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Fanue

por Revista Cítrica
09 de junio de 2015

Bieter

  Bieter es un mundo ocre donde el viento no descansa; un mar de jorobas rocosas, apenas más altas que la talla de un humano, que cubre de extremo a extremo la áspera superficie del planeta.

Aparentemente, nada cambia en Bieter. Su geografía parece invariable, sus soles se encienden y atenúan con rigurosa periodicidad, el tono de su piel revive y palidece en repetida sintonía con el paso de las estrellas. A simple vista, el planeta no parece más que un globo de piedra escabroso y deshabitado. 

Sin embargo, hay vida en Bieter. 

Cada uno de esos montículos de roca es un ser que se levanta en ese suelo tosco y polvoriento. Sólo basta colocarse delante de una de esas protuberancias para que su voz árida y amarilla rumoree dentro de tu cabeza. Y aunque no entiendas su palabra -el lenguaje de los bieters jamás se logró descifrar-, sentirás que ese susurro transmite la incansable la rutina del tiempo, la infinita la paciencia del viento. El viento enloquecido que silba furioso entre esos fantasmas petrificados. El viento que nunca deja de perseguir horizontes. Que araña bravo y ardiente. Que lame con lengua seca la piel de piedra de los que murmuran.

 Desgranadas partícula a partícula, las rocas sucumben de manera lenta e inexorable ante la insistencia de los dedos invisibles que las rasguñan. Así, apretados y quietos, los cuerpos de los bieters se van apocando mansamente con el girar de los soles. 

No hay rincón del universo que permanezca inmutable. 

No hay lugar donde la vida no se transforme.

Ni siquiera en Bieter, donde el viento mueve los relojes y las cenizas son arena.