entre la luz roja y la verde. La otra es ver pasear a una señora de mi pueblo que le decían Pata en su bici triciclo de canasto enorme por la calle de adoquines, luciendo orgullosa la patente con su nombre.
Y aunque hoy no use mucho la mía, porque sigo siendo torpe en ciudad, hay días que me gusta salir a andar, andar de pelo suelto, creer que echo vientito, dejar que la Máquina y yo seamos un centauro y saludar de pasada a algún conocido o involuntariamente a algún desconocido, si es que ando por empedrado.
*Alfonsina Brión estudia Letras en la Universidad de Bahía Blanca y es costurera
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