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Mi amigo Nicanor

por Miguel Grinberg
30 de enero de 2018

Hace unos días, a los 103 años, murió Nicanor Parra. Nuestro compañero Miguel Grinberg recuerda los días con ese gigante poeta chileno y a su obra cargada de libertad y originalidad.

Su capacidad de expresión y su osadía lindante con la insolencia le permitieron abrirse espacio en un territorio dominado por la figura señera de su compatriota Pablo Neruda, al punto de convertirse en un personaje único de la cultura rebelde del Nuevo Mundo. Dijo un día: “Nunca fui el autor de nada porque siempre he pescado cosas que andaban en el aire… Durante medio siglo la poesía fue el paraíso del tonto solemne. Hasta que vine yo y me instalé con mi montaña rusa. Suban, si les parece. Claro que yo no respondo si bajan echando sangre por boca y narices". (Versos de salón, 1962).

Parra trabó amistad personal con los poetas beatniks Allen Ginsberg y Lawrence Ferlinghetti en enero de 1960 cuando los dos estadounidenses participaron del Primer Encuentro de Escritores Americanos realizado en la Universidad chilena de Concepción. El escritor Vadim Vidal evoca que “Ginsberg se adueñaba de los recitales de poesía y años después, Parra siguió recitando junto a él en Nueva York y en distintos congresos, y siempre llevaba algo preparado”.

Fui testigo de esa fraternización en febrero de 1965 cuando Parra, Ginsberg y yo fuimos convocados por la Casa de las Américas de La Habana para ser jurados de su codiciado concurso literario anual. Todas las noches, después de nuestras cenas en el Hotel Riviera, los jurados nos reuníamos en la habitación de alguno, y Nicanor concurría con una damajuana de sabroso vino chileno. Cada cual leía poemas propios y cantaba baladas de su país.

Se trata de penetrar, de romper, de sacar al lector de su modorra y pincharlo.

La solemnidad de nuestros anfitriones cubanos, encabezados por Haydeé Santamaría, heroína de la Revolución y directora de Casa de las Américas, nos metía en una rutina de cónclaves culturales en salones y anfiteatros, rubricados siempre  por algún denso discurso patriótico de un funcionario de turno. Como por ejemplo, la Unión de Escritores y su presidente el poeta Nicolás Guillén. Diseminados entre el público solidario estábamos los jurados del Premio literario, llevando adelante estoicamente el compromiso. Hasta que una noche, en pleno goce de la espontaneidad, cuando se aplaudía al disertante, Nicanor y yo gritábamos cada cual por su lado “¡Ánimo! – ¡Ánimo!” y la gente imaginaba que era un grito de aliento sudamericano y no una invocación a la paciencia colectiva. A los pocos días ese grito de batalla se generalizó en todos los actos donde participábamos. Especialmente, con el público más joven. Recuerdo nuestras caminatas posteriores (Parra, Ginsberg y yo) a lo largo del Malecón, donde repasábamos las anécdotas de la jornada.

Entre 1949 y 1951, Nicanor Parra había estudiado cosmología en Oxford tras especializarse en Mecánica Avanzada en la universidad de Brown. Como licenciado en Física y Ciencias Exactas, durante 30 años fue profesor de Física en la escuela de ingenieros de la universidad de Chile, y en 1973 se sumó al calificado plantel docente del Departamento de Estudios Humanísticos de la Facultad de Matemáticas.

El escritor Marcelo Simonetti señala que en 1954 Parra publicó sus Poemas y antipoemas donde anotaba: “A recorrer me dediqué esta tarde / las solitarias calles de mi aldea / acompañado por el buen crepúsculo / que es el único amigo que me queda”. Dos años después, en 1956 aparecía Aullido, donde Ginsberg expresaba: “Vi las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, hambrientas histéricas desnudas, arrastrándose por las calles de los negros al amanecer en busca de un colérico pinchazo”. Y en 1959, Ferlinghetti debutaba con Un Coney Island de la mente: “En las grandes escenas de Goya nos parece que vemos / los pueblos del mundo / exactamente en el momento en que /por primera vez alcanzaron el título de «humanidad sufriente» / Se retuercen en la página / con una verdadera furia de adversidad / amontonados / gimiendo con bebés y bayonetas / bajo cielos de cemento”. Había algo que los hermanaba, la certeza de estar haciendo algo fuera de catálogo, contra la tradición.

Otra confluencia que nos hermanó espontáneamente con Nicanor en el tiempo y el espacio de las Américas fue el movimiento ecologista. Yo asistía a una conferencia de la ONU en Caracas y atravesando el lobby del hotel lo vi de pie en el medio del salón rodeado por un grupo de personas, rumbo a la puerta giratoria de salida. Estaba perdiéndolo de vista y ante la disyuntiva recurrí a la memoria y grité con todas mis fuerzas en su dirección: ¡Ánimo! Y esperé el efecto (que no demoró). Apareció su melena en medio del tropel y una mirada de 360° en busca del autor del grito. Hasta que me vio a unos 30 metros de distancia. Jamás olvidaré la sonrisa que precedió al reboleo de su mano en medio del tumulto reinante allí, y su repetición del grito mágico entre gente que no comprendía la situación del abrazo inmediato. Y desembocamos juntos en la cafetería del hotel para conversarlo todo en diez minutos.

Otra confluencia personal se dio en Buenos Aires durante los festejos de la restauración democrática, en pleno alfonsinismo. Íbamos él y yo con Natu Poblet por la vereda de enfrente del Teatro Municipal (avenida Corrientes) cuando de repente se nos cruza el mismísimo Fernando Arrabal a los gritos, saludándonos fraternalmente. Durante unos minutos él y Nicanor jugaron como niños levantándose alternadamente en upa, mientras los transeúntes pasaban sorprendidos. Saludos, besos y abrazos…

En 1998, Nicanor Parra bajó del Olimpo de los intelectuales y ofreció ante 3.000 personas en la Estación Mapocho (antiguo ámbito ferroviario) de Santiago de Chile un recital antipoético que tituló “El siglo XX y yo nos estamos muriendo”.

Don Nica, como cariñosamente se lo llamaba, vivió desmesuradamente, no frecuentó clanes y se dio todos los gustos. Y lo despidieron cantando y bailando. Pues dijo: “Se trata de penetrar, de romper, de sacar al lector de su modorra y pincharlo”. Y así lo perfiló el renombrado crítico literario Harold Bloom: Si el poeta más poderoso que hasta ahora ha dado el Nuevo Mundo sigue siendo Walt Whitman, Parra se le une como un poeta esencial de las Tierras del Crepúsculo”. Vivió sus últimos años recluido en su casa del Balneario de Las Cruces, recibía a muy pocos visitantes y no concedía entrevistas. Dormía poco y reflexionaba mucho sobre la cercanía del final: escribía, leía, caminaba, se detenía a escuchar cuecas de puerto, tomaba abundante vitamina C, e ingería solamente comida chilena. Y se comunicaba con la comunidad utilizando un lenguaje popular.

Fuimos un día a almorzar en un restorán porteño. Sin mirar el menú pidió una sopa de quáker (avena, que no figuraba en la lista). Negociamos con el dueño del local, y mandó a alguien al supermercado a comprar el ítem. El cocinero hizo lo suyo. Demoró, pero Nicanor tuvo su sopa. Charlamos en el ínterin sobre todo un poco.

Hoy Hugo Bello alega que Nicanor Parra no era antipoeta: “De hecho hay un error formal (y de fondo) sobre pensar que su poesía pudiese ser antipoesía… Entender la poesía como un corrillo o como una pugna de pungas o maleantes es no entender que la poesía es expresión de un altísimo grado de civilización, de ideas puras y de arrojada lucha con y desde el lenguaje. No ha muerto ningún antipoeta. Ha muerto una más de las puntas de una estrella que ilumina el cielo de esta provincia de caminos polvorosos y de barro infernal, que ciega los espíritus de algunos y tapa los oídos de otros que aún no han entendido la importancia de ser un país donde, pese al barro, el estiércol y las piaras de cerdos, campean Neruda, De Rokha, Huidobro, Mistral, Parra, Violeta y Nicanor. Manga de infinitos provincianos, que dejaron sus zapatos de pobre a la entrada del lodazal para regalarnos un puñado de polvo celeste, a nosotros. Quién lo diría.”

En el final de su poema Los Profesores expresó Nicanor Parra:

Y mientras tanto la Primera Guerra Mundial

Y mientras tanto la Segunda Guerra Mundial

La adolescencia al fondo del patio

La juventud debajo de la mesa

La madurez que no se conoció

La vejez

             con sus alas de insecto