Hoy Luis Alberto Spinetta cumpliría 67 años. Aquí lo recordamos con fragmentos de Una Vida Hermosa, un libro de Miguel Grinberg, amigo y productor de El Flaco.
Buscando las llaves de control
Luis Alberto Spinetta vivió en sintonía con las esferas donde se incuban los mejores sueños de la humanidad, aunque algunas veces se topaba con algunas de las más traumáticas pesadillas de una cultura en descomposición. Así consolidó su magna obra, oscilando entre un caos estructural y una zona de ilimitado deslumbramiento. Aquí es donde se anidan y asimismo vibran las musas de los poetas, las armonías de los músicos y las visiones de los profetas. Que están a disposición de quienes se predispongan al contacto, a la impregnación energética que conocemos como “estado inspirado del alma”.
Algunos alcanzan dicha latitud ocasionalmente y el resto de su tiempo caen en las tentaciones materialistas de la vida mundana. Otros, en cambio, se convierten en frecuentes parroquianos de lo que Luis denominaba “instinto de vida”, materia prima de visiones únicas para la evolución existencial de nuestra atribulada especie.
Declives y epílogos
Vino y dijo: “Voy a buscar a la muerte para nacerla” en uno de los poemas de su único libro publicado, Guitarra negra. Podría decirse que encarnó un poema único, indivisible, que se desplegó a través de medio siglo entre metales corroídos y ciudades heladas. En el mismo instante del deslumbramiento dentro del cual latieron sus días en la tierra, su voz se multiplicó en el tiempo y el espacio como un germen feroz y raramente tímido; construyó un gran itinerario de canciones, versos, dibujos, mándalas, entrevistas, recitales, discos y, oh fortuna, silencios inconfundibles.
Lo conocimos como el Flaco Luis. Vino y remarcó que “somos parte de una totalidad que nos contiene” (Guitarra negra). Su recurso de navegación, para él y gran parte de su generación, fue la música. Cabe recordar que en su año de nacimiento (1950) también vinieron al mundo Norberto Pappo Napolitano, Stevie Wonder y Tony Banks (tecladista de Genesis), en tanto el sello Columbia Records lanzaba el primer álbum doble de la historia llamado The Famous 1938 Carnegie Hall Jazz Concert, show en vivo de la orquesta del clarinetista Benny Goodman. La era del swing ingresaba a los museos. Se incubaba la era del rock and roll.
Era irresistible su influjo, desde el silencio o el canto o sus monólogos a menudo enigmáticos, palabras que articulaba como frutos arrancados de un árbol invisible.Pero no hay modo de describir lo invisible, excepto por medio de la profecía. Se lo capta, se lo intuye o adivina, no se deja absorber por su halo, aunque es posible picotearlo a ciegas; intuir su insólita presencia, sintonizarlo como se percibe la primavera, ya a finales de agosto.
Lo imponderable de Luis es que sembró sus semillas sin grandilocuencia, paso a paso, canción tras canción, como capítulos de una historia que empezó, transcurrió y alcanzó su desenlace en tiempo y forma, como cumpliendo un contrato con el universo.
Deseos distintos
¿Acaso Buda tenía razón? ¿Es la vida únicamente sufrimiento y no hay modo de fugarse de ello? O tal vez sí, hay una salida de emergencia mediante el desapego la indiferencia Durante mi último encuentro con Luis, él estaba con un libro en la mano, que contenía haikus del japonés Matsuo Bash (1644-1694), quien escribió: “Habiendo enfermado en el camino / mis sueños merodean / por páramos yermos. Este camino / ya nadie lo recorre / salvo el crepúsculo”. Esta antigua poética japonesa en general se basa en el asombro y el embeleso que produce en el poeta la contemplación de la naturaleza. No hay modo de saber hasta qué punto Luis se sabía atacado por una dolencia letal, pero antes de que el asunto tomara estado público, ya se captaba en su accionar y en sus expresiones una suerte de serenidad inconfesable. Acaso ya transitaba esa contemplación de la eternidad donde los sentidos resaltan el movimiento mismo de la vida. Años antes le había confesado al periodista Rodolfo Braceli: “Me mata no hacer nada”.
Luis estuvo siempre, igual que aquel legendario maestro zen, atraído por los deseos distintos, y citaba con frecuencia un haiku referido a los pimientos y las libélulas. No evadía las rutinas para hacerse el raro: era original por naturaleza, por designio de poderes por encima de la mente humana. Que rigen el destino de las personas más allá del apego al mundo y a las artes. Y entonces citó a Buda: “Uno sólo es infeliz por comparación”. Solo queda, entonces, volverse inequívocamente incomparable.
Desapegarse es viajar con un equipaje mínimo, alimentarse de manera frugal pero opípara, sumergirse en las ignotas profundidades sin perder contacto con la superficie. El ancla de Luis fue la construcción de una sólida familia: a través de la música se aventuró en dimensiones desconocidas; a través del amor por sus mujeres, sus hijos y sus nietos, se construyó como ser humano, tierno, pacífico e insobornable. Nunca permitió que los medios frívolos invadieran el baluarte de su intimidad con sus seres queridos.
Portavoz esclarecido
Brilló entre nosotros con resplandores que se presentan muy ocasionalmente
en las sociedades humanas. Surgió allí donde nada ni nadie presagiaba su advenimiento. En un barrio de Buenos Aires más adscripto al grito de gol que a la profecía. Y fuera de toda farándula erigió una obra original donde versos y melodías se entrelazaron hablándole en susurros al alma de sus congéneres.
Canto en 1980: “Ven a mí con tu dulce luz / Alma de diamante”. Por eso, hizo del vivir bellamente su arte cotidiano, componiendo, cantando, amando, procreando, motivando a multitudes laceradas por las mentiras del siglo XX, hasta desembocar en un súbito mutis por el foro que no para de acongojarnos.
No se acurrucó en la expectativa de los honores, aunque los recibió por el propio peso elegíaco de su obra. Y así, el niño de luz se convirtió netamente en un hombre-faro que siempre mantuvo alertas sus dones espirituales y su plegaria inspiradora. Cabalgando soles.
Fue portavoz de muchas certidumbres emanadas del arte de sembrar luz en tiempos tenebrosos. Actuó como un faro durante cuatro décadas y no en vano bautizó su acta de partida como un accionar de “bandas eternas”. Su arte visionario señala rumbos. Ofreció incesantes atisbos de plenitud generosa: todo él fue un parto de transparencias.
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