¿Por qué florece la rebelión en el Ministerio del Interior?

por Lautaro Romero
Fotos: Hernán Vitenberg
14 de octubre de 2019

Las mujeres indígenas viajaron a Buenos Aires para denunciar que en sus territorios sufren el racismo y el atropello del Estado, y a sus hijos los golpea la policía y les arman causas, que los maltratan en las escuelas, y hasta los hacen desaparecer.

Convocamos a la solidaridad de todos los colectivos, de todas las organizaciones y corazones. Esta lucha que llevamos es por el resguardo del planeta, de los territorios, por la preservación de saberes y culturas que pueden llegar a constituir una matriz civilizatoria que realmente de una oportunidad de perpetuar la vida de la humanidad sobre el planeta. No es una lucha mezquina, por cuestiones coyunturales: es una lucha que nos trasciende, que nos lleva a reafirmar la relación armónica con la tierra desde el compromiso ancestral. Estamos acá porque nos oponemos al modelo extractivista, y porque le queremos decir al país y al mundo: basta contra todo este sistema racista, colonial y depredador”. 

Quien habla es la referente del pueblo mapuche Moira Millán. Eran exactamente las 9:14 del jueves cuando recibimos ese mensaje. Como medio de comunicación sentimos que debíamos ser testigos y registrar lo que estaba sucediendo en el Ministerio del Interior. Para ese entonces, las mujeres indígenas autoconvocadas ya acumulaban varias horas de vigilia en el hall de entrada del edificio situado a metros de la Casa Rosada. ¿El motivo? Que al menos por unas horas el ministro Rogelio Frigerio modifique su agenda y escuche todo lo que estas “guardianas y dadoras” de la vida tienen para decir. 

Mientras, estas mujeres que pasaron la noche aquí no solo cargaban sobre el lomo hambre, sed y horas de cansancio –la mayoría viajó miles de kilómetros-; sino también la amenaza latente de un “desalojo violento” por parte de la Policía.
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Dentro del Ministerio de Interior, Moira llama al resto de las hermanas a asamblea. Seguro hablarán de cómo seguir, de qué medidas tomar hasta que el ministro Frigerio se digne a aparecer. Hasta ahora no hubo novedades de él, sólo se han acercado funcionarios públicos de la Defensoría del Pueblo en un intento de calmar las aguas, aunque el reclamo desde un principio haya sido siempre en tono pacífico. 

"Llamamos terricidio al asesinato no sólo de los ecosistemas tangibles y los pueblos que lo habitan,  sino también al asesinato de todas las fuerzas que regulan la vida en la tierra"

Pero es mucha la rabia y la angustia. Son muchos años de sometimiento y caminar entre las penumbras. Hoy los pueblos originarios gritan basta de terricidio. Así lo dejan sentado estas mujeres –de diversas naciones indígenas en la Argentina-, en un comunicado que escribieron ellas, las “flores nativas”, y luce en la fachada del Ministerio: “Llamamos terricidio al asesinato no sólo de los ecosistemas tangibles y los pueblos que lo habitan,  sino también al asesinato de todas las fuerzas que regulan la vida en la tierra”.  

Nosotros respetamos el momento y esperamos afuera. Entre tanto, contemplamos lo que sucede en la calle y rompe de manera abrupta con la monotonía de la ciudad: en la esquina de 25 de mayo y Bartolomé Mitre un pasacalles en letras negras enormes, dice: “Sembraron terricidio, cosecharon rebelión”. Entre autos y motos lujosas que van y vienen, hay gente que le habla al transeúnte, lo invita a tomarse una pausa y a ser más consciente. Sostienen carteles, en ellos hay escritas consignas. “Tu indiferencia se hizo ciencia, nosotras ya perdimos la paciencia”; “La lucha por la tierra ya está floreciendo”; “Los territorios no se venden, se defienden”; “¿Dónde está Marcelino Olaire?”, son algunos de los mensajes que captan la atención de quienes nos acercamos hasta allí. 
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Hace casi tres años que Juliana se pregunta dónde está su hermano Marcelino, desaparecido el 8 de noviembre de 2016, en el Hospital Eva Perón, del distrito 8 de la Ciudad de Formosa, donde fue internado por su mamá para tratar una esquizofrenia que lo tenía mal. “Mi mamá lo internó y la mandaron a la casa porque en el hospital, supuestamente, se encargaban de todo. A ella le dijeron que vuelva en dos semanas para ver si Marcelino mejoraba. Pero cuando volvió ella, él no estaba. Lo habían trasladado al Hospital Central. Mi mamá lo fue a buscar a ese lugar pero allí tampoco lo encontró. Y no lo volvimos a ver”, nos relata Juliana, casi con el corazón en la mano. 

Hay cartelitos con la cara de Marcelino que ayudan a difundir la búsqueda incesante. ¿Qué habrán hecho con él? Juliana viajó desde lejos en busca de la verdad, porque la vida de su hermano no vale menos por ser indígena: “A nosotras nadie nos escucha porque somos indígenas, porque no somos blancas, y vivimos con muchas necesidades allá. Mi mamá no habla bien el castellano y fue difícil para ella hacerse entender, nadie le dio una explicación de nada, a nadie le importó. Mi mamá quiere saber qué pasó, qué hicieron con su hijo. Y yo necesito justicia para que ella esté en paz y calmar tanto dolor”.

A Reinalda, de la comunidad Mbokajaty, en San Ignacio (Misiones), no le desaparecieron a un hermano. Pero de todas formas, Reinalda sí sabe de golpes duros y atrocidades: nos confiesa que a su hermanita de trece años, un día camino a la escuela –a siete kilómetros de su casa-, la violaron y le hicieron daño. Que esto es moneda corriente en aquellos lares. Como lo es también acostumbrarse a ir a estudiar con la panza vacía. “En las escuelas no hay comedores, y mis hijos no pueden ir y venir sin comer porque se enferman. Cuando podemos les damos al menos el desayuno pero vuelven sin el almuerzo”. 

“Somos maltratados por la Policía. A los chicos los paran, les preguntan de dónde son y cuando responden que pertenecen a la comunidad los alzan, los golpean y los llevan quién sabe a dónde"

Por eso Reinalda está acá: quiere que en San Ignacio se construyan escuelas con comedores. Esa es su misión. También denunciar que las comunidades viven sin agua potable. “Nos vemos obligados a caminar dos horas para conseguir agua, ir con bidones hasta la comunidad más cercana que está a tres kilómetros. Nos repartimos el agua entre los hermanos”. Para colmo en Misiones siempre hace calor y en época de sequías se secan las vertientes de los ríos contaminados por el hombre. 

Hace tiempo que el municipio –cuyo intendente es Esteban Romero- les prometió a las 16 comunidades que habitan ese territorio que les iban a limpiar el suelo para que ellos pudieran plantar maíz, sandía, batata y mandioca. “Esa promesa nunca se cumplió y ahora nos exigen que compremos el combustible para que puedan usar las máquinas”, dice Reinalda. No les permiten obtener su propio alimento de la tierra. Tampoco vender en las ruinas de San Ignacio –que atrae al turismo de la zona-  los canastos y los collares que hacen para sumar unos pesos. “Nos prohíben todo. Los policías no quieren que ni siquiera pasemos por ahí. A los indígenas los esclavizaron, mataron y sacaron todo para hacer una ruina turística. Nuestros ancestros vivieron ahí.¿Por qué nos prohíben si ese territorio es nuestro?”, cuestiona Reinalda, quien viste un vestido con flores y pide por Rafael Nahuel.

Mientras charlamos con Sara, de la comunidad Tapiete, en Tartagal (Salta); en la entrada al ministerio hay radio abierta. El megáfono circula de mano en mano para que todo aquel que lo desee pueda expresarse. La amenaza del desalojo violento por parte de la Policía de a poco comienza a disolverse. Pero Sara permanece atenta y no baja la guardia: sabe de represión y abuso policial. “Somos maltratados por la Policía. A los chicos los paran, les preguntan de dónde son y cuando responden que pertenecen a la comunidad los alzan, los golpean y los llevan quién sabe a dónde”, relata Sara, una de las hermanas que se encadenó al Ministerio para que no las pasen más por arriba.

Sara nos cuenta que en Salta muchos pibes se ven obligados a abandonar la escuela secundaria porque les queda lejísimos y les da miedo volver de noche: es cuando la Policía sale de cacería. Pero también le indigna ver cómo tratan a sus hijos en las escuelas. “Tenemos una escuela que es de nosotros, de nuestra comunidad. Pero ahí trabajan algunas personas de maestranza que son criollos y maltratan a nuestros hijos. Todos somos seres humanos,  nos tratan así porque somos de los pueblos originarios. Me duele todo eso. Vengo por los chicos, por la juventud, que son el presente y el futuro”. 

Donde vive Sara no padecen problemas de disputa territorial. Sin embargo en Formosa es otra la historia. Así lo denuncia María, quien ya no sabe dónde pedir ayuda y espera volver a casa con buenas noticias: “Hace poco entraron 100 policías al barrio (a diez kilómetros de la capital) para desalojarnos. Nosotros no somos terribles, respetamos a los demás. Hay 90 familias que sufren la falta de agua, que están sin vivienda y sin luz. Hay mucha gente que está sin trabajo y se está muriendo. Estamos abandonados. Nosotros hacemos proyectos, presentamos notas al intendente pero nunca nos abre las puertas. Vinimos por necesidad y por dolor, y porque peleamos por nuestros derechos”.
De la nada, y casi que cuando empezaba a asomar el sol tras una llovizna copiosa, aparece Norita Cortiñas. Al pasar intercambia algunas palabras con Moira Millán, emociona a los presentes, abraza y saluda a las hermanas, acompaña su lucha.

Noelia se crió en el monte de la localidad de Castelli, en territorio Qom de la provincia de Chaco –donde asesinaron a Ismael Ramírez, su madre Alejandra dice presente, se moviliza y solidariza con los pueblos originarios-, y hace algunos años se mudó a Rosario, a vivir con su mamá porque no podía acceder a una educación secundaria: “La mayoría de las escuelas eran católicas, tenías que pagar una cuota y yo no contaba con ese dinero”. 

“El barrio está dividido en 17 sectores de naciones indígenas. Me costó adaptarme, incorporar palabras y hablar español. Vivimos en una villa, en asentamientos vulnerados sin título de propiedad ni permiso para construir. En una casa viven cinco familias, veinte personas compartiendo un comedor, un baño y habitaciones. Acceder a una tierra es muy difícil, te exigen que tengas un sueldo de veinte mil pesos y la mayoría son changarines.  Los jóvenes estamos haciendo emprendimientos de oficio, cooperativas de alimentos y huerta agroecológica. Es contradictorio porque estamos peleando por algo que no existe”, reflexiona Noelia. 

A Noelia la echaron de un colegio por negarse a aprender inglés, por querer preservar su idioma. “Apelan a que es una educación bilingüe pero no lo es, porque conforman leyes dentro del sistema educativo sin pensar en los chicos. Lo que se necesita es un profesor, un interlocutor que transmita el idioma de la nación indígena. En Argentina, en todos los niveles de las escuelas interculturales bilingüe, hacen que una persona de la comunidad de un mínimo taller sobre cestería y barro. Nada más. La currícula educativa es muy cerrada”.

“En salud tenemos ancestros que tienen su forma de curar. Pero en Argentina las machis –referentes mapuches- tienen prohibido traer la medicina, las hierbas desde otros países a través de las fronteras de manera natural y no occidental. Eso es violentar los derechos de los indígenas. Los Estados crean leyes y ordenanzas sin consultar a las comunidades indígenas. Sin mediación ni el consenso las aplican, y nosotros tenemos otras formas de vivir. No piensan en nosotros, en las necesidades que pasamos”, agrega Noelia. 

Noelia no sabe de divisiones en los territorios, de líneas imaginarias ni países limítrofes. “Nos masacraron, derramaron nuestra sangre y nos hicieron argentinos. Pero nosotros no somos argentinos. Antes recorríamos el territorio de manera libre, con intercambios de idioma y formas de vivir entre comunidades. Estamos muy lejos de ser un Estado plurinacional”.

"Los Estados crean leyes y ordenanzas sin consultar a las comunidades indígenas. Sin mediación ni el consenso las aplican, y nosotros tenemos otras formas de vivir"

En Casa Rosada, tras una extensísima espera en el edificio del Ministerio del Interior, el ministro Rogelio Frigerio finalmente recibe a las mujeres indígenas de territorios en conflictos. Eso sí: solo hablará con 10 de las 22 que llegaron a Buenos Aires. Para los funcionarios no es importante que haya referentes de varias provincias, de varias naciones. Por más que estemos lejísimos de ser un Estado plurinacional, las hermanas no pierden la esperanza, traen consigo pensamientos, denuncias pero también propuestas. Y  con sus banderas y sus heridas abiertas, alzan sus puños y al unísono gritan: ¡Basta!

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