El acceso a la Ciudad de Buenos Aires suele ser complicado. La bicicleta es una muy buena alternativa.
Empecé a usarla con un fin utilitario, para ir a la escuela. Todos los días salía desde casa en mi mountain bike. Mis amigos Juan y Julián pasaban por casa, inclusive en invierno. Ellos nunca fallaban pero yo, que me quedaba dormido, los hacía esperar en el frío de la vereda cada mañana.
Aprendí a andar sin manos, incluso a tomar las curvas o a esquivar los pozos. En la escuela, dejábamos las bicis en un espacio del patio destinado para ellas, sin cadenas ni nada. Fue así hasta que se robaron la primera bicicleta y la paranoia cundió, desde entonces las dejamos atadas.
Cuando terminé la secundaría y empecé a viajar para hacer el CBC, tenía que caminar exactamente quince cuadras hasta la estación, tardaba veinte minutos en hacer la distancia que en bici podría cubrir en cuatro o cinco, así que puse en marcha mi plan. Conseguí una bicicleta vieja, muy vieja y oxidada. La única condición sería que las ruedas giren y funcionen los frenos de al menos una de ellas. Era una bicicleta de paseo “para dama” color celeste. La rutina consistía en llegar hasta la estación y dejarla atada a un farol de iluminación que quedaba a una cuadra del andén y frente a la plaza, el rasgo típico de las localidades de la provincia. El sistema funcionó a la perfección. Tenía una cadena vieja y un candado oxidado, pero la bici siempre me esperaba a la vuelta.
Hice el CBC, empecé a trabajar y salí algunas veces hasta entrada la noche, siempre dejando la bici ahí. No importaba la hora de mi vuelta, la bici me esperaba. Esto duró dos o tres años. Un día de lluvia que se venía el mundo abajo me bajé del tren, hice la cuadra hasta el poste y ya no estaba. En su lugar, toda mojada, la cadena cortada y un pedazo del candado, porque ni siquiera lo dejaron entero.
Para reparar la pérdida, me compré otra bicicleta. Ésta la conseguí en una bicicletería de Boulogne Sur Mer, entre Valentín Gómez y Sarmiento. Era una inglesa, también para dama, pero verde. La llevé hasta casa en el furgón del sarmiento. A los pocos días de uso y para mi disgusto, empezó a romperse. Me había salido bastante barata así que decidí cortar por lo sano y llevarla al bicicletero. Para ponerla en condiciones cambió las cubiertas, agregó guardabarros, ojos de gato y, a pedido del cliente, un canasto para llevar cosas.
A diferencia de la bici celeste, con la inglesa ya no tuve necesidad de usar cadenas, hicieron su aparición triunfal en la estación las guarderías. Por cincuenta centavos cuidaban mi bici de 7 a 22. Era una maravilla, pero no tanta porque llegar después de las 22 significaba que mi transporte quedaba cautivo hasta el próximo día. La bici empezó a quedar adentro y yo necesitaba un lugar alternativo donde dejarla. Al tiempo, apareció la segunda guardería, esta vez a la vera del andén en una instalación bastante precaria. El personal estaba integrado por chicos jóvenes de no más de 30 años, todos cristianos evangelistas. Nunca supe si la empresa era un establecimiento de su congregación o simplemente el dueño los contrataba por simpatía. Todos parecían chicos que no habían tenido muchas oportunidades en la vida pero de todas maneras se ocupaban con esmero todas las mañanas ubicando decenas de bicis en los ganchos que colgaban del techo y en el turno de la tarde descolgándolas para la gente que volvía de trabajar: la guardería era de 24 horas y no cerraba nunca excepto el primero de mayo, navidad y año nuevo. Con ese servicio, mi vida cambió; no importaba la hora de mi vuelta, mi bici estaba siempre disponible. No hacía falta que le diera ningún dato a los empleados, todos me conocían, me veían de lejos y ya iban al fondo a buscar mi bici, era un VIP.
Hace un par de años, me mudé a la ciudad. Tomé la precaución de estar cerca de mi otro gran amigo, el tren, pero aún así, siempre quise tener mi bici. Me resultó imposible por una buena medida de tiempo porque la inglesa, que descansa en casa de mis padres, no entra en ningún ascensor y menos en un departamento chico. Hace dos meses, sin embargo, conseguí al fin comprarme una bicicleta plegable con un diseño que la convierte casi casi en un maletín.
Cuando me la compré, un compañero que tiene un modelo similar me dijo que ni me preocupe en comprar una cadena, que tenía que cambiar la mentalidad: esta bici va con vos. Ahí donde llegás, la plegás y te la llevás. Así hice el fin de semana pasado cuando me arrimé al cine para comprar entradas para El padrino. Llegué al cine, plegué la bici y fui derechito hasta la boletería. Cuando entré, no había nadie. Las empleadas estallaron en risas. Yo compré y me retiré con la dignidad intacta, a lo Corleone.
El tren se puede romper, el subte puede entrar en paro, pero la bici siempre está. Descubrí las bicisendas; ese espacio que los automovilistas odian, pero que los ciclistas recuperamos de la barbarie. Por ellas voy: calculé en Google Maps la distancia hasta el trabajo: son 10,5 kilómetros. Gracias al GPS del teléfono celular, registré la velocidad promedio, la altura máxima y mínima del recorrido, y no me privé de dibujar mi ruta sobre un mapa que se puede compartir en las redes sociales. Lamentablemente, la temporada de bici al trabajo quedó clausurada porque no tengo dónde cambiarme y no puedo condenar a mis compañeros a trabajar con ese ser sudoroso que llega a las nueve de la mañana sobre mi bicicleta. Igual, espero tranquilo el otoño venidero para volver al camino: es genial tener tu medio de transporte bajo el escritorio esperando la hora de salida.
*Matías Fernández nació en Buenos Aires. Creó la página sobre cultura y libros Hablando del Asunto (www.hablandodelasunto.com.ar)
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