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Círculos alrededor de la luz

por Eduardo Carrera
30 de marzo de 2018

El padre del fotógrafo Eduardo Carrera escaneó su archivo de diapositivas y las convirtió en archivos JPG. Ahora, esas fotos seguirán girando en las redes, como satélites extraviados, más allá de la muerte.

Mi padre ha empezado a convertir polvo, hongos y pigmentos desvaídos, en archivos JPG perturbadores. No estoy seguro de que sepa lo que está haciendo realmente al escanear su archivo de diapositivas. O slides, como él dice. 

Por momentos me preocupa que se desentienda del presente y quede, de algún modo, atrapado en su juventud. Aunque tal vez eso sea lo que busca. Porque no encontró la posibilidad de viajar en el tiempo, como una maldición, entre las páginas de un libro a la manera borgiana. Por el contrario, investigó, comparó y compró –por fin, en internet– un artefacto cuyo nombre, en todo caso, remite a una ficción anticipatoria: V6500 Perfection. 

A un hombre con toda una vida detrás siempre se le podrán reprochar cosas. Pero a él, pienso, nadie podría acusarlo de temeroso o de racional en exceso. A mediados de los setenta mi padre, que se sentía agobiado por las comodidades de Buenos Aires, se fue a vivir con su mujer y sus cuatro hijos a un rincón del Chaco, donde los autos se atascaban alternativamente en el barro o en la tierra liviana como un talco gris. En el Chaco se convirtió en otra persona, tal vez en quién siempre había querido ser.

Esas fotos siguen girando en las redes, como satélites extraviados, más allá de la muerte.

En las noches de Charata los insectos hacían círculos enloquecidos alrededor de las lamparitas. Al amanecer estaban todos en el piso. Cientos de bichos muertos que olían a mar. 

El olor del Chaco –para mí– es el del monte: el perfume dulzón de la selva en verano y  la madera dura ardiendo en los hornos de carbón durante las noches y en las panaderías de madrugada. Me pregunto cuánto quedará de ese monte y de ese perfume salvaje fuera de los recuerdos que me despiertan las fotos.

Cada tanto mi padre me envía archivos que obtiene de su escáner. Este corresponde a una foto de 1981. Al fondo, montado a caballo, se ve a Roberto Quiñones, el Formoseño, con el casco que alternaba con sus sombreros y que a mis ojos le daba cierta importancia. Quiñones me enseñó a enlazar animales y a manejar tractores y maquinarias, pero viéndolo en la foto, después de tanto tiempo, pienso que de él aprendí sobre todo una épica, una actitud que mezclaba resignación y orgullo y hacía más fácil el duro trabajo del campo y, en general, la vida. 

Por momentos me preocupa que mi padre se desentienda del presente y quede, de algún modo, atrapado en su juventud. 

Y ahí está el chico que fui. Soy otro, por supuesto, pero presiento mi desconcierto de adolescente, el andar perdido por la vida (que entonces era un descubrimiento incómodo y acabó siendo una manera de ver el mundo que llevo, como puedo, todavía).

El Chaco tiene el cielo más estrellado que haya visto jamás. Cuando volvíamos del campo al pueblo, bien entrada la noche, yo viajaba acostado en la caja de la camioneta que mi viejo manejaba a velocidad temeraria, por los caminos y huellas de tierra. Las arañas gregarias que se lucieron en la muestra de Tomás Saraceno, en el Museo de Arte Moderno, podían caerte aterradas, de a decenas, cuando la F100 embestía sus redes, que iban de un árbol a otro, cruzando el camino. El motor ronco de la Ford callaba el fragor nocturno del monte chaqueño, en el que entonces había pumas, zorros, comadrejas, vizcachas y donde los pájaros daban gritos que helaban la sangre. Todo el camino yo iba pendiente de ese cielo magnético, que parecía tener algo para decirme.

El Chaco tiene el cielo más estrellado que haya visto jamás. Yo iba pendiente de ese cielo magnético, que parecía tener algo para decirme.

Mis padres aún viven en el Chaco.

Los recuerdos son frascos de perfume vacíos.

Las fotos son una falla de seguridad en los mecanismos de la memoria. Una interferencia externa en los procesos constantes de depuración, orden y reescritura. Nos apegamos a ese desorden, aceptamos su poder sobre nosotros, su dulce dolor. Por eso los muertos dejaban álbumes y cajas con fotos cuyo destino decidían los deudos. Ahora esas fotos siguen girando en las redes, como satélites extraviados, más allá de la muerte.

En las fotos que recibo desde el Chaco, mi padre y mi madre, sus amigos, mis abuelos, hacen asados en casas de fin de semana, se ríen de algo, se casan, celebran cumpleaños, fuman cigarrillos que ya no pueden hacerles daño. Llega hasta mí el sol de sus días. Hombres y mujeres jóvenes sostienen a sus hijos en brazos o estacionan a un lado de la carretera y hacen la foto que ahora miro en mi pantalla. Se agrupan y se pasan los brazos por la espalda en el típico “abrazo de foto”, porque a veces posan, pero casi nunca parecen calcular la suerte de esa imagen en el mercado social. Uno los adivina entregados en cuerpo y alma al momento en que son atrapados.