El porteño con más chamamé en la sangre

por Maxi Goldschmidt
04 de noviembre de 2015

Entrevista a Raúl Barboza, músico oriundo de CABA, pero sobre todo embajador cultural de nuestro país.

Raúl Barboza, que es porteño de nacimiento y uno de los exponentes de la música argentina más reconocidos internacionalmente, nos dio una entrevista antes de subirse al avión con destino Francia, donde vive desde 1987.

¿Cómo fue que terminaste viviendo en París?

Mi ida a Francia es el resultado de mi manera de vivir. Yo he viajado mucho antes de ir a Francia. Viajé cuatro veces desde La Quiaca a Tierra del Fuego, junto a Ariel Ramírez, Cafrune, los Chalchaleros y otros grandes músicos. También en 1971 estuve tres meses en la Unión Soviética con un cuarteto. Y había estado tres meses en Japón. Y después en el 85 me fui a vivir a Brasil un tiempo con mi señora. Dejé de grabar en la Argentina porque no estaba nada de acuerdo con las necesidades comerciales. Querían que yo grabara música comercial, que dirigiera distintos grupos y me cambiara el nombre, y yo eso no lo acepté. Mi manera de tocar era una música que no era potable, digamos, en los bailes. Porque el chamamé en esas épocas, entre los 60 y los 80, se tocaba en los bailes. Y mi manera de tocar, no era mucho para bailar. Por lo tanto no tenía mucho trabajo aquí como músico. Y así en el 87 me fui a Francia por idea de mi señora. Fuimos para ver, no para quedarnos. Me ofrecieron trabajar en una casa que se llama “Protoire de Buenos Aires”, que era una casa de tangos muy famosa en París. Me ofrecieron dar conciertos ahí y no me obligaron a tocar tangos. La única vez que me sentí presionado a hacer otra cosa fue en Argentina. Pero yo siempre me reí de las presiones, nunca les hice caso. En Brasil me dijeron “grabe lo que usted quiera, cuando quiera y como quiera”. En Francia me pasó lo mismo, me ofrecieron lo mismo. Entonces en reciprocidad, porque yo podía expresar chamamé en una casa de tangos en Francia, algo imposible en Argentina, entonces decidí tocar cuatro tangos. 

Y después te quedaste.

Sí, primero me ofrecieron un concierto, y después con mi señora decidimos quedarnos. Era un riesgo muy grande, yo ya tenía 50 años. Y a esa edad empecé todo de nuevo, a hacerme conocer, a tocar el acordeón. Yo no tenía nada, empecé desde abajo. Con persistencia, con trabajo y respeto hacia el país que me abrió los brazos. Porque quiero que se sepa que los colegas franceses me trataron como uno de ellos, me hicieron un espacio, me ofrecieron grabar sin ponerme ninguna condición. Me permitieron vivir en esa tierra. En ningún momento me discriminaron. Cuando llegué me preguntaron la profesión, dije “músico” y ya está. Yo hice los trámites y nos quedamos en Francia. Y después, hasta me nombraron Caballero de las Artes y las Letras. 

¿Cómo fueron esos primeros años en París?

Durante siete años no pude volver a Argentina, porque no tenía plata. Soy un hombre que vivo modestamente y recién en el 94 regresé con mi señora con un dinero que me prestaron unos amigos. Allá sobrevivimos haciendo economía de guerra, gracias a mi mujer Olga. Comíamos sopa de fideos o los inventos que con poco hacía ella. Mi señora era una maga, con diez francos hacia una comida que parecía que había gastado 50. Como hacen nuestras madres, nuestras tías, y todas las mujeres cuando tienen dificultades. Así y todo, a mí me ofrecieron tocar música en la que podía ganar mucho dinero, pero yo nunca acepté. Si toqué jazz o música francesa pero para acompañar a algún cantante que me lo pedía. Con eso me ganaba la vida, acompañando a músicos. Pero mi primer disco grabado en Francia, fue un disco de chamamé. Yo esperé que mi música, el chamamé, sea conocida en Europa. Modestamente conocida, como es hoy.

Y si hoy Raúl Barboza es un embajador cultural argentino, y son comunes sus recitales en China, Japón, Estados Unidos, en toda América y Europa y en varios países de Africa, es porque nunca se apartó de esa convicción. “Donde voy a tocar, la gente se para y aplaude”, dice agradecido, quien desde siempre hizo música “con el único deseo de mostrar la cultura de mi país. Es lo que hice toda mi vida. Desde chico hasta hoy, que tengo más de 70 años”.

Los años pasan y los recuerdos de la infancia cada vez son más nítidos. Allí, y no en otro lugar, están las claves para entender cómo se construye un artista de la altura de Barboza. “Cuando el árbol tiene buena madera, no se lo puede cambiar. Yo no renegué de esa madera. Yo no hago apología de eso tampoco. Simplemente soy lo que soy y estoy humildemente orgulloso. En el buen sentido. Nunca escondí ni escondo que soy guaraní”.

Siete años tenía nomás, y ya se le plantaba al mundo. A sus compañeritos que lo miraban mal porque tocaba ese instrumento raro. “A esa edad ya era discriminado, porque todos los chicos que eran músicos tocaban guitarra o piano, y yo era el único que tocaba acordeón y chamamé. Entonces nadie me invitaba, y me señalaban. Pero mi coraje y mis ganas no fueron minados”, recuerda este porteño hijo de un correntino que buscó evitarle el mismo destino que el suyo: “Mis padres hablaban guaraní, pero yo no lo aprendí porque ellos no me lo querían enseñar. Porque el guaraní tiene once sonidos de vocales, y te hace hablar de una manera que inmediatamente se dan cuenta de donde venís. Y cuando vos venís de por allá, nunca los trabajos que te ofrecen son los mejores. Mi papá fue estibador en el puerto, ese fue su primer trabajo, y él no quería que yo sufriera lo mismo. Entonces me hicieron estudiar como pudieron, se deslomaron para darme una educación, algo que yo agradezco con el alma”.

Pero igual el chamamé se te metió en el cuerpo

Sí, mi papá era músico y yo escuché chamamé y guaraní desde que estaba en el vientre de mi madre. Y ella me decía “cuando sonaba un chamamé vos te movías de una manera enorme”. Y yo siempre quise que el chamamé fuera escuchado por otros oídos. Lo intenté, pero no fue fácil. Porque la gente que era como yo, de raíces guaraníes, decía que yo no tocaba chamamé. Y la gente que no era chamamecera, y veía que era un buen músico, decía “qué lástima que toca chamamé”. Pero yo quería hacer una música de acuerdo a mis pensamientos, no de acuerdo al comercio liso y llano. A eso yo estaba espiritualmente opuesto.

Hoy esa historia personal es totalmente distinta. 

Sí, hoy hay mucha aceptación a mi manera de tocar. Donde voy va todo el mundo. Durante casi tres meses toqué en Café Vinilo, y la gente iba todos los jueves. Incluso personas que gustan del chamamé tradicional, como también personas que no son del palo del chamamé, o gente de otros países. Yo siempre estuve contento con lo que hice, nunca estuve abatido ni me sentí mal. Simplemente luché y luché, pero no era una lucha con rabia. Era mi lucha, y hacer querer ver que el chamamé es tan bello y complicado como cualquier música. Como la música de Bach. El chamamé tiene todas esas posibilidades. Eso sí, hay que saber tocar. Hay que estudiar, mejor dicho, hay que profundizar. Hay que ir al fondo del pozo para conocer bien. Hay que ir a lo más profundo de nosotros mismos para conocer la idiosincrasia de una cultura. Si nos quedamos en la superficie, valga la redundancia, todo será superficial. Cuando uno está en la profundidad y las raíces son profundas, eso no se borra nunca. Eso te da fuerza y valor.

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