La explotación detrás del Dakar

por Redacción Rosario
09 de enero de 2014

El Dakar pasó por Rosario. Pero Dakar es la capital de Senegal. Detrás del brillo feliz de la mercancía hay basura oculta.

Rugientes, abigarrados manojos de publicidades hacen suspirar a los observadores. Los artefactos narcotizan. Los nombres de las corporaciones invitan a un mundo de glamour, fama y riqueza. Si, como algunos afirman, las competencias deportivas sirven para conocer culturas, geografías y otros datos útiles, el paso de las máquinas podría servirnos, acaso, para confirmar, abandonando toda pretensión de dar primicias, que Dakar es la capital de Senegal. Y que detrás del brillo feliz de la mercancía hay basura oculta. Y cómo apesta.

Los vehículos de la competencia deportiva son reconocibles por el rugido del motor, las ruedas, los faros acaso, algún accesorio. Pero están ocultos detrás de un manojo de publicidades. Los anuncios, los logotipos e isotipos los atiborran y borronean. Los cartelitos se comportan como ciertos dirigentes en un palco de honor: se hacen lugar a los codazos para llamar la atención. La función más evidente de esos autos, motos, camiones y camionetas parece ser semiótica: encantar a los admiradores del lejano glamour de las corporaciones, las riquezas y la fama.

Los vehículos funcionan entonces como espejitos de colores de última generación, más desarrollados que los que nos trajo Cristoforo Colombo, pero no mucho más en lo esencial. Porque como suele ocurrir, detrás del símbolo glamoroso se esconde una fea realidad. Detrás del brillo se agazapa, implacable, la bosta.

Nunca falta un aguafiestas. La palabra Dakar, un símbolo entre tantos, uno más entre logotipos, isotipos y jeroglíficos corporativos, nos remite a África, a las atrocidades allí cometidas por las potencias europeas y el imperialismo estadounidense. Nos remite a los genocidios que allí se cometieron en nombre de la civilización. Nos remite al saqueo de las grandes corporaciones, las mismas que ahora pasean sus publicidades en los vehículos saludados con admiración soñadora. Nos remite, muy específicamente, al comercio de esclavos: Dakar fue uno de los principales centros de tráfico de esclavos de África, durante tres siglos.

La ciudad está ubicada en la península de Cabo Verde, en la costa atlántica de África. Esa posición, ya desde los albores del desarrollo del capitalismo, ya desde la época de los denominados descubrimientos y el comercio de esclavos, la convirtió en una preciada joya para las potencias coloniales, que se la disputaron a sangre y fuego, masacrando la población local.

Portugueses, ingleses, holandeses y franceses se la disputaron en una competencia que no fue televisada. Y se la quedaron los franceses. Dakar fue creciendo en los alrededores de un fuerte francés, reemplazando a la antigua capital de las colonias francesas, Saint Louis, en 1902. Entre 1959 y 1960 pasó a ser capital de la Federación de Malí, un efímero invento francés, y luego pasó a ser capital de Senegal.

Senegal fue devastada por el colonialismo de Francia. La expresión “París-Dakar” marca la sangrienta relación entre la capital colonialista expoliadora y el territorio arrasado. La tristemente célebre expedición militar Voulet-Chanoines, enviada por Francia para unificar todos los territorios franceses de África occidental, ocupa un lugar destacado en la larga lista de atrocidades europeas cometidas en África.

El colorido y el glamour que hoy destilan los vehículos del Dakar ocultan la tortura, el suplicio, la esclavitud de millones de seres humanos que padecieron en la isla de Gorea, cerca de Dakar, donde funcionó uno de los más grandes mercados de subasta de esclavos. Los esclavos no viajaban en vehículos coloridos. Padecían hacinamiento en las bodegas de los barcos. Una minoría resistía el viaje desde África a su destino final. Morían de enfermedades, asfixiados entre la mugre, los vómitos y la mierda.

África sigue hoy el continente más pobre y subdesarrollado. Las cifras que arrojan las estadísticas resultan devastadoras: analfabetismo, mortalidad infantil, y falta de servicios básicos contrastan con la enorme potencialidad de recursos naturales que la convirtió en un apreciado botín para las potencias coloniales e imperiales. Las naciones europeas se beneficiaron durante años con el tráfico de esclavos provenientes de África, y con el saqueo de todos sus recursos naturales. Al igual que América, el continente africano ocupó un papel importante en el desarrollo del capitalismo. A partir del saqueo de esos dos continentes se produjo la acumulación originaria de capital que está en el origen del sistema capitalista mundial.

Detrás del encantador desarrollo de la cultura europea, detrás de los coloridos logos de sus corporaciones, se esconden los sanguinarios horrores del colonialismo perpetrados en África por las naciones “civilizadas”. Los campos de concentración fueron un invento británico durante la caranchesca guerra contra los holandeses para disputarse el sur del continente, la denominada Guerra de los bóers, que se desarrolló entre fines del siglo XIX y principios XX. Otros historiadores afirman, en cambio, que fueron los españoles los que inventaron los campos en Cuba en 1896.

África fue el sitio donde se ensayaron las peores atrocidades que los europeos cometerían en los otros continente, Europa incluida. Los primeros experimentos médicos brutales con seres humanos vivos tuvieron lugar en Namibia, colonia alemana de África occidental. Allí, el banquero y secretario de la oficina colonial del Reich, Bernard Dernburg ejecutó un sistema para liberar al negro de sus “defectos físicos” y accediera a una “naturaleza superior”. Y los belgas asesinaron entre cinco y diez millones de personas en el Congo. Son apenas algunos ejemplos aislados de una larga historia de atrocidades. La novela de Josep Conrad El corazón de las tinieblas, publicada en 1902, describe lo sucedido en el Congo. En la Conferencia de Berlín, entre noviembre de 1884 y febrero de 1885 las potencias coloniales europeas se dividieron el continente africano, como elegantes y civilizadas aves de rapiña.

Nada de eso resulta legible al ver pasar un vehículo del Dakar. Al menos a simple vista. Por el contrario, los colores y las formas de los logotipos e isotipos de las corporaciones parecen tener efectos lisérgicos: remiten a un mundo de sueños consumistas, éxitos, fama y dinero. En la zona del Monumento a la Bandera, el Dakar suscita entre los vecinos reacciones muy diferentes, por ejemplo, a las que genera, allí mismo, la Feria de las colectividades. En principio, los inconvenientes parecen ser idénticos, calles cortadas, problemas de tránsito, pero no. Ahora hay jovencitos que parecen salidos de una película de Kurosawa y portan banderitas con una gran letra “I”. Ahora todo es más liviano, gracioso, internacional. Ahora todos los vecinos de barrio Martin parecen más contentos y menos temerosos de la otredad. Las publicidades de las corporaciones reciben sonrisas agradecidas. Pero Dakar es la capital de Senegal.

Por Pablo Bilsky

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