La Masacre de Floresta, 20 años después

por Florencia Ferioli
Fotos: Florencia Ferioli
28 de diciembre de 2021

Un recorrido íntimo junto a familiares de Maxi Tasca, Cristian Gómez y Adrián Matassa, los tres jóvenes fusilados en una estación de servicio por Juan de Dios Velaztiqui, el policía que luego fue condenado a perpetua por los asesinatos.

Cada 29 de diciembre en Floresta hay un silencio abrumador y un clima de tristeza que se percibe en las calles. En esa fecha, veinte años atrás, Maximiliano Tasca (25), Cristian Gómez (25) y Adrián Matassa (23) fueron fusilados por la espalda a sangre fría por Juan de Dios Velaztiqui. Esa madrugada las balas de un policía fueron puestas al servicio de la muerte, una vez más, apagando los sueños y la vida de tres pibes. Mientras, en la televisión se mostraban imágenes del estallido social y la represión policial, encargada de asesinar a más de 35 personas en todo el país. 

Era diciembre del 2001, el país estaba inmerso en un clima de tensión y represión estatal. Las movilizaciones tomaron las calles y fueron reflejo de una política insostenible. En ese contexto, fueron fusilados los tres jóvenes que charlaban en el bar de la estación de servicio, ubicada en la esquina de Av. Gaona y Bahía Blanca.

Maximiliano, Cristian y Adrián son recordados en cada espacio de Floresta. Los nombres de los chicos y sus rostros pintados en murales aparecen como huellas en diferentes calles, plazas y espacios del barrio, ubicado al oeste de la ciudad de Buenos Aires. 

 

Adrián

Angélica es la mamá de Adrián Matassa. Sostiene que el dolor es un patrimonio de la humanidad que todos llevamos dentro, “como un paisaje imborrable e incontable”. Tuvo la oportunidad de ir a Roma a visitar al Papa, años después de que fusilaran a su hijo. Cuando conoció la escultura de La Piedad, recuerda haber llorado como nunca antes. “Sentí que era yo vistiendo a mi hijo muerto en brazos, pensaba ¿cómo puede ser que ese hombre haya retratado mi dolor a la perfección? La Piedad era yo y muchas madres como yo”.

Para Angélica, la historia de Adrián no terminó con su muerte: “Cuando lo asesinaron, con su amigo Pablito, lo vestimos para el velatorio. Le puse el pantalón, su camisa tornasolada con la que iba al baile, los zapatos, todo. No te imaginás la aterradora belleza de la muerte. Cuando salimos mi hermana me dice ¿¡pero cómo le pusiste zapatos!? Es que a mí me dijeron que los muertos pasan por unas brasas calientes y yo quiero que él tenga los zapatos para que se cuide y no se queme”. 

Para ella no hubo justicia. Las lágrimas de Angélica se renuevan a medida que su relato avanza. Recuerda a Adrián como un hijo bueno al que le gustaban las chicas, la cerveza y el buen comer. A veces prende una velita junto a su foto y le deja una lata de cerveza en su honor. 

El papá de Adrián murió hace 3 años, el día de San Expedito. Hasta el día de su muerte, si le preguntaban cuándo lo habían matado a Adriancito, él respondía con el número exacto de los años, los meses, las semanas, los días y las horas que habían pasado desde su asesinato. Llevó la ropa de su hijo en el baúl del auto, tal como se la dieron la noche de la Masacre y la tuvo durante años allí, hasta que vendieron el coche. 

“Es terrible”, recuerda Angélica mientras observa la habitación que antiguamente era de Adrián. “Yo estuve 15 años sin abrir su placard. Estaba ahí, con todo. No podía alterar su intimidad. ¿Con qué derecho? Su vida estaba en ese placard. Hasta que un día me decidí y tiré todo. Me dije a mí misma: basta de sufrir algo que una sabe que tiene que sufrir toda su vida”. 

Angélica hoy vive con su hijo Guillermo, con los recuerdos de la familia que fueron: “Ahora quedamos dos pero fuimos una familia de cinco personas. ¡Cómo me duele saber que fuimos cinco, estamos dos y no supe valorar lo que tenía! Cuando Adriancito murió, el dolor te hace seguir al muerto y te olvidás de los vivos”.

 

Cristian

Graciela y Sonia son las hermanas mayores de Cristian Gómez: un “loco lindo”, lo llamaban “el Gallego”, fanático de los Redondos, de River, All Boys y de Floresta. Tocaba el bajo en La Gaucha, una banda de rock que formaron en el colegio y que continúa tocando pero sin ese instrumento, ya que sus amigos decidieron no reemplazarlo. 

Después de la Masacre sufrieron el hostigamiento de la Policía: las paraban en la calle y Graciela los enfrentaba. Después de que asesinaron a Cristian ya no le tienen miedo a nada, dicen. 

La noche del 29 de diciembre, cuando se enteraron de lo que le hicieron a los chicos, Graciela fue a la comisaría Nº 43 a “romper todo”. Tenían al asesino dentro del lugar, lo estaban resguardando. Los policías respondieron con balazos de goma. “Una no piensa nada, estaba ciega. Me querían detener y uno de los pibes de All Boys le dijo que no me toque porque era la hermana de uno de los pibes. No me importaba nada, yo quería entrar y agarrar al tipo que mató a mi hermano”. 

No era un policía cualquiera, tenía en su historial un vínculo muy estrecho con los militares y con Videla, de quien había sido custodio y chofer. Solo quería matar a cualquier persona que fuera zurdo o que él lo considere como tal, sostiene Sonia. “Yo no soy Dios para perdonarlo, si Dios lo perdonó, no lo sé… Él destruyó tres familias y la suya también, porque lamentablemente toda su descendencia carga con ese asesino y murió siendo eso, un asesino”.

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Velaztiqui no nos sacó solamente a nuestro hermano, cuenta Sonia, “nuestro papá también murió a causa de la tristeza que generó la pérdida de Cristián. Tuvo un ACV, se lo llevó una ambulancia y no lo vimos nunca más”. 

Sonia y Cristian eran del mismo signo, de Virgo. Para ella, veinte años no son nada. A veces lo espera, se pregunta ¿por qué no vendrá? “Y no, no va a volver nunca más”. Amaban entrenar juntos. Días antes de su asesinato se habían peleado y la última vez que se vieron no se saludaron. 

Sonia solía pasar horas estudiando en la misma estación de servicio donde semanas antes habían matado a su hermano: “Yo me sentía en paz y más cerca de él, no desde un nivel consciente. Nadie podía entrar de mi familia, pero a mí me daba paz. Haberme recibido de profe de Educación Física fue un homenaje para él. Estoy segura de que Cristián hubiese sido el mejor papá del mundo y el mejor profe también”. 

Maxi

Silvia Irigaray es la mamá de Maximiliano Tasca y a partir de la Masacre se volvió referente de la Asociación Civil Madres del Dolor. Su semblante es alegre y enérgico, aunque también en su mirada puede percibirse un dolor intrínseco.

Recuerda como si fuera ayer la noche que saludó por última vez a Maxi: “Teníamos la sana costumbre de decirnos ¡te quiero má! y yo le decía ¡te quiero hi!”. Cada detalle de esa última conversación está presente en ella. Conserva su ceremonia diaria: todas las mañanas le prende una velita, a la noche o a la mañana. Le desea a Pablo, su otro hijo, que tenga un buen día y a Maxi le dice: “Donde estés, que estés bien. Y después lo invito a venir conmigo”.

Desde el día que mataron a los chicos, no hubo un día que no haya nombrado a Maxi. Hace mucho tiempo que da charlas a policías, con la esperanza de poder cambiar una realidad que a veces cuesta pensar que pueda llegar a modificarse. “Les digo que tienen que aprovechar la posibilidad de la palabra, que todos tenemos, y no de las balas. Que nadie tiene derecho a terminar con la vida de alguien, que no hay que ser rápido para el gatillo. Yo parí dos hijos: a Pablo y a Maxi, un año después. Hoy lo tengo a Pablo, lo veo crecer y tengo la dicha de ser abuela gracias a él; y a Maxi lo tengo ahí, con sus 25 años, está igual. No pasó el tiempo”. 

Recuerda a Maxi como un chico sumamente alegre, con carácter de líder, dueño de un vozarrón y un sueño que lo guiaba: ser mediador de paz e irse a vivir a Egipto. Ella no tiene rencor, pudo transformar todo su dolor en lucha. Lleva consigo una virgencita que le obsequió un policía en una de las charlas, quien la conservaba desde hacía más de 15 años. Se la dio a Silvia para que la proteja. Es una virgencita de plomo “y es terrible, está gastada en el lomo, en el manto, de tanto acariciarla. Es fuertísimo”. 

Cuando mataron a Maxi, ella sintió que se derrumbaba, como si tuviera una bomba interior. “Después decidí juntar mis pedazos y al juntarlos me construí. Con el tiempo tuve la necesidad de fortalecerme. Primero, los jueces lo condenaron correctamente. Fue la primera vez en Argentina que se le daba perpetua a un policía. Ahí me di cuenta que podía. El desastre de matar a tres chicos por la espalda tenía una condena. Los jueces se animaron y gracias a la lucha del barrio fue el juicio más rápido en el país”.

Lo que hizo Juan de Dios Velaztiqui fue terrible, sostiene ella: “Una cosa es que tu hijo se muera de una enfermedad, lo aceptás. Si ves que sufre, rezás para que se termine. Pero… Acá vos mirás la puerta y hay un escudito de Boca que está pegado por él, cuatro días antes de ser asesinado”. Maxi estaba enhebrando su futuro, pero se vio truncado por un policía que no tenía que estar en actividad: “Era un hombre violento al que le generaba placer descargar balas y le permitieron que pueda andar por la vida armado. Es imperdonable, tenía malos antecedentes y sin embargo lo reincorporaron, lo jubilaron por graves problemas y cuando decidieron reincorporar policías, entró él”.

El duelo de Silvia duró 19 años, dice. Terminó el día que murió Velaztiqui. Sintió alivio y esa noche durmió maravillosamente. Nunca le deseó la muerte, ella quería que viviera durante mucho tiempo, preso. “Mató a tres jóvenes con sueños y su futuro; luego a las familias y los amigos. La tristeza y tanto dolor es algo que no se puede explicar”. 

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