Los recicladores de la cooperativa Bella Flor dejan de lado los conflictos de la vida cotidiana para meterse de cabeza a jugar. No estudiaron teatro pero lo hacen muy bien. Una vez por semana le ponen el cuerpo y el corazón a las tablas.
Todos los jueves, junto con Sebastián Ostapow, damos un taller de teatro en una de las Plantas de Reciclaje de José León Suárez, a la vera del Camino del Buen Ayre. Para llegar hasta el galpón de la cooperativa Bella Flor hacemos un largo recorrido que incluye colectivos, trenes y un remis. En esas casi dos horas de viaje, en las que a través de las distintas ventanillas, la orilla urbana se va alejando y el paisaje poco a poco se va transformando en ambientes menos ruidosos y más naturales, Sebas y yo solemos conversar sobre las propuestas que pensamos para esa tarde. Desde hace más de un año, los jueves se volvieron días intensos e impredecibles, y de eso se trata un poco también la actividad que proponemos para hacer en el taller.
En el grupo -que varía en número según el día y la cantidad de trabajo que haya en la planta- hay un denominador común: nadie estudió teatro. Sin embargo, casi todos cuentan con cualidades actorales innatas. En poco tiempo entendí el porqué de esa habilidad que me había sorprendido en un primer momento. Una cuestión fundamental en teatro, y que a veces no resulta sencillo poder lograr, es poner el cuerpo. En el caso de los recicladores, están acostumbrados a hacerlo al menos durante nueve horas por día, en su duro y arriesgado trabajo cotidiano. Son los encargados de separar toda la basura que llega a la planta y, además de hacer el reciclado en pésimas condiciones, no tienen ART; es decir, están totalmente propensos a cualquier accidente sin ningún tipo de cobertura. Esa fortaleza, hecha a base de golpes, moretones y lastimaduras, quedó enseguida de manifiesto en el taller, organizado por la Gerencia de Cultura de la UNSAM. Tampoco costó mucho la propuesta de entregarse a imaginar historias intensas e impredecibles; lamentablemente, las viven casi a diario. Por ejemplo el otro día, Sergio, que llegó con una cicatriz en la cara, contó que estaba cenando en su casa y que de pronto la policía entró violentamente: rompieron todo, lo cagaron a palos a él y a toda su familia, y se llevaron detenido a su hermano. Buscaban a un narco, pero después resultó que se habían equivocado de lugar. “Fue una confusión”, les dijo un oficial. Y aunque Patricia Bullrich se pueda hacer la sorprendida con un caso como éste, escenas del estilo se repiten todo los días en diferentes barrios del país. “Siempre es así, la policía entra a tu casa, te caga a patadas, te rompe todo, y recién ahí te preguntan quién sos”, aporta con algo de bronca Roxana, otra participante del taller.
Esperando el jueves
Ese día, a las dos de la tarde, empieza el taller. Pero para Sebastián y para mí, empieza mucho antes. El Mitre nos deja en Suárez y de ahí a la planta tenemos unas veinte cuadras. La entrada es una calle de tierra rodeada por un espacio natural lleno de árboles y arbustos crecidos que pronto empieza a mezclarse con pequeños riachuelos, lagunas de agua estancada, y mucha, pero mucha basura. A pocos metros del galpón, ya empezamos a ver el humo inconfundible de la planta de residuos, y dependiendo del clima y el viento, el olor que de allí se desprende puede ser más o menos fuerte. Casi siempre nos cruzamos con algunos perros que, sucios y lastimados, no pierden el entusiasmo por venir a saludarnos. Otras veces hay caballos pastando o también cargando carros.
Cuando empieza el taller, pareciera que al grupo tampoco le resulta difícil olvidarse por un rato de todo el esfuerzo, de todo el cansancio acumulado o de los conflictos diarios, para meterse de cabeza a jugar, a divertirse y a poder hacer lo que les gusta, al menos por un rato. Ni bien llegan al salón comunitario -un pequeño lugar en donde se realizan múltiples actividades, desde reuniones de cooperativa, almuerzos, fichaje de finalización de trabajo, hasta distintos talleres artísticos- los recicladores se transforman en actores: luego de una breve entrada en calor, se preparan para armar distintas ficciones en donde la fantasía, el simbolismo y la realidad le dan forma a juegos e improvisaciones que son, en verdad, sus propias interpretaciones, deseos y opiniones sobre la vida. Las cosas que pasan día a día en la cooperativa y en los distintos barrios de José León Suárez -ese rincón de la provincia de Buenos Aires que mientras algunos ni siquiera conocen otros parecen tener completamente olvidado- quedan expresados y compartidos en esas dos horas mágicas que dura el taller.
En la Planta, el juego y el rito teatral siempre terminan siendo potentes y apasionantes, porque son abordados con el mismo compromiso con el que se realiza el arduo reciclado diario. Y también, porque a todos nos entusiasma el mismo proyecto: apropiarnos de nuestras historias, actuarlas para darle vida, transitarlas con intensidad. Porque si no lo hacemos nosotros, tal vez no lo haga nadie. Y si nadie lo hace, si nadie cuenta, si nadie habla, si nadie actúa, entonces podría llegar a ser que esas historias no existieran. Y eso no puede ser nunca, porque si de algo estamos seguros, y aunque a muchos pueda resultarles bastante incómodo, es que ahí, en José León Suárez, hay muchísimas historias que están pidiendo ser contadas.
Resonancias
Cuando les preguntamos al grupo cómo se siente al estar haciendo teatro, la mayoría contesta que es una actividad que les gusta porque se entretienen, porque se sienten en “familia” y porque creen que algo del taller los modifica: “hacer teatro me cambió en el sentido de que me ayudó a expresarme mejor, a relacionarme más con mis compañeros y a empezar a mostrar cosas que tenía guardadas adentro”, nos cuenta Gustavo al terminar el encuentro pasado. “Mi experiencia con el taller es muy linda, porque yo trabajo diez horas por día, y aunque sea son dos horas que me distraigo. También me ayuda con la timidez, antes era muy tímida y ahora no tanto; además conozco a mis compañeros, porque trabajamos todo el tiempo juntos, y me gusta compartir esto con ellos, siento que son como la segunda familia que tengo”. Aporta, por su parte, Roxana. Mientras que, para María, hacer teatro sirve para cuando uns está triste: “En el momento en el que estoy un poco bajoneada me digo ‘bueno, hoy hay teatro’. Y así se me voy haciendo la idea y se me despeja un poco la mente”. Para Paola, actuar es una actividad que saca “lo mejor de cada uno”. “Yo no sabía lo que era actuar, y está bueno porque te divertís, improvisás y pasas un lindo momento entre gente buena, con los compañeros y con los profesores. Además hacer teatro me tranquilizó mucho, porque yo era una persona muy alterada, siempre a mil por hora, y desde que empezó el taller es como que me fue bajando de a poco esa sensación; así que aguante Bella Flor, los profes de teatro y los Recicladores Teatrales”, concluye entusiasmada.
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Una década de Tribunales al escenario
El teatro Tadron, de Palermo, hace casi diez años organiza el ciclo Teatro por la Justicia