La mayoría de sus habitantes son migrantes y trabajadorxs informales. Cortaron la calle, organizaron ollas populares y pelearon para no quedarse en la calle. Pero el juicio que inició un empresario hotelero es una amenaza concreta para 106 familias vulnerables. Aquí sus historias.
En el edificio ubicado al 140 de la calle Santa Cruz, en el barrio porteño de Parque Patricios, viven 106 familias. El inmueble fue sede social de la ex fábrica textil SELSA durante la década del 90, y desde 2002 fue recuperado y transformado en una suerte de complejo de viviendas para quienes padecen emergencia habitacional. Hoy son 350 personas las que residen ahí, de las cuales 131 son niños, niñas y adolescentes.
La Casa Santa Cruz afronta un juicio de desalojo desde 2010. Todo comenzó cuando el edificio fue adquirido en una subasta por el empresario hotelero Leonardo Ratushny, en el marco de una quiebra –y con varias familias viviendo adentro–, bajo la módica suma de un millón y medio de pesos.
Gran parte de las personas que allí habitan son migrantes. Trabajadores y trabajadoras de la economía informal, cafeteros, vendedores ambulantes, enfermeras, trabajadores de la industria textil. Personas marginadas, excluidas; como José Luis Santillán (61).
José Luis suele acostarse temprano. Porque sus días, por lo general, arrancan temprano: a las tres de la madrugada se levanta para lavar ropa, cocinar y ordenar lo poquito que tiene en su piecita –oculta en un rincón lúgubre–, en la planta baja de la Casa Santa Cruz. Vive ahí desde hace once años, junto a sus dos perros.
Cuando amanece, sale a la calle con dos bolsas de consorcio grandes en búsqueda de cartón. Junta una cantidad suficiente como para ganar entre trescientos y quinientos pesos. Desde chico que es cartonero. Y durante todos estos meses de ASPO tuvo que revolver entre la basura a las escondidas para que no le viera la Policía de la Ciudad. Cuenta que en el Perú, donde nació, desde muy pequeños ya saben trabajar, “cartoneando, vendiendo cebollas, ajos…”.
Ya siendo las nueve o diez, encara hacia las ferias del barrio Parque Patricios para vender las pilas y pilas de ropa usada que logra recolectar. Con la ropa, el cartón, y tres mil pesos que recibe de ayuda del Estado; José Luis sobrevive.
Llegó a la Argentina para ver a su hija, porque había enfermado de VIH. Estuvo un año, ella volvió al Perú. Pasaron cinco años, se puso grave de salud y falleció. Pero él se quedó: “Me acostumbré, me gusta vivir acá. Amo este país. En mi país no recibes ayuda. Si tienes tu plata, comes con tu plata. Y si no tienes, piña. Acá hay comedores y recibes un platico de comida. Respeto y valoro mucho eso. Lo agradezco. Éste es mi hogar, es el lugar donde sobrevivo y descanso mi cuerpo”.
En el edificio ubicado al 140 de la calle Santa Cruz, en el barrio porteño de Parque Patricios, viven 106 familias.
A José Luis hace 20 años lo atropelló una moto. Lleva bermuda puesta, por lo que no hay que hacer mucho esfuerzo para ver las cicatrices a flor de piel en cada una de sus piernas. “Acá y en el fémur”, señala con el dedo. Si bien lo operaron, perdió movilidad en uno de sus pies, lo que le impide caminar kilómetros y kilómetros como cuando era joven. Ahora tiene energías sólo para llegar hasta Parque Patricios, y volver a la casa.
La Justicia le exige un certificado para acreditar su vulnerabilidad y comprobar que realmente sufre de una discapacidad y no posee fuerzas para trabajar. “Buscan esos pretextos. Yo no sé de dónde sacar un certificado, con quién hablar. Si yo tuviera un trabajo estable no estaría acá. Estaría alquilando una casa por otro sitio. Al juez no le importa eso, es capaz de echarnos a todos en cualquier momento. Eso significaría un dolor muy grande para mí: ¿adónde voy a ir?”. Es la misma pregunta que se hacen las 106 familias de la Casa Santa Cruz.
Con el corazón en la boca
Apenas recibieron la primera amenaza de desalojo, vecinos y vecinas de Santa Cruz 140 acudieron al equipo de Vivienda que comprende la Liga Argentina por los Derechos Humanos. A partir de ese momento, la abogada Rosa Herrera se convirtió en la cara visible de una lucha colectiva en defensa de los derechos vulnerados de las más de cien familias.
Rosa: “Orientamos, asesoramos, somos parte en el fortalecimiento de las organizaciones para construir redes, gestionar y reclamar ante las autoridades del Gobierno de la Ciudad, a quienes les corresponde dar respuestas al derecho a la vivienda digna. Ratushny compró el inmueble ya ocupado y no le importó, porque detrás de esta metodología hay un negocio. El derecho a la propiedad privada es un derecho constitucional, pero no es absoluto. No pueden hacer negocios a toda costa, tiene que haber una limitación ante este tipo de maniobras: compran inmuebles baratos, usan al Poder Judicial para ejecutar el desalojo y, una vez que las familias están afuera, ese edificio adquiere el triple de valor en el mercado”.
Cuando pisaron la casa por primera vez, las familias no encontraron más que mugre, basura y ratas. Todo lucía abandonado y era totalmente inútil. No había luz ni agua.
La abogada habla de “una problemática estructural” y “una lucha desigual”. “El Poder Judicial –opina– tiene sus limitaciones. Siempre se define por la propiedad privada, lo acreditan con escrituras y no se discuten otras cosas. Les explicamos cuáles son las causas sociales por las cuales miles de familias en la Ciudad de Buenos Aires se encuentran en esta situación. No veamos solamente la punta del iceberg, veamos todo lo que está abajo. ¿La solución es que un juez dicte un desalojo y las familias se queden en la calle? La respuesta es no”.
Rosa vive en una villa y sabe lo que es convivir con personas de escasos recursos económicos: “Los sectores que vivimos en la informalidad de la capital necesariamente debemos organizarnos colectivamente para la propia subsistencia, para construir un entramado social, si no lo hacemos no es posible desarrollar nuestras vidas. Hasta para cuidar a los chicos, para conseguir trabajo, para ir a un comedor o recibir una ayuda alimentaria”.
“Ya venían organizados”, dice sobre lxs habitantes de la Casa Santa Cruz. En 2014, ganaron las calles y se vincularon con otras organizaciones sociales. Hicieron un relevamiento de cada habitante de la casa. El proyecto máximo siempre fue comprar el edificio, donde desde hace 18 años viven las familias.
En 2015, tuvieron la primera audiencia con el presidente del Instituto de Vivienda de la Ciudad (IVC). Le plantearon la gravedad de la situación, y que no aceptaban el desalojo. Desde el IVC hicieron un operativo para entrevistar a cada familia. Les pusieron puntajes para acceder a los créditos que reconoce la Ley Nº 341, para garantizar el acceso a las viviendas sociales en tierras ociosas.
De las 100 familias que fueron entrevistadas, solo una accedió al puntaje exigido por el IVC. Y para colmo les reconocían solo a nivel individual. Por eso apostaron por lo colectivo, y conformaron la cooperativa de vivienda Papa Francisco, como herramienta para comprar un terreno y construir las viviendas necesarias para todas las familias. Lo cierto es que la cooperativa posee personería jurídica y desde hace tres años está inscripta en el programa de la Ley Nº 341. La respuesta que les dieron siempre fue la misma: no hay presupuesto.
"Compran inmuebles baratos, usan al Poder Judicial para ejecutar el desalojo y, una vez que las familias están afuera, ese edificio adquiere el triple de valor en el mercado."
En 2017, la sentencia judicial de desalojo quedó firme. Apelaron. Iniciaron un amparo. Hicieron todo lo posible. Rosa: “Nunca vivieron a escondidas, en la clandestinidad, siempre hicieron una vida absolutamente normal de integración hacia el resto del barrio. Sus chicos concurren a las escuelas próximas al edificio, sus trabajos de supervivencia, sus tratamientos de salud suceden también en las zonas aledañas a Parque Patricios. Todo eso lo explicamos pero siempre fuimos rechazados. El Estado es responsable de garantizar que estas familias no queden en la calle. Son personas migrantes con niños y niñas argentinas. Eso exige la protección de los derechos por parte del Estado argentino, que está presente a un nivel destructivo de los entramados sociales, de la organización, de los lugares de identidad popular y comunitaria”.
El 18 de septiembre de 2019 el desalojo se materializó con un operativo policial. Las familias resistieron en la casa junto a organizaciones de base que militan en el barrio por el derecho al acceso a la vivienda digna. Hicieron festivales y ollas populares para suspender el desalojo. Lograron frenar el atropello y atesorar un plazo de 18 meses que les otorgó la Justicia para encontrar una solución definitiva a la problemática habitacional.
Pero en julio de 2020, Ratushny y la ambición de los grupos inmobiliarios que pretenden revalorizar y hacer negocios con las tierras históricas del sur de la capital (favoreciendo el proceso de gentrificación), fueron por más. En plena pandemia, Ratushny le solicitó al juez Fernando Césari del Juzgado Civil Nº 60, levantar la feria judicial extraordinaria para reactivar el juicio por desalojo.
El juez dio luz verde. El plazo de un año y medio fue revocado. Todo esto en medio de una profunda crisis alimentaria, económica y de salud de las familias de la Casa Santa Cruz. El decreto Nº 320/20 que está vigente en territorio nacional, y que suspende los desalojos y congela el precio de alquileres hasta el 31 de enero, sólo se aplica en los casos de contratos de locación establecidos de manera formal. Como en Parque Patricios no son inquilinos, el decreto no les protege.
En Santa Cruz tapiaron las ventanas con chapas y fierros. Pusieron puertas, las cuales procuran que estén siempre cerradas. Más de noche: no saben si la Policía puede presentarse con una orden de allanamiento que les tome por sorpresa. No habría manera de frenar esa situación.
Rosa comparte su sentimiento: “Estos meses estuvimos con el corazón en la boca. No sabíamos si llegábamos a fin de año. Las familias tienen mucha incertidumbre. No quieren asistencialismo: quieren ser protagonistas, ser parte. Por eso se conformaron como cooperativa, por eso presentan propuestas. Nosotros contribuimos al desarrollo y al crecimiento de nuestro país y, sin embargo, el sistema nos somete y nos excluye. La decisión está en quienes gobiernan la Ciudad”.
Una gran familia
Cuando pisaron la casa por primera vez, las familias no encontraron más que mugre, basura y ratas. Todo lucía abandonado y era totalmente inútil. No había luz ni agua. Sólo tenían una canilla afuera. En jornadas maratónicas cargaban los baldes con agua por las escaleras del edificio con cinco pisos y una terraza con una vista infernal de la metrópolis.
Con el paso del tiempo y la lógica de un consorcio mejoraron las instalaciones eléctricas, pintaron, pusieron matafuegos, hicieron asambleas para generar una mayor habitabilidad y no darles mayores argumentos al Poder Judicial y a Leonardo Ratushny para acelerar el desalojo por “intrusión”: así está caratulado en el expediente.
Más allá de las remodelaciones, Santa Cruz sigue siendo un asentamiento precario, como toda la manzana de Parque Patricios donde, en viviendas que algún tiempo atrás fueron parte de un complejo fabril, habitan tantas otras familias excluidas del mapa.
Patricia Ramírez (35) nos recibe en su casa. En 2007, cuando llegó desde el Perú, modificó su espacio porque era muy chico para que habiten ella, su esposo y sus cuatro hijxs. Su papá y su mamá ya vivían en el edificio y la alojaron un tiempo. También sus hermanos. Estaban todos juntos.
En Santa Cruz tapiaron las ventanas con chapas y fierros. No saben si la Policía puede presentarse con una orden de allanamiento que les tome por sorpresa. No habría manera de frenar esa situación.
Patricia: “Hemos luchado, nos apoyamos entre todos los vecinos. Nos cuidamos, es como una familia. Nos queremos. Cuando nos quisieron desalojar tuvimos mucho temor porque no tenemos adónde ir, y alquilar una pieza es todo un problema: no podemos pagarlo y no alquilan con chicos. Mi esposo hace changas y trabaja en construcción, yo me dedico a mis hijos. Vivimos al día. Todo está caro y durante la pandemia no pudimos trabajar. Sobrevivimos gracias a las donaciones de las organizaciones que nos ayudan. Quisiéramos una solución definitiva, nos hace mucho daño vivir con esa angustia de que en cualquier momento nos botan. Necesitamos una casa digna para todas las familias de Santa Cruz”.
Además de ser la tesorera de la cooperativa Papa Francisco, ella es una de las pocas personas que puede darse el lujo de no compartir el baño de su casa. Éste fue un tema crucial al momento de hacerle frente al covid. Sin embargo, no lograron evitar el foco de infección: casi todo el edificio se contagió.
Iliana Llanos, una de las referentas de la casa, tomó la responsabilidad de garantizar que a cada vecinx le realizaran el testeo correspondiente, estar detrás de cada caso positivo y llamar a cada uno de los contactos estrechos: “Tuvimos que aprender sobre la marcha, hacernos cargo de eso también porque no hay un Estado presente. Acá falleció una vecina. Este no es un edificio común donde hay cloacas y gas natural. La única propuesta de parte del Gobierno de la Ciudad es un subsidio habitacional de ocho mil pesos, insuficiente porque los cuartos en los hoteles rondan los 18 mil pesos”.
Illiana tiene 28 años y dos hijxs criadxs en Casa Santa Cruz: Tomás, de siete, y Olivia, de seis. Ambxs nos acompañan en el recorrido por este gran elefante blanco. Allí vive también su abuela María (56), una de las personas que nos abrió las puertas amablemente.
“Fue el único lugar seguro para mis hijes –dice Illiana–. Sentía que esto no era mío, que vivía de prestada, era algo de paso… Y le empecé a tomar cariño. Yo soy ocupa y no me da vergüenza decirlo. Jamás puse un peso acá, más allá de algunos arreglos. Siempre aporté desde donde pude. Me gusta laburar y decir las cosas como son. Es un compromiso que fui tomando. Mi vida es esta lucha”.
Sobre el vínculo entre vecinxs: “Para mí la construcción se da desde lo asambleario, lo plural, lo colectivo. Buscar recursos, conseguirlos y reivindicar nuestro lugar. Hay cosas mágicas como las ollas populares. Todos esos lazos se conservan”.
Sobre lo que significa quedar en la calle: “Hace seis años que voy a resistir los desalojos. Los desalojos ocurren todos los días, por goteo y en silencio. Una vez llegué a un desalojo, habían puesto las vallas y vi a una mujer joven que se iba con su beba recién nacida y su hijito. Eso me marcó. Dije: ‘ésa puedo ser yo’. No hay ninguna diferencia. Mucha gente no sabe lo que es un desalojo hasta que te toca transitarlo. Yo si me tengo que morir acá, me muero acá. Pero de acá no me sacan. Es esto o la calle. La gente no dimensiona eso. Nadie quiere vivir en la calle. Estoy convencida que por más agotador que sea, lo vamos a conseguir”.
En la casa de Illiana se respiran aires de revolución. Un poco de eso habla el cuadro que cuelga de una de las paredes. Ella nos dice que está preparada, mientras el sol entra de lleno por la ventana, nos quema como el fuego y regala una de las mejores postales del parque que resplandece frente a la Casa Santa Cruz.
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