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Vendrá la libertad y será en un carro

por Horacio Dall'Oglio
10 de enero de 2017

Hace 110 años, en la ciudad entrerriana de Villaguay, se perpetraba el atentado a la libertad de expresión más cruento y menos recordado de la historia argentina.

Es el amanecer del 11 de enero de 1907 y Julio Modesto Gaillard, el carrero encargado de trasladar de Colón a Villaguay la imprenta del periodista Antonio Ciapuscio, está tendido en el piso, con las manos atadas por la espalda, y bajo el retoño de un espinillo retorciéndose del dolor que le han provocado las boleadoras del comisario en el pecho. Apenas unas diez horas antes, el cencerro de bronce de la yegua madrina anuncia a los cuatro caballos restantes de la tropilla que deben apurar el paso. La llovizna intensa moja la cara polvorienta de Gaillard y la imprenta del diario El Pueblo, junto con una treintena de cajas con tipos que rebotan dentro del carro en cada accidente de la huella. El agua es una tregua para la sequía que desde hace meses acecha en Entre Ríos, pero puede ser un peligro si se descarga ese cúmulo de nubes relampagueantes hacia el este, hacia Villaguay, a tan sólo dos leguas cruzando el arroyo Bergara. Pronto el camino será una pasta espesa e intransitable y los arroyos llenarán sus caudales hasta tapar los puentes y pasos, así que Gaillard se apura a descargar el látigo sobre sus animales con más ansiedad que fuerza. Allá lo esperan, en Paso y 25 de Mayo, el director del diario, el resto de la paga y su familia. Cuatro días hace que está fuera de casa y ansía ver la cara de su mujer, Petrona González, cuando sepa del regalo que lleva en el bolsillo de su camisa y que ahora roza con la mano izquierda sin soltar las riendas.

A menos de un kilómetro los policías de La Capilla, que llevan los mismos cuatro días oteando sin éxito en las lomadas, vuelven a la comisaría a tranco lento y con el espíritu abatido porque intuyen que Gaillard tiene que haber llegado a Villaguay con la imprenta por el camino menos pensado, por adentro del monte salvaje, y en cuanto Hermelo se entere los meterá en el cepo varios días. Juan Severino Hermelo ha asumido ilegítimamente la intendencia de Villaguay y desde hace algunos años también se ha hecho cargo de la policía local. Maneja la ciudad a su antojo y hará todo lo posible para que la imprenta que trae Gaillard en su carro no llegue a sus tierras. Para colmo, la llovizna tristona empapa sus uniformes y trabucos. De pronto, el comisario Félix Santa Cruz levanta la cabeza y detiene su caballo a mitad de la calle. El cabo Villalba y el agente Cisneros atajan su marcha unos metros adelante y vuelven la vista hacia su jefe que les pide silencio. Escuchen, dice Santa Cruz, y los tres policías se quedan tiesos por un momento sobre sus caballos intentando aguzar el oído entremedio de la llovizna; viene del norte, sentencia el superior. A lo lejos se deja oír el tintinear apresurado de un cencerro, cada vez con más claridad. El comisario, seguro de que solo un carrero puede estar cabalgando por dentro del monte a esa velocidad, espuelea su animal y sale al galope sobre la tierra húmeda con bríos renovados. Santa Cruz jinetea en paralelo con la arboleda tupida mientras su patrulla le sigue el paso a unos metros y el sonido del cencerro se torna cada vez más nítido, tanto que pareciera que en cualquier momento se lo chocan. De la nada misma, como uno de los relámpagos que se dibujan sobre los nubarrones amenazantes, Gaillard pasa sentado en el palo de su pescante frente a los policías a puro restallar del látigo, en dirección al puente del arroyo Bergara, y logra ver de soslayo a los uniformados así que decide levantarse y cabalgar parado. Gaillard no se amilana ante las ruedas que patinan en el barro de la calle, ni ante el grito impetuoso de Santa Cruz que le pide que pare al tiempo que desenfunda su arma y empieza a levantar el brazo en dirección al carrero; empecinado, solo piensa en lo cerca que está del puente, en lo cerca que está de llegar. Pero con el balazo al aire los caballos se asustan y Gaillard tiene que usar su cuerpo fornido para detener los corcoveos de sus bestias.

Apenas despunta el sol en el monte entrerriano, los policías lo sacan a los empujones de la comisaría en localidad de La Capilla. Afuera, ni el lucero está para ver cómo lo arrastran hasta su carro. Tiene la orden de regresar a Colón con la imprenta y no volver nunca más con el temido instrumento a las tierras de Hermelo.

Gaillard está acurrucado en un banco de madera dentro del calabozo. Sobre una de las paredes de la comisaría ve las sombras de los policías estiradas por la lámpara de kerosene y antes de dormirse, quizás para no sentir el frío de la ropa húmeda, el hambre de varias horas y los dolores de las patadas y puñetazos oficiales, escucha decir algo sobre el campo de una viuda al mismo que le ha quitado su cuchillo marca SOL y el puñal de la bota. A mitad de la noche Gaillard se despierta y ve a los milicos despatarrados en sus sillas, pero él sigue ahí en el banco, hecho un bollo, mientras las nubes pasan presurosas con destino incierto por la ventana del calabozo. Apenas despunta el sol en el monte entrerriano, los policías lo sacan a los empujones de la comisaría en localidad de La Capilla. Afuera, ni el lucero está para ver cómo lo arrastran hasta su carro. Tiene la orden de regresar a Colón con la imprenta y no volver nunca más con el temido instrumento a las tierras de Hermelo. Al ver el celeste intenso del cielo, Gaillard piensa que nada malo puede pasar bajo semejante toldo estirado y apacible, escasamente interrumpido por los rayos violáceos del amanecer, aunque por la forma en que lo arrean teme equivocarse. Los policías que lo escoltan prometen acompañarlo unos cuantos kilómetros para asegurarse que no se vuelva a Villaguay, pero hace tiempo que se han desviado del camino principal que lleva a Colón, y se han internado en campos desconocidos. No tarda mucho Gaillard en advertir que están cerca del arroyo Santa Rosa, más precisamente en la cañada Las Achiras. Ahí lo paran, lo bajan del carro y atan sus brazos por la espalda con una faja. Desde lo alto del terraplén empinado el carrero ve en el caudal crecido del arroyo la duplicación del toldo celeste, aunque ahora rugoso y desapacible. De sus monturas, Villalba y Cisneros sacan sendos martillos con los que destrozan las cajas de madera con centenares de tipos y luego intentan romper la imprenta de Ciapuscio, pero el hierro se resiste al hierro mismo. Santa Cruz le pide entonces a los dos policías que se bajen del carro y echen todo al agua, ante la súplica desesperada del carrero. Alcanzan con un par de azotes para que la tropilla se encabrite y se lance inconsciente, apagando el tintinear inquieto del cencerro de la yegua madrina y el chirrido de los bujes del carro, bajo una tumba acuosa. Impotente, Gaillard llora lágrimas negras de mugre y tristeza.

Los policías no piensan dejarlo vivo, saben que la única forma de lograr impunidad en la destrucción de la imprenta de Ciapuscio es logrando que el carrero no cuente nada de lo sucedido al vehemente periodista.

Julio Modesto Gaillard, además de ser un hombre muy querido en Villaguay, es alguien que conoce bien el camino. Suele viajar a Colón de donde trae frutas que su mujer y sus cuatro hijos venden en el rancho, mientras él se mete al monte áspero en busca de leña. El ñandubay para las herrerías, el algarrobo y el espinillo para las panaderías y las matronas que avivan a diario el fuego del mate, la olla o la plancha. Gaillard, hombre precavido, desconoce que se han estado telegrafiando con mensajes cifrados entre las receptorías de Colón y Villaguay, por orden del Jefe de Policía Juan Severino Hermelo, para conocer el momento de salida de la imprenta, pero está al tanto de quién es Ciapuscio y a quién se opone, por lo que toma varios recaudos. Arranca su viaje el lunes 7 de enero de 1907, un día después de instaurarse por primera vez en Entre Ríos la Ley de Descanso Dominical, por la que podrían meterlo preso si lo encuentran trabajando. Luego, una vez en Colón, hace tiempo para retrasar la llegada de la imprenta a destino viendo los escaparates de la creciente ciudad donde compra el regalo para su esposa que lleva en el bolsillo de su camisa, y por último cambia el camino de regreso. Sin embargo, pese a todas sus precauciones, el mismo policía que le ha quitado el cuchillo, el tal Villalva, ahora se apea rápido del caballo, abre el portón del campo de la viuda Medarda Sagastume, casi en el límite entre Concepción del Uruguay y Colón, y vuelve a montar. Los tres policías internan a Gaillard, que camina con las manos atadas por la espalda, en un potrero sin mucho uso, tal como se ve por el tamaño de los pastos y la manera en que crecen los cardos. Los policías no piensan dejarlo vivo, saben que la única forma de lograr impunidad en la destrucción de la imprenta de Ciapuscio es logrando que el carrero no cuente nada de lo sucedido al vehemente periodista. Entre los yuyos un grupo de teros madrugadores grita alarmado y el carrero entiende el peligro que corre. Llegan a la vera del arroyo Santa Rosa y los policías dejan sus caballos pastando. El comisario pasa desafiante frente a Gaillard, que le saca una cabeza de altura al funcionario, y le asesta un puñetazo en el vientre. El carrero cae de rodillas al piso húmedo y Santa Cruz ordena exaltado: ¡Mátenlo! Entonces, Eduardo Cisneros desnuda su faca con fingida valentía, pero no puede hacerlo; se doblega ante la mirada sostenida de Gaillard desde abajo y se aparta. Villalba, envalentonado por el poder que le otorga el cuchillo ajeno, se acerca al carrero por detrás y lo toma del pescuezo, pero antes que intente nada Julio Modesto se deshace de él con un golpe a la altura de estómago y el cuchillo cae al barro, en una huella de bota policial. Félix Santa Cruz, indignado, recorre la distancia hasta su caballo a paso firme, saca unas boleadoras de su montura y vuelve frente al carrero. Como si fuera un ganado chúcaro al que es preciso bolear, el comisario de La Capilla asesta las tres bolsas con piedras en el pecho de Gaillard, que ahora está tendido en el piso retorciéndose del dolor. Es cuando Santa Cruz levanta el cuchillo embarrado del carrero, lo agarra de la melena y con el filo del acero dibuja una media luna en el cuello de la que brota la sangre incontenible.

Faltan varios días aún para que el pueblo de Villaguay se entere del asesinato a través de un peón de campo de la viuda Medarda Sagastume y, enardecido del dolor, se levante en protesta en la plaza principal, pero a la vez lleno de solidaridad, junte dinero por subscripción popular para entregarle a la familia de Gaillard y regalarle una imprenta a Ciapuscio con la que editará de nuevo su diario El Pueblo en 1908; como falta también para que la policía de Villaguay a cargo de Hermelo elabore falsas pesquisas y remita a un tal Sabá Ledesma, indicado por el Jefe de Policía como el autor del crimen, y a un peón de éste, quien declarará que “…en Villaguay se le había enseñado lo que debía decir..”; como faltan quince días para que la justicia de Concepción del Uruguay se digne en retirar el cuerpo del mismo paraje, en un estado de putrefacción tal que apenas si se distingue una forma humana; como falta para que Antonio Ciapuscio realice su propia investigación, lleve a juicio a los verdaderos asesinos, y la justicia, siempre ciega para el humilde, para el Modesto, pero tuerta para acomodado, deje libre a Hermelo por falta de mérito y la causa quede sin sentencia firme para los verdugos. Pero este es ante todo el momento postrero en el que, inevitablemente, Gaillard se desangra bajo la tímida sombra de un retoño de espinillo, como el que recoge a diario del monte para las matronas, con la cabeza apenas unida al cuerpo y la sangre que corre veloz hacia su camisa, hacia el bolsillo izquierdo, donde guarda con recelo un par de aros que trae de Colón y piensa regalárselos a su mujer cuando llegue, después de semejante trabajo, después de llevar a la libertad en un carro.

 

Un periodista, un policía y un laburante

A finales del siglo XIX y principios del XX, Entre Ríos es gobernado por una sucesión de familiares directos e indirectos que delegan los poderes locales a los caudillos de cada ciudad, y las relaciones entre el periodismo y la policía en Villaguay son más que tensas. Al decir del historiador villaguayense Don Justo José Miranda, los periodistas son “gallos de riña de picos fuertes y agudos puones”, y la policía solo tolera a los “adictos” mientras persigue “con saña” a los opositores. Unos veinte años antes del “Crimen de Santa Rosa”, como se lo conoce al asesinato de Gaillard por su cercanía con el arroyo, el periodista y futuro educador de la provincia de Corrientes, Francisco Podestá, es apaleado en la comisaría y tirado a la calle bajo la sospecha de estar muerto. En este micro clima aparece un precoz periodista llamado Antonio Ciapuscio, nacido en 1877 en Concepción del Uruguay, que funda su primer periódico, Crisálida, con tan solo 17 años. Por su parte, Juan Severino Hermelo nace en la República Oriental del Uruguay y llega en 1895 a la intendencia de Villaguay con sospechas por la falta de documentación que lo autorizase para tal cargo. En 1898 pasa a ser Jefe de Policía hasta 1907, año en el que renuncia de manera abrupta por las repercusiones del asesinato del carrero. Cuando Hermelo contacta a Ciapuscio en 1901 para que dirija un nuevo diario oficialista, El Pueblo, no tardan mucho tiempo en desencontrarse y al mes se separan. A partir de ahí, Ciapuscio deberá soportar constantes amenazas, emboscadas, e intentos de incendio de su diario que terminarán a fines de 1903 con la mudanza a la ciudad de Colón. Poco antes, en una editorial del 9 de marzo del mismo año, Antonio Ciapuscio escribe: “…El Pueblo no responde a la consigna acomodaticia de doblarse 'a la corriente'. Su misión es más alta; su palabra tiene que perforar muy hondo, y como la gota de agua que horada poco a poco la dura piedra, llevar la luz de la verdad hasta el fondo de las conciencias…”. Pero, pese a sus intenciones, Hermelo logrará enjuiciarlo por el delito de calumnias e injurias, después que el Jefe de Policía sintiera herido su honor cuando Ciapuscio lo denunciara en su diario por haberse quedado con unos campos de Polonio Velázquez, hijo del caudillo Crispín Velázquez. El periodista pasa dos años y dos meses en la cárcel, de septiembre de1904 a noviembre de 1906; al salir, su hermana gana la lotería y aporta 800 pesos para la compra de una nueva imprenta en Colón, pero Ciapuscio quiere volver a Villaguay para enfrentarse a Hermelo, y es ahí donde contrata al carrero Jullio Modesto Gaillard.