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Escaleras al cielo carioca

Diego Pintos
17 de enero de 2014

Se cumplió un año de la trágica muerte de Jorge Selarón, un personaje único al que tuvimos la oportunidad de conocer.

El sueño terminó demasiado pronto. Violentamente. Este texto, que iba a ser una crónica de viaje o un relato sobre un personaje singular, tropezó con un escrito de adiós, de “hasta siempre”. El artista chileno Jorge Selarón fue hallado muerto el último 10 de enero, recostado en uno de los descansos de su obra magna, La Escadaria. En el mismo lugar en el que hace unos meses atrás yo le hacía preguntas, y él, como todo genio, deambulaba con su locura y contestaba lo que se le antojaba.










Sin saberlo, empecé al revés, desde la cima. Entonces no me impacté. Cerámicas a los costados, suelo gris. Tardé unos cuantos escalones en advertir la inmensidad de la obra. Miraba los trabajos en ambas paredes, lentamente. Cuando bajé casi la mitad de la escalera, giré,miré hacia arriba y comprendí de inmediato el sentido de semejante maravilla.En ese momento, un hombre notó mi sorpresa y me preguntó si quería conocer el atelier del maestro. Antes de que llegara a contestar, sentí una mano casi en el pecho. “¿De dónde sos?”, me preguntó el portador de la mano, un tipo de unos bigotes inmensos que vestía remera, bermudas y ojotas rojas, casi camu?ado, confundido con el paisaje.“De Argentina”, reaccioné. “Ah, pasá argentino”, me dijo. Sentí como si hubiese superado una prueba. Me dio la sensación de que si decía “from USA” o “Italiano” no me hubiera dejado pasar, o me hubiera querido cobrar la entrada.










Él se quedó afuera. El acceso al atelier es el de un pasillo similar a la entrada de un conventillo. Portón negro, paredes verdes, una bicicleta roja recostada contra un lado. Entré en la primera de las puertas, a la izquierda, y me encontré con un mundo fantástico, surrealista, parecido al de Salvador Dalí. Una habitación plagada de cuadros de diferentes medidas, remeras alusivas y dibujos en grafito a la venta. La mayoría eran pinturas de mujeres embarazadas. Y de hombres embarazados también, inclusive se pintaba a sí mismo con el vientre lleno. El espacio invitaba a salir rápidamente porque la humedad y el calor eran intolerables. Selarón me esperaba afuera. “Esta escalera es la mayor escultura del mundo hecha por una persona sola”, me aseguró con la firmeza de quien dice una verdad irrefutable.

Más de 3000 azulejos, 215 escalones, 125 metros de extensión, material llegado de unos 60 países, más de 150 alusiones a diferentes lugares del mundo. Selarón me asaltó con su desfachatez. Me resultó revolucionario en su acción, y atrevidamente divertido. Opinaba, casi de todo. Y lo hacía con una seguridad y una sencillez de conceptos que conmovía, contagiaba. Sin embargo no todos lo querían. Lo tildaban de abusar de cierta soberbia, por su excentricidad. En cambio, a mí me provocaba escucharlo con atención. No importaba compartir o no. Lo interesante era la forma en que se expresaba, intensamente, y con una gran devoción. Un personaje singular, sin dudas. Un artista enamorado del arte, que lo traducía grandilocuentemente. Selarón rehizo una escalera exageradamente épica, sin igual, una escalera al cielo en el corazón mismo de Río de Janeiro. 

Selarón había nacido en Chile, pero desde 1983 vivía en Brasil y se sentía carioca. La historia de su obra magnánima, la que lo hizo inmortal, arranca allá por 1990, en una enorme escalera trepadora de morros interminables. Triste, gris, aburrida, sucia, abandonada. Y él la convirtió en un arco iris. Me aseguró que nunca acabaría su obra, y que sólo sería truncada de seguir transformándose cuando le llegase la hora de despedirse de este planeta. “Es un sueño loco y único en el mundo. Trabajar acá es una locura mía. No hay sábados o domingos, yo quiero hacerlo todo el tiempo, es como una obsesión”, me explicó. Era un poco mago. Convertía azulejos en arte. Y todos los días, limpiaba con escoba en mano, uno por uno, los 215 peldaños de su escalera.

Había encontrado la manera de mantener su obra viva a cada instante: "Yo cambio los azulejos todo el tiempo, los recibo de muchísimos países de donde me los van mandando. Ahí los sumo a la obra. Algunos los intervengo y otros los pongo como vienen, pintados con motivos de varias ciudades del mundo”. Yo no podía creer la minuciosidad de su tarea. “Para mí la escalera es como un tributo, un regalo para el pueblo brasileño. Yo me siento carioca después de tantos años; Río me ayudó a ser quien soy, es una ciudad soñada por todos”, me contaba mientras caminaba de un lado para el otro, y paraba su relato para sacarse fotos o saludar a alguien. Aproveché uno de esos parates y bajé la escalera hasta el final, o ?“mejor dicho- hasta el principio. El impacto visual fue doblemente impresionante. Desde la cima, sólo se apreciaban los mosaicos colocados en las paredes, y predominaba el gris. Pero desde abajo La Escadaria era un carnaval de colores. Los azulejos que le dan vida tienen varios motivos: escudos de clubes de fútbol, frases, pensamientos, reflexiones, imágenes iconografías de ciertas partes del mundo, paisajes, etc. Selarón gustaba de contar que él había invertido más de medio millón de dólares en su obra.

Cuando volví a subir me preguntó “¿Cuáles son las banderas más feas del mundo?”. Por suerte no me dio tiempo a responder: “La brasileña y la argentina”. Me miró penetrante, esperando una reacción. Pero mi cara era de sorpresa. Entonces él sonrió. “Ninguna de las dos tiene rojo”, me aclaró y me abandonó nuevamente para hablar y reírse con distintos grupos de extranjeros. “Es una pena que el 90% de la gente que viene por acá sean turistas; me gustaría que más brasileños conozcan mi trabajo. La Escadaria (escalera en portugués) es más conocida en el resto del mundo que aquí”, se lamentó cuando me volvió a hablar.

-Hace un rato te escuché hablar mal de Miguel Ángel con un turista italiano y no le gustó para nada. 

-Miguel Ángel hacía todo con el color blanco, el color más aburrido que hay. Y yo voy con el color de la Ferrari. Él pintó la Capilla Sixtina en cuatro años y yo llevo más de 20 aquí. ¿Qué son más? ¿20 o 4?... Tampoco hizo jamás una obra suya, todas encargadas por la Iglesia Católica. Y vivió en ciudades de mierda como Roma y Florencia; y yo en Río, que es un paraíso. 

“La escalera merece todo el tiempo y la atención que pueda darle, es como una mujer que siempre quiere estar bonita”, me aseguró Selarón. Por un momento bajó su intenso tono de voz, adoptó uno más reflexivo, distante, y me dijo: “conseguí en esta vida mucho más de lo que yo soñaba. Llevó su tiempo, sí. Esto mismo se lo transmito a los jóvenes. La escalera no fue una cosa de la noche a la mañana. Trabajar en lo que te gusta impide que seas infeliz”.

Selarón, espíritu inquieto, no dejaba de moverse hacia todos lados, conversaba con quien sea, y se tomaba fotos. Cada tanto volvía a donde yo me había quedado sentado, percibiendo todo el entorno mágico del lugar, y continuaba su relato sin que le preguntase algo en particular. “Cuando juntás los rojos, con el marrón y el amarillo, se produce una alegría de colores. El rojo es vida, fuerza, pasión”. Y proseguía su relato, encadenando a piaccere: “La escalera es un conjunto de historias de todo el mundo, de Italia, España, Portugal, Alemania, azulejos de todos lados, y siguen llegando. Generalmente un cuadro o una escultura no cambian, es siempre igual. Acá no”.

-¿Alguna vez te pusiste a pensar en la dimensión de tu obra?

- Siempre la admiro. Sé lo que hice. En las grandes cosas no existe la lógica, y hay que ser medio loco para lograr algo grandioso, sino no se puede.
Sin embargo en algún momento La Escalera fue un problema para Selarón. Se sintió confundido y molesto. Él había decidido ser pintor como Picasso o Van Gogh (de quienes decía que no sabían pintar), y era reconocido por una obra que se acercaba más al cemento y los azulejos que al pincel y el lienzo. "En algún punto la escalera me había tragado. Soy el único ser famoso por hacer una escalera", decía entre risas. "La escalera tiene como 100 años. ¿Por qué me esperó a mí para ser bonita y famosa?".

“Voy a contarte una anécdota”, me dijo, antes de la despedida. “Me estaban entrevistando de un diario mexicano y de golpe apareció un grupo de mujeres israelitas, las reconocí porque conozco el hebreo. Y dije: ?son soldados?. Y les pregunté: ?¿Dónde es más bonito, el parque Guell de Gaudí o aquí?? Y me respondieron: ?Aquí. ¡Y los mexicanos quedaron locos!?”. Cualquier cosa que contase Selarón se prestaba para la risa, su forma de explicar las cosas en portuñol y su ímpetu juvenil, bastaban para contagiarse de sus ganas.

-¿Sentís que este es tu lugar en el mundo después de haber viajado tanto?

- Y sí, tiene que serlo, porque la escalera no puedo llevármela a ninguna otra parte.

Me miró, me extendió la mano y me dijo simplemente: “Yo voy para allá. Chau”. Hasta siempre Selarón.

Bajate el PDF del número 4 de Revista Cítrica y leé la nota completa.