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El Campito tiene memoria

por Lautaro Romero
Fotos: Mariana Varela
24 de marzo de 2019

Una multitud acompañó a familiares y sobrevivientes del genocidio en el ingreso al Campito, uno de los centros de exterminio más aberrantes de la dictadura militar. Se busca preservar el lugar, que sea un espacio de memoria, y que se sigan investigando las causas por delitos de lesa humanidad ocurridos en Campo de Mayo, y que no se convierta en un negocio inmobiliario como pretende el Gobierno.

“Atención: zona militar. Prohibido ingresar”, alerta un cartel. Iris Avellaneda lleva puesto en su cuello un pañuelo rojo. Sus ideales y modos de ver el mundo casi le cuestan la vida en tiempos del terrorismo de Estado.  El recuerdo de aquella madrugada trágica del 15 de abril del 76, cuando la secuestraron junto a su hijo Floreal “el Negrito” Avellaneda, de tan sólo 15 años,  en su casa de Munro, sigue presente.  Disfrazados con pelucas y a los tiros, los genocidas fueron en busca del papá del Negrito, Floreal, quien logró escarparse por los techos de la vivienda. Era delegado de una empresa textil.

Con la mirada perdida en el camino, entre los frondosos árboles y pastizales, Iris dice que volver le mueve “hasta la última fibra” del cuerpo. Así se refiere al Campito, donde el Ejército hizo desaparecer a más de 5 mil personas. Familiares, sobrevivientes y compañerxs de lucha ingresaron al predio. Organismos de derechos humanos y sociales también. Al igual que cientos de jóvenes militantes que contagiaron alegría y esperanza, y que creen en un futuro mejor. Como creía el Negrito. 

Iris vive para contarlo. Estuvo un tiempo prisionera en el (ex) centro clandestino de detención el Campito –que funcionó entre 1975 y 1983-, en el circuito represivo de Campo de Mayo, a cargo del Comando de Instituto Militares, y principalmente del jefe de división Santiago Omar Riveros. 

Iris es una de los 43 detenidos que sobrevivió  al exterminio y al horror. Y su caso es emblemático: en 2009 declaró en el primer juicio oral de la mega causa denominada “Campo de Mayo”. Riveros y el general Fernando Verplaetsen, entre otros genocidas, recibieron condenas. Del resto de los detenidos desaparecidos no se supo más nada, son parte de los 30 mil.

A su lado está su hija, Estela. Viste una remera con la cara del Negrito, y la frase “Mana- Aicap”, que en Quichua santiagueño significa “Nunca más”. “Siempre me pregunto por qué se lo llevaron a él y a mí no”, dice Estela, quien fue criada por su tía durante los 27 meses que mantuvieron cautiva a su mamá Iris. De El Campito fue trasladada a la cárcel de Olmos, y de ahí a Devoto. “Fue un antes y después. Pasé a ser una niña grande. Por mi mamá me saco el sombrero. Es muy laburadora y luchadora”, afirma.

Al Negrito, quien participaba en la Federación Juvenil Comunista,  lo encontraron atado de pies y manos en las costas uruguayas del Río de La Plata, junto a otras ocho víctimas asesinadas en los llamados vuelos de la muerte. “Lo mataron como si fuera un animal. Ni los nazis hubieran hecho algo así”, dice Iris. Y era tal la aberración por los derechos humanos, que los militares robaron su cuerpo, el cual yacía muerto por empalamiento: “No sabemos dónde está, dónde lo enterraron”.

En Campo de Mayo, donde el gobierno de Mauricio Macri y María Eugenia Vidal pretende construir una “Reserva Natural” que responde a los intereses del negocio inmobiliario y desmerece la memoria, hay más de 500 causas abiertas y juicios por resolver en referencia a crímenes de lesa humanidad. 

María Ester y Roberto son hermanos de Leonor Rosario Landaburu, desaparecida junto a su marido, Juan Carlos Catnich, el 31 de agosto del 77.  Juan Carlos trabajaba en el taller de mantenimiento de la línea del ferrocarril Mitre. A los obreros ferroviarios -esa noche- los secuestraron junto con sus familias.  El polo industrial de la zona norte de Buenos Aires fue de los más castigados por la dictadura. “Tenemos la plena certeza de que estuvieron detenidos en El Campito. Hoy unimos dos cosas: el recuerdo del 24 de marzo, y el clamor y la exigencia de que este lugar sea preservado”, confiesa Roberto. 

Estuvieron presentes los delegados y trabajadores de las fábricas Ford y Mercedes Benz de los años 70.  Los militares los tildaban de “guerrilleros”. “Las empresas multinacionales automotrices fueron ideólogos, cómplices y partícipes del genocidio”, denuncia la sobrina de Juan José Mosquera, obrero detenido desaparecido. “Exigimos a este espacio ponerle voz, movimiento y sentido. Necesitamos que preserven nuestras verdades. Escarbar con nuestras propias uñas esta tierra. Ver con sus ojos y sus oídos”, relata.

Se calcula el nacimiento de 30 bebés en la maternidad clandestina, que junto a Las Casitas y la Cárcel de los encausados, fue uno de los cuatro CCDTyE en Campo de Mayo. Cuando Leonor  “Nony” fue capturada estaba embarazada de siete meses y medio. Por eso, María Ester y Roberto continúan la búsqueda de su hije, que les fue robado. “Queremos recuperarlo”, dicen.

Los bebés los robó aquel Ejército terrorista, utilizando las instalaciones y la ubicación estratégica del Hospital Militar, con la complicidad de empresarios y la Iglesia, para ser entregados a los apropiadores y colaboradores de un plan siniestro y sistemático.

Silvana Aranda se hizo un tatuaje de sus padres, uno en cada brazo, para “llevarlos conmigo para siempre”. Es hija de María Eva Duarte y Alberto Aranda, desaparecidos en Campo de Mayo. Dice que El Campito es un lugar “escalofriante”. Comenta que antes pasaba con el colectivo y no le gustaba. Pero hoy sí se anima a entrar. Porque lucha por encontrar a su hermano nacido entre marzo y abril del 78.  “Cada año que pasa se renueva la esperanza”, dice Silvana.

En Campo de Mayo, de las decenas de niños nacidos en cautiverio, sólo nueve recuperaron su identidad.  Guillermo Amarilla Molfino es el nieto 98 recuperado por las Abuelas. Sus padres fueron secuestrados el 17 de julio de 1979, en San Antonio de Padua. Después de 29 años, Guillermo supo la verdad. “Seguimos creyendo y exigiendo justicia. El tiempo pasa y los culpables se van yendo”, dice. 

Victoria Montenegro desapareció siendo una beba de 13 días. No recuerda precisamente dónde, pero sí que su niñez transcurrió “por acá”. Es la primera vez que entra a El Campito. Ya no como María Sol, sino como Victoria. “Tanto desprecio por la vida naturalizado fue muy costoso para la sociedad. Mientras nosotros desaparecíamos, se suponía que los argentinos estaban en guerra para ganar la Patria. Se suponía que a todos los que les pasaba algo, era porque en ‘algo andaban’”. 

Miguel Santucho es hijo de Julio Santucho y Cristina Narvajas, militantes del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP).Cuando la secuestraron, Cristina estaba embarazada de 2 meses. Miguel estuvo varios años exiliado en Italia, donde conoció a gran parte de su familia, aunque todavía busca el cuerpo de su madre, y un hermano que le fue apropiado. “Antes, cada vez que aparecía un nieto, una de mis primeras reacciones era de desilusión porque no era mi hermano. Pero después comprendí que todos son mis hermanos. Siento que vamos a vencer. Tenemos amor, y eso nos hace invencibles”, dice Miguel. 

“Nace  algo nuevo, algo distinto. Estamos en el camino correcto, de aprender antes de que sea tarde. Lo que nazca va a tener el rostro de las chicas peleando con el pañuelo verde, de los que pelean contra la represión, de los trabajadores, de los periodistas, de los pueblos originarios. Estamos pariendo una nueva Argentina, una nueva política”, asevera José Schulman, de la Liga por los Derechos del Hombre.

Es la perpetuación de la Memoria a partir de las generaciones nuevas, y de aquellas que no alcanzaron sus sueños. Es el legado del Negrito Avellaneda, que se mantiene vivo. Es un pueblo que no olvida. Es una historia que no se entierra.  
Campo de Mayo no se vende, se defiende

En noviembre del año pasado, Mauricio Macri firmó un decreto –el 1056- que planifica la creación de una “Reserva Ambiental de la Defensa” en pleno Campo de Mayo, donde funcionó uno de los centros clandestinos de detención, tortura y exterminio más grandes y brutales en la historia de la humanidad. El proyecto de “área protegida” abarca 1.332 hectáreas dentro de las casi 4 mil que ocupa la guarnición militar. 

Pese al “compromiso”  del presidente de preservar intactos los espacios de memoria, la decisión arbitraria y  avasallante –legalmente no pasó por el Congreso- generó repudio, principalmente en las organizaciones de derechos humanos.
“Este gobierno toma atribuciones que no le corresponden. No reconoce los derechos humanos. Quiere naturalizar a los muertos. Nosotros resistimos y nos fortalecemos”, asegura Iris Avellaneda. “No pueden hacer una mansión arriba de una fosa”, dice Gabriel Abinet, hijo de Leonor Alonso, Abuela fallecida en 1996.

“Ni siquiera terminaron con los juicios de lesa humanidad originados en esta tierras. Son prueba y evidencia. Todavía faltan muchas hectáreas por investigar y otras locaciones con las que no se comenzó”, reclaman los familiares de las víctimas. Su intención es preservar el lugar, construir un centro cultural donde los jóvenes y educadores puedan hacer memoria de lo vivido. La creación de un museo, un espacio público de encuentro que recuerde a los detenidos desaparecidos en Campo de Mayo. 

“Es la memoria viva de un pueblo. Sin memoria no hay Patria, no hay Nación”, dice Luis Paredes, miembro de la Asociación de Sobrevivientes de la Tortura, organización que trabaja en la difusión del protocolo de Estambul, para detectar  gente que ha sido torturada. 

Fabián Domínguez, historiador que en el año 1998 publicó el libro “La sombra de Campo de Mayo”, piensa que hay elementos históricos válidos para impedir que se continúe con el proyecto: “En la década del 60, fue un lugar de enfrentamiento entre azules y colorados. Además se fusiló gente durante el levantamiento de Valle. Tiene que haber un mandato de la justicia para frenar el decreto. Uno sabe que detrás de esto hay un negocio inmobiliario”.

Familiares y sobrevivientes también exigen que se unifiquen los pedidos de juicio en una sola mega causa con todos los responsables económicos, ideológicos y represivos. “Más de 100 genocidas están alojados en Campo de Mayo (unidad penal 34), y en una situación de privilegio y trato diferencial respecto del resto de la población penal. El único lugar para un genocida es la cárcel común”, insisten.