Blas Radi, profesor de filosofía y activista de DDHH reflexiona sobre la ausencia de varones trans en el debate por la legalización del aborto y recupera los aportes históricos del activismo transmasculino sobre salud y derechos reproductivos.
Por Blas Radi, profesor de filosofía (UBA), becario doctoral (CONICET), y activista de DDHH
En las últimas semanas he sido invitado a responder la misma pregunta sobre el proyecto de legalización de la interrupción voluntaria del embarazo en Argentina: ¿qué pienso sobre la inclusión histórica de la expresión “personas con capacidad de gestar” en el texto del proyecto? Encuentro tantos problemas en la pregunta, que la mayor parte de las veces preferí no responder. Pero me quedé pensando en sus supuestos y en las expectativas de quienes insisten en formularla. A juzgar por el intercambio con ellxs, pareciera que la adición de esa expresión resulta de una concesión espontánea del feminismo de los pañuelos verdes y, en consecuencia, se espera una manifestación pública de gratitud.
Lo he hablado con amigos que recibieron la misma invitación reiterada. “¿Pretenden que estemos agradecidos porque las personas que durante años obstaculizaron nuestra participación en el diseño de políticas de salud reproductiva (¡y lo siguen haciendo!) adoptaron los recursos que nosotros pusimos en circulación?” – me dijo Tom Máscolo hace días.
Sí. Y también esperan que hagamos de cuenta que con “participación” queríamos decir “mera inclusión terminológica”.
Pero volvamos un poco más atrás, me interesa el aspecto histórico de la inclusión “histórica”. ¿Cuál es la historia que deberíamos encontrarnos celebrando? ¿La de (la construcción de) nuestra propia insignificancia?
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La historia es tanto una sucesión de acontecimientos pasados como el relato que construimos sobre ellos. En esta trama participamos como agentes históricxs y como narradorxs. Esto es, intervenimos tanto en el suceder de los eventos como en la construcción de los relatos. Sería muy ingenuo pretender que existe (que puede existir) una crónica neutral y objetiva de ese suceder. Sin embargo, esto de ninguna manera implica que toda narración del pasado es igualmente válida o que todas ellas son verdaderas.
De hecho, a menudo las comunidades sospechan de las narrativas, de las fuentes y de los archivos con los que se trama la historia. Y también de sus claves interpretativas. Por eso, como dice Trouillot, a veces los indios muertos regresan y persiguen a los historiadores. De todos modos, ni la construcción de los sentidos del pasado es monopolio de la historiografía profesional, ni las disputas son meras pulseadas políticas. Y cuando, además, lo que está en juego es el pasado reciente, los actores sociales no necesitan salir de la tumba para hacer justicia por mano propia.
Para los movimientos sociales es muy importante involucrarse en la producción de la memoria colectiva. Después de todo, en la negociación del recuerdo y del olvido se producen identidades, se legitiman órdenes sociales, se habilitan juicios morales y se sientan las bases para la acción presente y futura. Por eso la atención al pasado, lejos de ser una pérdida de tiempo, es una apuesta por la expansión de lo que podemos hoy y lo que podremos mañana.
El caso del activismo transmasculino en Argentina es muy elocuente en este sentido. En tanto grupo político, con frecuencia es definido en términos negativos, muchas veces a partir de comparaciones implícitas: son menos, les falta organización, son invisibles, no tienen urgencias. La novedad perpetua forma parte de esta misma lógica: tampoco tienen pasado.
Esto no es gratuito. El reconocimiento repetido de cada “primer hombre trans” como primero supone una condición de continua emergencia. Esto significa una renuncia a la inscripción dentro de una trayectoria compartida y a la fortaleza que eso confiere: no hubo nadie antes. La sucesión de “primeros hombres trans” es puro presente, algo muy conveniente para la perpetuación de relaciones de dominación.
Las iniciativas que se despliegan en la clave del “yo primero” suelen nacer de la oportunidad: con frecuencia eso es lo único que se permite. Además, para los fugaces protagonistas puede ser muy provechoso en el nivel individual y en el corto plazo. Pero en procesos de mediano y largo plazo, y en términos colectivos, el precio a pagar es muy alto. El debate público sobre salud y derechos reproductivos es buen ejemplo de ello.
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Desde hace por lo menos una década, las agrupaciones de los pañuelos verdes han desplegado distintas estrategias para impedir la participación efectiva de activistas y organizaciones transmasculinos en el diseño, implementación y monitoreo de iniciativas legislativas y políticas públicas sobre salud y derechos reproductivos. Algunas estrategias consistieron en bloquear esa participación. Otras apuntaron a garantizar que no sea eficaz. Por ejemplo, estableciendo criterios de selección mediática de activistas emergentes o restringiendo sus intervenciones a la mera proferencia constatativa de las características físicas.
En el primer caso, se promueven figuras que apuntan a consolidar su propio protagonismo en la esfera pública con la retórica del “canté pri”, esto es: a costa de la historia del activismo transmasculino sobre este tema, cuyos aportes tienden a ser omitidos o atribuidos al feminismo (como decía Dante Neptuno hace unos días: la inclusión de personas trans asignadas al sexo femenino al nacer se debe a cualquier cosa menos a las personas trans asignadas al sexo femenino al nacer). En el segundo, no pasamos de la constatación: “tenemos capacidad de gestar”. Todos funcionan con la lógica de la novedad, que suelta cada vez su mismo mensaje al viento con energía renovada, anclando la disputa al terreno de la mera existencia aquí y ahora, y a la necesidad de comenzar procesos de cara al futuro. Su ejecución entierra la trayectoria del movimiento en las fosas comunes del pasado. Y, con él, la experticia, la madurez, los debates, los planes de acción y la plataforma colectiva desde la cual disputar mucho más que la inclusión simbólica. No queda nada de esto en el registro colectivo. O, mejor dicho, sobre eso queda el silencio. Un silencio activo que aprovecha el impacto estratégico de lo perpetuamente nuevo.
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En Argentina, el activismo trans por los derechos reproductivos es previo a la ley de identidad de género y fue llevado adelante durante más de una década por activistas transmasculinos. Los sucesivos intentos de generar coaliciones con las iniciativas por la legalización del aborto voluntario no prosperaron debido al cisexismo de esas iniciativas y sus coordinadoras. Las compañeras trans no acompañaron tampoco. Algunas se oponían firmemente al aborto. Otras defendieron el aborto legal, pero como un tema de salud de las mujeres (cis).
El valor del trabajo político de los activistas transmasculinos, y su misma existencia, es todavía difícil de asimilar para mucha gente, incluso para personas trans. Y si no pueden evitar ignorarlo, ponen todo su empeño en hacer de cuenta que es reciente, poco significativo y que, en todo caso, merece un linaje que encuentre a travestis y personas cis a la cabeza: si existe hoy un núcleo de demandas transmasculinas con relación a la salud y los derechos reproductivos, entonces habrán surgido en los últimos años – conceden. Y habrán surgido espontáneamente, porque si hubo algo antes, habrá sido puro ruido – admiten, restándole valor político y justificación. Ahora bien, si se trata de algo significativo, digno de reconocimiento, si en lugar de “mera crítica” fue un trabajo original de defensa de la autonomía e integridad corporal y de disputa de los sentidos normativos respecto de la reproducción, entonces merece ser atribuido a otra gente – no vaya a ser cosa.
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