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Antolina Franco, una víctima de la política migratoria

por  Carlos Fuentealba Varela
Fotos: Juan Pablo Barrientos
08 de julio de 2019

Cuando luchaba por sobrevivir a un cáncer, fue notificada de su expulsión del país. Tras 26 años de residencia y trabajo en la Ciudad de Buenos Aires, no pudo recuperarse de la impresión y falleció dos semanas después.

Con apenas 45 años, Antolina Franco murió el 15 de febrero por motivo de un cáncer de mama. Eso, por lo menos, fue lo que indicó el parte médico entregado por el Hospital Teodoro Álvarez de Flores. Las otras motivaciones, las políticas, quedaron sólo para la interpretación de su entorno y para el engrosamiento de algún archivo de la burocracia estatal. 

Así lo siente aún Sandra Santa Cruz, su hija, que no termina de entender qué, cómo ni porqué. Los primeros días, recuerda, quiso denunciar a alguien, pero no supo a quién. El hospital, la policía, el penal, el destino: todos tenían una porción de responsabilidad, pero nadie resultaba culpable. El tiempo, sin embargo, decantó las emociones y le ha permitido ver con más claridad una percepción que ha constatado con toda su familia y entorno: su madre fue empujada hacia la muerte por la Dirección Nacional de Migraciones. 

“Todos creemos esto. Que fue la expulsión lo que la terminó matando. Porque ella tenía una esperanza de salir adelante, de remontarla, pero cuando se enteró de que la estaban expulsando del país, no se pudo levantar. Los doctores nos habían dicho que ella tenía que estar tranquila, pero no pudo volver a estarlo”, comenta Sandra con un hilo de voz que se requiebra. Probablemente, en la mente de Antolina se apareció el fantasma de lo ocurrido con su padre, que a fines de los noventa vino a vivir con ella a Argentina en busca de un tratamiento contra el mal de chagas que sufría. Como el procedimiento médico costaba más de 6 mil dólares, que en ese momento no tenía, el hombre debió volverse a Paraguay, donde transcurrió sus últimos días. 

 

Una maleta de ilusiones

Antolina Franco nació en la localidad paraguaya de Capiibary, donde se crió como una campesina más. Conoció allí a su marido, Simeón Santa Cruz, con quien decidió  migrar a Argentina en busca de oportunidades laborales. Con 19 años, se estableció en una pieza de Constitución y de inmediato se las empezó a rebuscar para ganarse la vida y para mantener a la pequeña Sandra, de un año, que se quedó con su familia en Paraguay. 
Así fue como llegó a trabajar a la casa de la psicóloga Noemí Dominniani, que necesitaba una trabajadora doméstica. “Yo tengo tres hijos, uno con discapacidad, y tenía que trabajar. Pero para que una mujer de clase media profesional pueda trabajar, la tiene que cubrir otra mujer. Entonces tenía una asesora que nos estaba dejando y que antes de irse, nos dijo que nos quería hacer un obsequio”, recuerda Noemí. Ese regalo resultó ser Antolina, a quien la psicóloga evoca como una persona extremadamente dulce, laboriosa y fuerte. “Era muy linda también, y era una excelente persona. Todos, pronto, la empezamos a querer, porque vivía puertas adentro y nos entregaba demasiado. Mucho más de lo que podíamos reconocerle con el salario. Sobre todo cuidando a mi hijo con hidrocefalia y a mi madre enferma, a quien fue a visitar al geriátrico durante sus últimos días”, recuerda. 

Ella se sentía culpable y una vez me dijo que le gustaría ver a Hugo para pedirle disculpas

Antolina trabajó quince años con esta familia, hasta que ellos se mudaron a un departamento donde ya no la necesitaban. A pesar de que fue ella quien renunció, la familia estaba tan agradecida que- sin ninguna obligación legal- la indemnizó por todos los años de servicio. Todo el esfuerzo de Antolina, recuerda, iba dirigido a mantener a su familia. A fines de los noventa pudo traerse a Sandra, nació su segundo hijo, Edgar, y consiguió un terreno en Villa Celina, donde su marido albañil levantó lo que sería su hogar. Allí, en 2012, nacería su tercera hija Tiara, y comenzarían los problemas con la familia de Simeón. 

 

“Pero recuerda, nadie es perfecto…”
Antolina quiso retomar la escuela secundaria, pero sus obligaciones familiares no se lo permitieron. Pese a ello, siempre se las rebuscó para salir adelante: vendía refrigerios con un congelador que se llevó de la casa de Noemí; diseñó y construyó una cancha de vóleibol en la villa, donde jugaba todos los fines de semana; se compró una moto, con la que trabajaba Sandra; y un auto, con el que llevaba y traía  niños al colegio. “Siempre muy alegre, buscándole el lado gracioso a todo. Era fanática de Marco Antonio Solís, al que íbamos a ir a ver cuando estuviera mejor”, cuenta Sandra. 

Cuando todo parecía ir en buenos rieles, llegó desde Paraguay una hermana de Simeón con todo su núcleo familiar, a vivir con la familia Santa Cruz. Los problemas no se hicieron esperar por la mala relación que tenían con Antolina. Pronto, decidieron construir otra casa en el mismo terreno, para mantener las distancias. “Ellos envidiaban a mis papás porque trabajaban y tenían un mejor pasar, hasta el punto en que ya no hablábamos. Entonces, en octubre de 2017, se produjo la pelea: mi papá y  Hugo, el marido de mi prima, estaban muy bebidos y se pusieron a discutir. Luego se fueron a las manos y quebraron unas botellas. Cuando mi mamá los quiso separar, Hugo la tumbó al suelo de un golpe. Mi mamá, que se cortó un pie porque andaba con ojotas, reaccionó entonces como no tenía que reaccionar y atacó a Hugo con los restos de una botella”, relata Sandra. 

Hugo fue a parar al hospital, donde quedó internado por quince días, y a Antolina se la llevó la policía. Tras un juicio en el que, asegura Sandra, su madre fue muy mal defendida (falleció el abogado durante el proceso), el Tribunal Oral en lo Criminal Nº 4 de La Matanza la condenó a cuatro años de prisión por el delito de tentativa de homicidio. Antolina estuvo detenida en la Alcaldía de La Plata y luego trasladada al Penal N°8 de La Plata. “Estaba muy angustiada y avergonzada, sobre todo ante mi hermanita Tiara. No supimos cómo contarle por un mes, pero después ya la íbamos a ver todos. Ella se sentía culpable y una vez me dijo que le gustaría ver a Hugo para pedirle disculpas”. 

 

Encierro, sororidad y agonía

Sebastiana Escobar llevaba un año y ocho meses de prisión cuando conoció a Antolina. Había sido condenada a cuatro años por el delito de tráfico de estupefacientes, del que reniega enérgicamente. “La policía hizo un allanamiento a muchos hogares de la villa y a mí me apresaron por un negociado con los verdaderos narcos. Entraron a mi casa y un policía colocó 160 envoltorios de paco en mi habitación. Mi hijo menor vio cuando ocurrió todo, pero ante su palabra, no tuve cómo defenderme”, asegura. 

La noté decaída y ella me dijo que le dolía debajo del brazo. Así apareció la enfermedad. 

Cuando entró Antolina, de inmediato empezaron a tejer una amistad. “La sangre paraguaya tira”. Se veían en el patio  y en la escuela, donde terminaron la secundaria. Pronto, fueron trasladadas a la misma celda del pabellón ocho, donde compartían largas conversaciones sobre Paraguay y sus vidas en otra tierra. “También hablábamos del trabajo. Yo hacía aseo y sanidad y ella estaba en la cocina, donde tenía un trabajo muy exigente. Tenía que descargar sacos de verduras y reses enteras”. En octubre de 2018, fue allí donde apareció la enfermedad.Quiso cargar una tira entera de carne, muy pesada, que no pudo sostener y le golpeó el costado de un pecho”, cuenta Sandra. 

Sebastiana confirma esta versión: “La noté decaída y ella me dijo que le dolía debajo del brazo. Ya éramos como hermanas, así que le revisé y vi que tenía una pelotita y un moretón, que cada día iba creciendo y le dolía más”.  Un día le agarró fiebre y Sebastiana empezó a pedir ayuda, pero nadie la atendía. Habló con la psicóloga, la doctora y los empleados que la ayudaran, pero chocó con la indiferencia. En una visita, Sandra también se enteró y le solicitó al abogado que interviniera.  “Nos enteramos de que tenía cáncer tres meses después de que denunció el dolor. Las internas, incluso, tuvieron que organizar protestas en las que quemaron colchones para que la atendieran”, denuncia la hija de Antolina. 

Sebastiana recuerda este tiempo como una agonía compartida: “Ella no dormía en las noches y yo tampoco. Era como si nos hubiésemos conectado, porque yo sentía todo su sufrimiento. Creamos un vínculo muy profundo, yo la lavaba y limpiaba, le trataba de conversar de otras cosas”.

Le hicieron dos sesiones de quimioterapia y su cáncer estaba ya en el cuarto estadio de metástasis cuando, el 31 de mayo del año pasado, el Tribunal decidió que siguiera cumpliendo su condena bajo arresto domiciliario. Rememora Sebastiana: “Una madrugada me levanté a limpiar sus cosas y la encargada me dijo que le dijera a Franco que se preparara, porque se iba. Ese día estaba feliz porque iba a poder estar con su nena y su nieta. Me abrazó y me dijo que me iba a esperar afuera, para que trabajáramos juntas. Pero ese día nunca llegó”. 

 

El silencio sobrevino
Cinco días antes de su cumpleaños, un 4 de junio, Antolina salió de la cárcel y se fue a una casa que la familia alquiló en El Palomar. Su condena contemplaba una pena de alejamiento y no podía acercarse a Villa Celina, donde la gresca había ocurrido. La policía la acompañó hasta el lugar y le instaló una pulsera con localizador, para asegurarse de su reclusión. 

Desde entonces, Antolina y su familia vivieron la enfermedad como una batalla anímica: la primera y única obligación, individual y colectiva, era mantener arriba el ánimo. Los dolores eran terribles, pero la mujer buscaba fuerzas para mantener la esperanza. Incluso durante una infección a la garganta que la obligó a interrumpir el tratamiento. Para Sandra, en cambio, lo más difícil era no decaer ante la burocracia: para cada turno en el hospital tenía que hacer un largo trámite con la Fiscalía y el establecimiento penal, que muchas veces no encajaba en plazos y formas. “Los papeles, simplemente, no estaban listos y ella tenía que perder el turno del hospital, porque si salía de casa, la volvían a encerrar”, afirma Sandra. 

Así transcurrió la vida de Antolina hasta el primero de febrero. “Me fui a trabajar temprano y la vi de muy buen ánimo. Cuando volví, sin embargo, estaba completamente desmoronada en la cama, muy mal. Había llegado una carta de Migraciones que abrió ella misma. Si hubiese estado, no le habría permitido verla, pero no lo pude evitar”,  se lamenta Sandra. La carta notificaba que “en virtud de las atribuciones conferidas por el Decreto N° 70/17”, la Dirección Nacional de Migraciones disponía la cancelación de la residencia permanente de Antolina, declaraba “irregular su permanencia en el país”, ordenaba su “expulsión del Territorio Nacional” y prohibía su reingreso al país de manera permanente. 

Llegó una carta de Migraciones que abrió ella misma: le avisaban de la expulsión del país

Ella no entendió por qué le hacían eso, si había estado acá toda su vida y había hecho bien las cosas… había fallado una sola vez. Yo trataba de calmarla y decirle que todo iba a ir bien, pero ya nada funcionaba”. Sin mediar el permiso, esta vez, la familia se llevó a Antolina al hospital, donde quedó internada. La policía fue a buscarla allá y al ver lo mal que estaba, decidieron quitarle la pulsera. Sandra fue a hablar a Migraciones, pero nadie le dio una respuesta efectiva. Acudió también a la Procuración Penitenciaria de la Nación, donde la abogada Jennifer Wolf acogió su caso. “La procuración solicitó a Migraciones que se tuvieran en cuenta cuestiones humanitarias, a efectos de no aplicar la sanción administrativa que es la expulsión”, asegura Wolf, pero ya era demasiado tarde.

Sandra relata que “el 6 de febrero la dieron de alta y la policía fue a buscarla a la casa para ponerle la pulsera nuevamente. Se volvió a descomponer y el 8, de nuevo, debió ser internada. Estuvo muy mal esos días, hasta que el 15, finalmente, falleció”. 

La familia aún vive su luto y espera que alguien se haga responsable. “Estaría bueno que Migraciones -o alguien- nos diera una explicación”, dice Sandra, porque en su opinión, la oficina no revisó el caso. “Necesitaban echar a gente y cortaron por lo más débil. Fue como un abandono de persona. Te ponés a pensar y te da impotencia porque es muy injusto. Ella ya se me fue y no va a volver, pero no está bueno que esto quede así, después de todo lo que ella sufrió. Son cosas que le pueden pasar a otras personas y no está bueno”.