Menstruar en tiempos de aislamiento social

por Ornela Barone Zallocco y Magdalena Rohatsch
Fotos: Ilustración: Ornela Flora
28 de mayo de 2020

¿Cómo es la relación con nuestro cuerpo cuando los mandatos sociales no interfieren con la naturaleza? ¿Cómo se vive el ciclo menstrual durante la cuarentena en la Ciudad de Buenos Aires? Ahora las personas menstruantes nos animamos a hablar de nuestro derecho a sangrar libremente.

Mariana tiene 23 años y está pasando la cuarentena sola en un barrio porteño. Cuando relata cómo vivió sus ciclos menstruales durante el aislamiento dice que se sintió “más libre, con menos presiones sociales”. Y Laura, que comparte la sensación, explica por qué: “Al no tener que salir, me importó poco si me manchaba o no. Es placentero no tener esa preocupación”. 

Hace algunos años, se estableció el 28 de mayo como el Día Internacional de la Higiene Menstrual con el objetivo de hacer visible la pervivencia del estigma menstrual y su impacto en la vida cotidiana de las personas. A poco andar, sin embargo, la mirada política sobre el ciclo menstrual obligó a cambiar la denominación (ya no hablamos de higiene sino de salud) y a extender la conmemoración (no un día, sino todo el mes). Así, mayo se convirtió en el Mes de la Salud Menstrual: una oportunidad para hablar también de los derechos de las personas menstruantes. 

Menstruar siempre ha supuesto para nosotres una dificultad, entendiendo por esto que tal acontecer es algo que debemos (in)visibilizar, ocultar y/o sublimar. Entre las varias fuerzas que ejercen peso sobre tal dificultad, algunas (quizá de las principales) son las prácticas pedagógicas sustentadas en discursos heteronormativos, higienistas y reproductivos que nos orientan a acotados conocimientos y muchas ignorancias –programadas y aprendidas– acerca del ciclo menstrual. Quienes pasamos por el sistema escolar antes de la Ley de Educación Sexual Integral aprendimos que la menstruación es tabú, que da asco, que es vergonzante, y que deberíamos comportarnos como si no menstruáramos. En definitiva, ajustarnos a lo que Eugenia Tarzibachi llama “el modelo de cuerpo masculino a-menstrual”. Que no se note la sangre, ni los productos de gestión, ni los olores, ni los dolores. Y mucho menos manifestar disconformidad con alguna situación, porque, entonces, sobreviene el tan clásico y reiterado “¿qué te pasa que estás histérica?, ¿te vino?”. 

Menstruar siempre ha supuesto para nosotres una dificultad, entendiendo por esto que tal acontecer es algo que debemos (in)visibilizar, ocultar y/o sublimar.

Es cierto que algunas cosas están mutando. Posiblemente debamos gran parte de estos cambios a las luchas de la tercera ola feminista y a los círculos de mujeres que se han multiplicado por los territorios; quizá se deba a que la sociedad de la información y el conocimiento facilita el acceso a otros discursos que nos permiten generar redes e intercambiar experiencias que hasta hace unos pocos años habían estado marginadas. Sea como fuere, parece que poco a poco se está cayendo el velo del discurso patriarcal, capitalista e higienista en torno a la menstruación. Desde hace unos años, los activismos menstruales avanzan pulsando la legitimación de una nueva concepción del ciclo menstrual libre de estigmas y con enfoque de género y derechos. Pero mientras tanto, algunas limitaciones permanecen. 

Habitualmente, Gabi pasa muchas horas al día en la calle. Cuando está menstruando, lleva en la mochila una muda de ropa extra porque sabe que va a necesitarla: “Me mancho aun usando tampón. Durante el aislamiento, al no tener que exponerme públicamente, al no tener que ir a trabajar ni estar en la calle, pude estar más cómoda. Incluso con la vestimenta que uso”. Las reglas para menstruar en público –que Sophie Laws denominó etiqueta menstrual– suponen una carga social bastante pesada que impacta directamente en las experiencias y las subjetividades de las personas menstruantes.

Así, pareciera que, cuando las paredes de nuestra intimidad le ponen un límite a la mirada social, surgen nuevas prácticas y otros modos, en este caso, de vivir nuestres cuerpes sangrantes. Al menstruar en aislamiento se diluye el miedo a la mancha visible en el pantalón mientras surgen (o se refuerzan) otras prácticas que los activismos menstruales han sabido calificar como de autocuidado. Para quienes pasan la cuarentena con ciertos privilegios, quedarse en casa representó también la posibilidad de usar ropa más cómoda, de permanecer más tiempo en la cama y de cambiar los analgésicos por el té de jengibre para calmar los dolores. Incluso, hubo quienes encontraron en este tiempo la posibilidad de cambiar los modos de gestión del sangrado. Ale, por ejemplo, cuenta que se animó a experimentar con la copa de silicona: “la había comprado y me daba miedo usarla en la calle. En mis últimos dos ciclos la usé porque no tenía que salir”. Y Juliana, que pasa la cuarentena con una amiga, cuenta que comenzó a probar “durante algunas horas por día la práctica del sangrado libre. Como para explorar de a poco esta posibilidad. Fue alto flash. Muy interesante ir percibiendo la cuerpa de otra forma”.

No se puede manifestar disconformidad con alguna situación, porque, entonces, sobreviene el tan clásico y reiterado “¿qué te pasa que estás histérica?, ¿te vino?”. 

En este contexto, recurrir a la práctica del sangrado libre parece ser resultado de las extendidas búsquedas por aceptar nuestras corporalidades “salvajes”, por aceptar nuestros olores y fluidos, descomponer las estructuras rígidas de los tabúes dominantes, desestabilizar las lógicas coloniales y heteronormadas de nuestres cuerpes. Y apropiarnos de nosotres como gesto irreverente a las marcas que nos creyeron abyectes por menstruales, que nos orientaron a performar cada vez que sangramos. Entonces, más allá de las fuerzas que nos ejerce el afuera para aplicar a los escenarios idílicos que se nos proponen, pudimos crear nuestras trincheras en el espacio de lo íntimo. Sin recaer en un romanticismo de la cuarentena, pero pretendiendo no desertar de los modos en que pudieron vivirse los ciclos de manera sinestésica, con las necesidades que les cuerpes manifiestan cada vez, anhelamos que estos (re)encuentros que las personas menstruantes pudieron permitirse y transitar puedan trasladarse de alguna forma al espacio de lo público. Implosionando las miradas sociales, los afueras que nos niegan nuestro ritmo cíclico y menstrual.

Es preciso considerar que menstruar es político porque, más allá de la esfera de lo íntimo, si tal proceso no puede vivirse plenamente, sin tabúes, sin vergüenza, sin productos de gestión del sangrado que no sean tóxicos para nuestres cuerpes y para los territorios, sin narrativas audiovisuales que nos orienten hacia la performatividad y la abyección, y sin prácticas pedagógicas no biologicistas, heteronormativas y coloniales; pues entonces menstruar requiere de un tratamiento político, social y cultural. Un enfoque integral en la enseñanza del ciclo menstrual es una deuda que exige ser saldada. Porque menstruar es político. Y hacerlo sin estigmas, un derecho.

Cuando las paredes de nuestra intimidad le ponen un límite a la mirada social, surgen nuevas prácticas y otros modos, en este caso, de vivir nuestres cuerpes sangrantes.

Sin ánimo de generalizar –las experiencias son múltiples y variadas–, nos parece interesante pensar el vínculo entre aislamiento y menstruación en términos de las nuevas prácticas y posibilidades que surgen al calor de la intimidad, en la ilusión de la suspensión de la mirada social. A veces, en esos espacios, el ciclo menstrual puede volverse más consciente, no medicalizado, libre de asco y vergüenza.  Incluso, puede ser una oportunidad para cuestionar las (auto)exigencias que nos impone un paradigma menstrual higienista que ya nos queda viejo. 

Que la única sangre que se derrame sea la menstrual. 
 

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