Los griegos decían que los ojos son el espejo del alma
Tenían razón.
Los ojos reflejan lo que son las personas, ventilan secretos, dejan a la vista lo que se piensa, cómo se es.
Los ojos hablan, quizás por eso cuando uno dice la verdad o cuando el mensaje es directo, uno mira a su interlocutor a los ojos, siempre a los ojos.
Cuando asesinaron a Cabezas, un afiche se centraba solo en los ojos de José Luis y fue el disparador de muchos escritos, de variados pensamientos y decires.
No fue casual. Se resaltaban los ojos de José Luis, que eran como su herramienta más poderosa, más sensible y tan necesaria. Eran esos ojos los que, a través del objetivo de la cámara, elegían y posaban el objeto, la persona o la escena que, luego, inmortalizaban.
Como las manos son las herramientas del artesano, los ojos del fotógrafo son indispensables para su cometido.
Con Santiago Maldonado sucede algo similar: debajo de su frente y arriba de esa frondosa barba aparecen esos ojos marrones, color café, que todavía dicen tantas cosas.
Sus ojos interpelan y nos interpelan. Sus ojos nos movilizan a seguir preguntando, sus ojos miran fijamente, como miran cuando no hay engaño.
Son los ojos de Santiago los que increpan a algunos diciéndoles que no sean tan duros con él, les dice que solo quiso ser solidario y que quizás no se dio cuenta que para algunos, serlo es mala palabra. Son esos ojos los que, a pesar de tanta afrenta, les susurran a algunos mercaderes de la muerte, a los que justifican todo y a pesar de todo: “Ojalá nunca te pase”.
Son sus ojos, esos mismos que entrecerraba cuando quería fijar la vista en la piel desnuda de un cuerpo para tatuar, para pinta en otras pieles, en otros cuerpos, los que nos dicen que él no se fue a ningún lado, que él quería estar acá, quedarse.
Son sus ojos claros, color café aguado, los que buscan una explicación en eso que él tanto admiraba, el Cosmos, y preguntan fuerte, gritan hasta la disfonía: ¿Qué me pasó? ¿Qué me hicieron?
Sus ojos preguntan por qué.
Nuestros ojos, empapados en lágrimas, también preguntan por qué.
Ojos transparentes, como transparente era su adhesión, su compromiso, su lucha. Son los que hoy nos vuelven a invitar a salir a la calle y preguntar en cada esquina, no ya dónde está él, dónde está Santiago Maldonado, sino por qué ya no está, quién fue el desalmado que hizo que él ya no esté.
Nos incitan a que preguntemos por qué nos sacaron sus ojos.
Sus ojos ahora ven, en todas las plazas del país, su rostro.
Los ojos de Santiago, los que buscan las estrellas pegadas a la oscuridad, esas estrellas que tantas veces vio y admiró, los que prendían fuegos, los que admiraban paisajes patagónicos, los que ordenaban a sus manos a producir artesanías. Esos ojos, se cerraron.
Ya no están, ya no aparecen con ese color café aguado.
Pero sí están en las fotos de afiches que nos hacen recordarlo.
Son esos ojos los que me dicen que sigamos preguntando por él, porque si no lo hacemos perderemos otra batalla (y ya perdimos demasiadas), porque si no preguntamos por él nos vamos a acostumbrar a que otros ojos se cierren, se apaguen.
Esos ojos hablan, dicen, gritan.
Todos los días, cuando nos levantemos después de dormir y abramos nuestros ojos, allí estarán sus ojos, y está bien que así sea, para que no nos olvidemos de mirar y de ver y, fundamentalmente, de buscar, de buscarte.
¿Qué habrá sido lo último que vieron esos ojos? ¿Habrá levantando su mirada al cielo?
¿Con qué ojos habrá visto a su asesino? ¿Con qué imagen se quedó?
¿Qué le habrán dicho esos ojos a su verdugo?
Porque los ojos hablan.
¿Donde están hoy los ojos de Santiago?
Necesitamos que nos mires otra vez y nos interpeles. Que nos digas algo, que nos invites a que seamos más sensibles, más amorosos .
Como lo eras vos.
Que confiemos más en la ternura.
Como confiabas vos.
Esos ojos, tus ojos, van a quedar siempre abiertos, y van a perseguir a tu verdugo, pero abrazarán a tu madre, serán eternos vigilantes de tus asesinos, pero compañeros de ruta de tu hermano. Asfixiarán a los culpables y a los cómplices, pero acariciarán a tu cuñada, acusarán a la máquina de matar, pero acompañarán al pueblo mapuche.
A nosotros nos duele el cuerpo y, no te voy a mentir, a veces flaqueamos. Pero cuando eso nos sucede, nos recostamos en tus ojos que, como cunas, nos abrazan y nos alientan a seguir.
Extrañamos tus ojos artísticos de tatuador, sensibles de militante, comprensivos de amigo y por eso, con nuestros ojos bien abiertos, te pintamos en carteles y en paredes, te escribimos en hojas y en tapiales, en pizarrones y en el asfalto. Te llevamos con nosotros en el ruido, en el silencio, en la euforia y en la reflexión.
Y en la tristeza.
Te homenajeamos a los gritos y en silencio.
Por eso necesitamos –¿qué ironía, no? nosotros te decimos a vos qué necesitamos, pero es verdad–, esos ojos que gritan.
Necesitamos tus ojos, porque los nuestros están húmedos de llorar. Necesitamos que, como siempre, esos ojos tuyos nos digan por dónde caminar, pero fundamentalmente necesitamos que esos ojos estén presentes para que no olvidemos que hubo un tiempo donde los ojos, tus ojos, servían para vivir, no para que otros ojos los lloren.
Los ojos hablan. Los ojos dicen.
Los griegos tenían razón: los ojos son el espejo del alma.
Desde hace dos años, algunos tienen esos ojos manchados con sangre, mientras los de Santiago, cada vez más claros, los perturban.
A nosotros tus ojos, Santiago, nos interpelan de manera distinta, pero no podemos dejar de verlos, de verte y de preguntar:
¿Dónde están esos ojos?
¿Por dónde andarás prendiendo otros fuegos, Santiago Maldonado?
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