“Que el gobernador se quede a vivir con una comunidad indígena para conocer nuestros problemas”
por Estefanía SantoroFotos: Agustina Salinas
19 de julio de 2023
En Salta habitan diversas comunidades originarias que sufren el despojo territorial, las muertes por desnutrición y la ausencia del Estado ante estas urgencias. Cristina Pérez es referenta de una asociación que consiguió con lucha y organización un fallo internacional para recuperar sus tierras.
Lunaia, que en wichí significa Cristina, nació en Santa Victoria Este, una localidad del norte de Salta, en la frontera con Bolivia y Paraguay. En esa zona conviven 12 mil personas de cinco etnias distintas: wichí, chorote, toba, chulupí y tapiete, que se encuentran agrupadas en la Asociación de Comunidades Aborígenes Lhaka Honhat que lidera Lunaia.
La familia de esta referente indígena tiene una genealogía de recuperación de tierras ancestrales. Su papá, como ejemplo cercano, dedicó su vida a la lucha por el territorio de su pueblo. Lunaia, que para la población no indígena se llama Cristina Pérez, es la continuadora de esa tradición de lucha.
Semanas atrás estuvo en Buenos Aires para visibilizar las novedades de un fallo judicial histórico: la Corte Interamericana de Derechos Humanos dictó en abril de 2020 una sentencia para que el Estado Argentino reconozca la posesión comunitaria de unas 400.000 hectáreas reclamadas por Lhaka Honhat y también condenó la violación de los derechos a la identidad cultural, el acceso a un medio ambiente sano, a la alimentación y al agua que padecen las comunidades representadas.
Después de los vaivenes propios de la Justicia y el poder político, con el patrocinio jurídico del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) lograron sentar a la mesa a representantes de Nación y de Salta para finalmente firmar un acta donde se reconoce el título único de propiedad comunitaria.
El conflicto territorial se remonta al menos a 1984, cuando las comunidades arraigadas en Salta reclamaron el reconocimiento y la titulación de sus tierras ancestrales. Durante años se vieron forzadas a modificar su vida y costumbres por el asentamiento de familias criollas, el pastoreo en sus territorios, los alambrados y la tala ilegal.
Ante la falta de respuesta del Estado Argentino, en 1998 Lhaka Honhat y el CELS presentaron una denuncia ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Catorce años después, este organismo dictó un informe en el que declaró la violación de los derechos de estas comunidades y dispuso las reparaciones correspondientes. En 2018, el caso llegó a la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que en 2020 falló a favor de las poblaciones indígenas.
Una voz testigo de las injusticias
El caso sentó un precedente muy importante para la lucha de los pueblos indígenas por sus derechos, ya que es la primera vez que la Corte Interamericana dicta una sentencia sobre la propiedad ancestral en la Argentina. Cristina (Lunaia) es parte de ese logro. Tiene una voz tenue y baja que transmite armonía, habla pausado y con calma. Cuenta el abandono que viven las personas en su comunidad, las enfermedades que sufren las niñeces por tomar agua contaminada, la destrucción de sus territorios y la desaparición de su alimento y su medicina.
–¿Qué consecuencias trajo en el territorio la invasión de criollos?
–En los 90 se empezó a ver la instalación de algunos criollos. Obviamente que llegaron antes que yo naciera, mi papá siempre me contaba esta historia; yo empecé a verlos cuando tenía ocho, nueve años. Durante los primeros años de mi infancia recuerdo que todavía nos sentíamos libres, íbamos a las lagunas y comíamos lo que encontrábamos en el monte, pero con el correr del tiempo fui creciendo y viendo los problemas. Los criollos trajeron más animales y empezamos a sufrir las consecuencias. Nosotros teníamos nuestro cerco ancestral que se hacía con ramas, pero los animales entraban y se comían todo lo que se había trabajado durante mucho tiempo. De un día para otro ya no no podíamos circular porque había alambrados y encontrábamos vacas donde antes no había. Así vimos cómo cambió el monte, ya no era verde, ya no podíamos tomar agua de las lagunas porque tenía orina de vaca. Después vimos la llegada de los burros y los caballos. Cuando tenía más o menos 15 años comencé a notar el problema de las bebidas alcohólicas, eso fue negocio que metieron los criollos en las comunidades. Hacían trabajar a las comunidades y en lugar de pagarles con plata o comida, les daban alcohol, puro alcohol. Con el correr de los tiempos eso se agravó, empezamos a tener problemas con los abusos sexuales, violaciones a las mujeres. Mi papá siempre luchó contra eso, yo era muy chica y no entendía bien lo que pasaba pero poco a poco lo fui entendiendo.
–¿Qué pasaba en las comunidades antes de la llegada de los criollos, cómo era la distribución del trabajo en las familias indígenas y qué rol tenía la mujer?
–Antes de la llegada del criollo y todas las leyes que existen, nosotros éramos una cultura que tenía nuestras propias normas, que no estaban escritas pero las teníamos muy en claro y las seguimos teniendo. En esa época no teníamos tantos problemas como los que hay hoy, que vienen de afuera. Vivíamos en una comunidad donde se comparte todo, el hombre pesca y la mujer también, ambos hacen el chaguar, el hilado. Todo el trabajo de cada familia se compartía y para nosotros en las comunidades la mujer cumple un rol muy importante dentro de la organización y la forma del cuidado de un pueblo, así como también en las tomas de decisiones. De hecho, las mujeres están muy presentes en las tomas de decisiones con respecto al proceso de tierras porque no solamente el hombre utiliza el territorio, sino que la mujer tiene sus trabajos también, es un territorio compartido. Los criollos llegaron y empezaron a cometer violaciones hacia las niñas o a veces inclusive a las mujeres grandes.
–¿Cómo cometen esas violaciones?
–Hay criollos que son pícaros. El territorio es muy grande, antes nosotros éramos libres de recorrer, podíamos ir en grupo, íbamos seguras. Ahora de repente viene el criollo solo o en grupo y encuentran a estos grupos de mujeres, empiezan a amenazarlas y surge esa violación. Las mujeres tienen miedo de hablar porque los criollos las amenazan con armas. Hubo casos muy feos en la zona donde se hizo la denuncia a la Policía pero esos casos quedaron sin resolver hasta el día de hoy.
–La Justicia no actúa cuando la denuncia la hace una persona indígena.
–Claro, hay una discriminación porque cuando hay una denuncia de una comunidad nadie actúa, pero cuando denuncia un criollo entra rápido la denuncia, la fiscalía se mueve, investiga qué pasó y termina acusando a las comunidades. Además, el criollo vende cosas que no debería vender y cuando las comunidades informan a la Policía, les piden pruebas, fotos, pero las comunidades no manejan cámaras. En estos últimos años hubo varias violaciones de grupos de personas que son de las fronteras de Bolivia y Paraguay. Entran al territorio, hacen estos tipos de violaciones y se van. La fiscalía dice “no podemos hacer nada porque es frontera” y el violador circula tranquilo y va de acá para allá.
Despojo, muerte y criminalización
La provincia de Salta es recurrente en la agenda noticiosa del hambre. En las comunidades originarias del norte provincial, principalmente, las muertes de niñes por desnutrición suceden con una frecuencia alarmante. Al despojo territorial y la exclusión que padecen los pobladores originarios se suma la respuesta tardía del Estado, cuando no la judicialización de las propias familias.
–¿Qué pensás cuando los funcionaries provinciales culpan a padres y madres de las muertes infantiles?
–Cada territorio tiene sus problemas. Por ejemplo, en la zona donde vivo yo siempre decimos que el problema empezó con la llegada de los animales. No podemos comer sano porque todo está contaminado por lo que deja el animal y hay zonas de comunidades que viven cerca de una finca donde fumigan con agrotóxicos. No tenemos agua potable, el Gobierno no cumple con la consulta previa. Gastan millones haciendo un pozo, piensan que eso va a traer una solución y sale agua salada, pero el culpable es el indígena. El Gobierno no tiene idea de lo que pasa en las comunidades, cuando se muere un niño solo dicen que la culpable es la madre por no llevar a su hijo al hospital. Ellos toman sus decisiones, arman sus programas para luchar contra la desnutrición y dicen “hay que darle yogur y verduras”, pero no ven que las comunidades no tienen heladeras, no conocen el yogur ni la zanahoria, tienen otra forma de alimentación. Eso es lo que al Gobierno le cuesta entender o no quiere ver.
–¿Qué sucede con esas madres que son culpadas de las muertes de sus propios hijos?
–En nuestra zona cuando se habla de las muertes empieza la judicialización de las madres. Para ellos judicializar un caso es la solución, pero para nosotros no. Se pide que formemos parte de la toma de decisiones en cuanto a la salud, sin embargo, seguimos con este problema. Nombran gente que no es de las comunidades, son agentes sanitarios que van a las zonas vulnerables pero no hablan el idioma. Las mujeres no van a ir a hablar con un criollo cuando tienen dificultad para hablar el idioma. Presencié varios casos de judicialización donde el Gobierno provincial mandó el Programa UNIR como la gran solución al problema de la desnutrición. En las comunidades más vulnerables de la zona del monte no tienen acceso a salud y educación, son personas que no tienen DNI, nacieron en sus casas. A esas zonas mandan a un criollo que no pregunta si tienen problemas de salud, son comunidades que están muy aisladas. Los chicos consumen agua que está contaminada, toman agua de una represa a la que le hicieron una limpieza, pero las vacas entran a la represa y la contaminan. Como pueblo nunca decimos que no está bien la salud occidental, hay cosas que nos sirven y hay otras cosas que se pueden resolver mediante las medicinas ancestrales. Nos obligan a ir al hospital, ya no tenemos el monte donde están nuestras medicinas.
–¿Qué mirada tenés sobre los programas que ha impulsado el Gobierno de Salta?
–Si, participé del Programa UNIR. Me uní tratando que respeten a la comunidad y que puedan entender un poquito la cultura pero no tuve una buena experiencia. La Provincia llegó con su plan de alimentación y cuando vi el cronograma había talleres donde pretendían enseñar a una madre cómo criar a su hijo. Es una burla. Querían que tome lo que ellos decían y les enseñe a mis propias paisanas como si fuera un curso. El otro plan era hacer una guardería de 8 a 12 para niños de tres a cinco años. Las mujeres de nuestras comunidades tienen un afecto hacia su hijo, no somos una cultura que dejamos a los niños al cuidado de alguien. Nosotros tenemos terror de que venga alguien a cuidarlos. Todo este programa era una burla.
–Las comunidades recolectaban agua no apta para el consumo en bidones de agrotóxicos. ¿De eso nunca se habló?
–Jamás. En Santa Victoria no hay un recipiente que dé el Gobierno para acopiar agua, las personas tienen que sacar un bidón de la finca, limpiarlo y quién sabe qué es lo que había en ese bidón. Tampoco se trabaja la interculturalidad dentro de lo que es la salud. El Gobierno nos obliga a que hagamos cosas pero es un mundo muy diferente al nuestro. Una madre que siempre estuvo en el mismo lugar, de repente la encierran en uno totalmente distinto. Imagínense si yo diría “todos los de Buenos Aires vengan a vivir con nosotros”, no durarían ni una semana porque nosotros tenemos nuestra propia forma de comer y vivir. Tuve una discusión muy fuerte con el gerente del hospital de Santa Victoria Este, no para chocar, sino para buscar una forma de que esto funcione o que puedan ayudar a los chicos. Yo le decía a la jefa del Programa UNIR “¿ustedes piensan que judicializar un caso es bueno?”. Lo que hacen es mandar a la Policía detrás de una madre con su hijo enfermo como si fuera un delincuente.
–¿A dónde llevan a esa madre cuando judicializan un caso?
–A esas madres las llevan al hospital. Hay casos de niños que pasaron por una deshidratación, se les da suero y luego el alta, pero no hay un seguimiento, nadie se fija cómo sigue ese niño y cuando regresa al territorio toma agua contaminada de nuevo y se vuelve a enfermar. Los agentes sanitarios no hacen controles, aparecen dos meses después del alta, los chicos no tienen vacunas, a las embarazadas no se les hacen controles. Después el Gobierno dice “vamos a hacer un programa de alimentación” y les dan una bolsita de mercadería donde hay maicena, leche y otras cosas que ni sabemos qué son ni cómo prepararlo.
–¿Como el muffin de soja que se repartió en 2021 a niñes wichí para combatir la desnutrición?
–Sí, en medio de la pandemia hicieron un estudio con los chiquitos. Los encerraron como ratitas de laboratorio y crearon un centro nutricional que dicen que es para pueblos originarios de Santa Victoria, pero terminaron contratando a criollos y no hay ningún indígena en Enfermería. El hospital siempre cambia de directores, no duran ni una semana; se van porque no entienden a la comunidad y no informan qué tipo de vacunas están llevando a la comunidad. ¿Cómo van a ir a vacunarse si no saben de qué se trata, mientras el Gobierno dice que el culpable es el indígena? Me gustaría que algún día el gobernador entre en la comunidad, se queda a vivir y vea cuáles son los problemas que tenemos y cómo está el sistema de salud.
–¿Cómo te afectó personalmente la discriminación por ser indígena?
–La discriminación ha estado desde la llegada del hombre blanco. Siempre sufrimos la falta de acceso a la educación, a la salud y más que nada sufrimos discriminación como mujeres porque hay una barrera muy importante que es la lengua, lo que nos dificulta contar lo que nos pasa y más en cuestiones que tienen que ver con la salud. Desde que tengo memoria siempre vi el mismo problema: los criollos llegan, traen sus animales, empiezan a alambrar y a apropiarse de los lugares. Nuestros abuelos pensaron en nosotros y esta nueva generación sigue su camino de organización y lucha para recuperar los territorios.
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