Si hay hambre, una cajita feliz

por Cush Rodríguez Moz
Fotos: Juan Pablo Barrientos
22 de diciembre de 2019

Con la presencia del jefe de gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta, McDonald's acaba de inaugurar una nueva sucursal en la villa 31. ¿Qué significa la llegada del Big Mac a uno de los barrios más emblemáticos y marginados de Buenos Aires?

El viernes 6 de diciembre, un nuevo local de McDonald’s prendió sus luces, calentó sus freidoras y abrió sus puertas en la entrada a la Villa 31. Presente tanto en el acto de colocación del ladrillo fundacional seis meses atrás como en la inauguración hace tres semanas, el Jefe de Gobierno, Horacio Rodríguez Larreta, lo proclamó “un proyecto que significa más oportunidades para los jóvenes que están buscando laburo y un paso más en la integración del Barrio: ahora hay escuelas, centros de salud y plazas”.

Desde la empresa Arcos Dorados, la sociedad anónima que controla la concesión de la marca estadounidense en toda América Latina y el Caribe, se compartió el siguiente mensaje: “Para nosotros abrir un local en el Barrio Padre Mugica significa poner un granito de arena al proceso de urbanización del barrio y a la integración de la comunidad, para que sea un barrio común como cualquier otro. Que tengan un McDonald’s implica en parte eso, que la urbanización es un hecho”.

Un barrio común, como cualquier otro. McDonald’s pretende (y, lamentémoslo o no, logra) insertarse como una pieza esencial y a la vez cotidiana del paisaje urbano. Una marca tan naturalizada que deja de ser marca, tan universalizada que se vuelve genérica, igual que las escuelas, las plazas y los centros de salud que menciona Larreta. Con este McDonald’s, el oficialismo porteño--que gozará por lo menos cuatro años más en el poder-- busca cumplir con las obligaciones que percibe que tiene para con su ciudadanía: el derecho a la educación, a la salud y, ahora, a la cajita feliz.

La grasa de las capitales
La perforación al mercado latinoamericano de la cadena de hamburgueserías ha sido, en gran parte, obra del colombiano Woods Staton, también presente con Larreta en la inauguración del nuevo local. Staton es parte de la tercera generación de una familia de embotelladores de Coca-Cola y, tras un intento fracasado de instalar McDonald’s en su país natal, lo trajo a la Argentina en 1984, inoculación que se transformó en el brote de más de 1.800 locales en 20 países en América Latina y el Caribe, de los cuales 222 se ubican en este país. Bueno, ahora son 223.

Con este McDonald’s, el oficialismo porteño busca cumplir con las obligaciones que percibe que tiene para con su ciudadanía: el derecho a la educación, a la salud y, ahora, a la cajita feliz.

Esta última expansión de la frontera del Big Mac es un hecho que se ha tildado de histórico en uno de los asentamientos más emblemáticos de la ciudad porteña. En casi nueve décadas, la Villa 31 conoció una larga lista de alias: desde “Villa Desocupación”, “Villa Esperanza” y “Barrio de los Inmigrantes”, como era conocida en la década de 1930, hasta las variantes más nuevas como “Barrio Padre Mugica” o “Barrio 31”, que se emplean en torno al grado de integración o marginalización que se quiera enfatizar o tapar. No faltan quienes incluso la denominan “ex-Villa 31”, como si McDonald’s produjera transformaciones sociales con la misma rapidez que prepara sus hamburguesas.

“Urbanización” se refiere a una amplia variedad de fenómenos y procesos. Aquí, en el proceso del cual McDonald’s “se siente parte”, el término se usa como se suele usar en referencia a los asentamientos informales: como sinónimo de la instalación de servicios urbanos, tales como infraestructura hídrica, eléctrica, telefónica y cloacal, entre otras, de manera formal. Es decir, paga. Pero urbanizar la Villa, en el sentido larreteano, no sólo implica insertarla en los circuitos formales de consumo de servicios, sino también insertarla en el mercado inmobiliario formal. La instalación de McDonald’s es solo una parte del proyecto de urbanización más amplio que viene desarrollando el gobierno de Larreta para la Villa 31, que incluye además la construcción de unas 1.200 viviendas, un sistema de hipotecas para acceder a las mismas, la instalación de una sede del Ministerio de Educación y un puente peatonal. Urbanización como la formalización de la tierra y su suministro.

Pero sin cloacas, sin plazas, sin escuelas, la Villa 31 sigue siendo urbana, sigue siendo ciudad. Sin McDonald’s también. La formación de asentamientos es un fenómeno cuya naturaleza proviene estrictamente de la condición urbana. En el caso de Buenos Aires, igual que la mayoría de las metrópolis argentinas, los asentamientos informales aparecen a partir de la crisis de 1930, con la llegada masiva de campesinos desocupados que acuden a las grandes urbes en búsqueda de empleo en un sector industrial incipiente. Gran parte de los recién llegados tienen recursos económicos muy limitados y empiezan a “asentarse” en terrenos baldíos y desocupados. En muchos casos, se tratan de predios del ferrocarril o terrenos fiscales. O, como en el caso de la 31, predios del ferrocarril que se vuelven fiscales tras la nacionalización de las empresas ferroviarias británicas. La gran ciudad no expulsa a los nuevos inmigrantes: los arroja a sus márgenes, a sus intersticios, a las riberas de su tejido más consolidado. La villa aparece como respuesta a eso; nace como otra forma urbanizar, de construir y poblar la ciudad, pero desde la informalidad, la precariedad y la exclusión que la misma ciudad impone.

Durante la etapa media del siglo XX, sucede lo que Adrián Gorelik llama la “latinoamericanización” de Buenos Aires: la París del Río de la Plata deja de definirse por sus aires afrancesados y sus problemáticas urbanas y sociales empiezan a caracterizarse por su similitud con las de otras metrópolis. También empiezan a asemejarse las caras de sus habitantes: la llegada masiva de inmigrantes --ya no italianos, alemanes y polacos, sino provenientes del interior del país, o del continente-- hace que la capital blanca se mestice mientras Buenos Aires se vuelve Gran. En la década de 1970, la inestabilidad política y económica bajo la dictadura incide para la aparición de nuevas villas y el aumento de habitantes de las villas ya existentes. Es en este momento que las villas porteñas son sometidas la primera iniciativa de “urbanización” del Estado, pero a palizas: no se trata de la urbanización larreteana de construcción de cloacas, sino de la erradicación total de sus habitantes y el arrasamiento de sus viviendas, a mano del intendente militar Osvaldo Cacciatore, en el marco de su “limpieza urbana” en preparación para la Copa Mundial de 1978. Aquí “urbanización” significa proceso de borramiento de toda “irregularidad” o “informalidad”; de emplear la violencia física para expulsar aún más a poblaciones ya agarradas a los márgenes. Pero, terminada la dictadura, los habitantes erradicados de la Villa 31 se radican nuevamente y hoy en día su población de 40 mil habitantes es la más alta de su historia.

La instalación de McDonald’s es solo una parte del proyecto de urbanización más amplio que viene desarrollando el gobierno de Larreta para la Villa 31.

A medida que los habitantes expulsados de la 31 se vuelven y reconstruyen su barrio, el paradigma de la planificación urbana a escala macro se empieza a abandonar y el Estado comienza a ceder protagonismo en la formación de la ciudad a un accionar privado, que se enfoca en intervenciones puntuales y altamente rentables. Se abandonan “las tradicionales hipótesis de la planificación, que seguían diseñando proyectos globales de desarrollo” para convertir Buenos en una “ciudad de los negocios”, caracterizada por el reemplazo de “la infraestructura colectiva de servicios, con la que antes garantizaban el ciclo productivo de la industria-ciudad, por una oferta fragmentada y diferencial de infraestructura hipermoderna pero individual”.

Con este fenómeno surgen todos los countries del tercer cordón del conurbano y todos los shoppings cuyos nombres se han vuelto parte del léxico cotidiano: el Abasto, Unicenter, Alto Palermo, etc., ahora hitos urbanos tan reconocibles y referenciados como la Plaza de Mayo o el Congreso. Con esta tendencia se desintegran gradualmente nociones de ciudadanía y de pertenencia a una sociedad civil, que son reemplazadas por identidades construidas a partir del consumo individual. Es así que se llega a una ciudad donde “plaza”, “escuela”, y “McDonald’s” integran el mismo campo semántico; donde se desdibuja cada vez más la línea entre lo público y lo privado; donde acceso a circuitos puntuales de consumo se prioriza por sobre una inclusión en el tejido social más amplio y permanente. Una “integración” fast que se hace de combo a combo.

McModelo
Hoy en día, McDonald’s es un monstruo corporativo con más de 37.800 locales en 100 países en todos los continentes del mundo. Mucho más que cadena de comida rápida, es un bastión de la modernidad tardía, símbolo de la ubicuidad del imperialismo estadounidense y una evidencia del arraigo de la cultura de descarte que define las relaciones materiales posindustriales.
En el momento de su incepción, McDonald’s representa la aplicación de la producción fordista a la preparación de comida chatarra. Uno de los protagonistas de la conversión del alimento en producto alimenticio, McDonald’s aparece poco tiempo después de la Segunda Guerra Mundial, cuando la racionalización industrial se está aplicando a todos los elementos de la reproducción social. Es el momento en el cual los tiempos y ritmos sociales se empiezan a moldear a los de la fábrica, cuando el ilustre arquitecto francés Le Corbusier declara que la casa misma es “una máquina” para la vida moderna.

Con el transcurso de las décadas de 1980 y 1990, sin embargo, McDonald’s pasa a consolidarse en uno de los símbolos más potentes de la proliferación del modelo occidental durante el acaloramiento de la Guerra Fría. El día que se abre el primer McDonald’s en la Unión Soviética en 1990, más de 30 mil personas hacen horas de fila en la Plaza Pushkin en Moscú para gastar el equivalente de una semana de sueldo en una hamburguesa y papas fritas. En el marco del “fin de la historia” que promete Fukuyama, esta proliferación representa no sólo una conclusión inevitable sino la última y máxima expresión de la raza humana: la culminación del sistema-mundo wallersteiniano que viene servida para llevar o para comer acá.

El peso simbólico de la marca en el plano geopolítico llega a ser tanto que, en 1996, el economicista estadounidense Thomas Friedman acuña la “teoría de los arcos dorados”, la cual estipula que dos países que tienen locales de McDonald’s serían, por esta misma característica, incapaces de entrarse en conflicto bélico (teoría que queda desmentida con el conflicto de Kargil entre India y Pakistán en 1999). Mientras tanto, el Big Mac se consagra como el producto global por excelencia, hasta tal punto que su precio se utiliza como base de un índice económico homónimo que jerarquiza el poder adquisitivo entre monedas nacionales. Mucho más que consumir un producto alimenticio estandarizado o tener una experiencia de consumo homologada y homogenizada, masticar sus carnes indica la subordinación a una institución global y los poderes que la dirigen; implica el sometimiento pacífico a un modelo foráneo de alimento, consumo y desarrollo, y la aceptación de los cambios en el tejido social y cultural que tal sometimiento impone.

El mismo amor, la misma fritanga
¿Qué implica un McDonald’s en la Villa 31? ¿Los 100 puestos de empleo que la empresa promete (cifra que parece un poco inflada para el plantel de un solo local)? ¿La continua mutación de las responsabilidades del Estado en torno a las ansias del sector privado? ¿La aproximación aún más aguda de un nodo de consumo global a los habitantes de la Villa? ¿Un paso más en el avance de una ontología geopolítica que, habiendo captado casi todos los países del mundo, ahora se está ocupando de los nichos intersticiales restantes? ¿Otra freidora rentable para sumar al balance general anual de la casa matriz? Implica todas estas cosas, en mayor o menor medida: la síntesis de la urbanización a la Horacio Rodríguez Larreta. Lo que no implica, sin embargo, es que la Villa 31 “sea un barrio como cualquier otro”. La vulnerabilidad social no se supera con el refugio de un pelotero o con la universalización de experiencias efímeras de consumo de productos globales. No representa inclusión al tejido social, sino la continuación de la desintegración del mismo: un escenario donde la producción de los elementos materiales y simbólicos (entre ellos, el alimento) se aleja cada vez más del nivel local, del nivel estatal, para ser una actividad exclusiva de las corporaciones y sus casas matrices en el extranjero. Un McDonald’s en la 31 es un “no lugar”, no construido dentro de la Villa, sino extirpado de ella. Una fachada. Un brillo que huele a aceite quemado. Es nada más que la misma fritanga, envuelta en papel, encajada en cartón y consumida por millones de personas todos los días por todo el mundo. ¿Y mañana? Será grasa.

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