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Darío Santillán, mi compañero de escuela

por Horacio Dall'Oglio
25 de junio de 2018

Un integrante de Cítrica lo conoció en la secundaria. En este texto cuenta su experiencia personal con quien fue asesinado en el momento en que socorría a Maximiliano Kosteki, durante la represión del 26 de junio del 2002.

Hay quienes llevan en el alma un viento, son livianos pero implacables. Hay otros que tienen en sus manos un río, y son pura energía en movimiento constante. Pero hay algunos que poseen ambos; esos son los imprescindibles. Y Darío Santillán fue una de esas personas, hechas de viento y de río, que cada tanto aparecen para recordarnos que es preciso trabarle las mandíbulas a un sistema que no pide permiso para tragarnos, y mucho menos disculpas.

Y a veces uno tiene la posibilidad, por casualidades de la vida nomás, de acercarse a estos hombres viento y río, y de pronto encontrarse contagiado de esa energía, de ese ímpetu de resistencia y de creatividad para enfrentar las injusticias de la vida. Así fue, al menos en mi caso, como en 1997 -en una escuela secundaria del partido de Quilmes, la Media N°2 Don Luis Piedrabuena, en el sur del conurbano bonaerense- que tomé contacto con Darío y otros chicos y chicas que integramos lo que se denominó en aquel entonces un Cuerpo de Delegados; es decir, un tipo de organización horizontal que vino a reemplazar el clásico Centro de Estudiantes y que supuso más de un disgusto para las autoridades, tan amigas de las jerarquías estudiantiles.

Como no éramos compañeros de curso, porque mi turno era la mañana y el de Darío la noche, solíamos encontrarnos en reuniones dentro y fuera de la escuela con los demás compañeros y compañeras, o en los días que se organizaba algo, como cuando, junto a los alumnos de la Escuela Técnica N° 3 de Solano, llevamos adelante un festival solidario por las inundaciones en la zona; o una sentada frente al colegio en la avenida principal para protestar contra la Ley Federal de Educación y el Polimodal, que se estaban implementando en ese momento por el menemismo como forma de precarizar la educación.

En esos encuentros Darío siempre llamaba la atención tanto por su aspecto de hombre grande, con esa barba generosa -y “modelado en rockero por Dios”, diría Hermética- como por la firmeza de sus convicciones, con no más de 17 años, y por la formación que tenía a tan corta edad. Y es que Darío tenía una inquietud muy grande por la lectura, y su encuentro con el profesor de Historia Pedro Belio fue determinante en este sentido. Como afirma Griselda “Grillo” Cugliati, compañera de militancia en la secundaria, en su caso del turno tarde, y luego en el trabajo territorial, Darío “tenía muy fuerte el pensamiento del Che y esta cuestión del hombre nuevo, de un modelo nuevo de sociedad. Entonces, en un marco social que era ajuste y desocupación que nos llevaba a todos a ser un poco más grandes, la situación misma nos obligaba a tomar conciencia y nos forzaba de una u otra manera. Aparte de eso, Darío tenía una vocación muy grande por la formación, por el estudio. Lo recuerdo siempre diciendo: 'No me va a alcanzar la vida para leer todo lo que quiero, cómo voy a hacer, no voy a llegar'. Una vocación muy grande de formación y de entender la política”.

No me va a alcanzar la vida para leer todo lo que quiero, cómo voy a hacer, no voy a llegar.

Además de Griselda, hubo otros chicos y chicas que tuvieron mucho más cerca a Darío y que compartieron vivencias con él que jamás tuve, y que continuaron frecuentándolo -cuando nos egresamos la camada del '98- en el siguiente año que duró su estancia en la secundaria, como también cuando pasó a formar parte del MTD (Movimiento de Trabajadores Desocupados) en Almirante Brown y Lanús. Es el caso de Gustavo Czuhajowskyj, que conoció a Darío allá por 1994, cuando ambos estaban en el turno mañana de la misma secundaria, “cuando todavía no se le había despertado el interés político”, y se lo encontró de nuevo en el '98, en cuarto año a la noche, y terminaron la secundaria juntos. “Era un tipo genial, nada más que tenía un carácter de mierda”, recuerda Gustavo entre risas, porque “se enojaba y mandaba todo al carajo”. Como aquella vez en que Darío y otros compañeros quisieron hacer un mural del Che Guevara en una de las paredes internas de la escuela y, paradójicamente, el profesor de Plástica, de apellido Benegas, quiso impedirlo. Como recuerda Hugo “Rulo” Coronel, compañero también de Santillán y de Gustavo, si ese día no lo paraban Darío “lo cagaba a piñas; si hasta hubo invitación a boxear afuera”. Finalmente, la perseverancia, una característica que lo acompañó en la secundaria y luego fuera de ella, le permitió a Darío y a sus compañeros y compañeras hacer el mural.

Se lo extraña mucho porque, así como se podía hablar de cosas serias, era un tipo que tenía un humor de la putamadre.

Pero Gustavo también sostiene que “se lo extraña mucho porque, así como se podía hablar de cosas serias, era un tipo que tenía un humor de la putamadre”. También recuerda que era una costumbre típica “ir al kiosco a tomar unas cervezas, de las diez que salíamos de la escuela hasta las doce, que era la hora a la que pasaba el último bondi a Don Orione. Siempre armando planes de cómo cambiar el mundo”, dirá Gustavo a Cítrica.

O como cuenta su compañera y amiga Natalia “La Gringa” Urquiza, apodada así por el propio Darío. Cada tanto, a la salida del colegio, iban también a ver “La venganza será terrible” de Alejandro Dolina en el café Tortoni, a veces solos o “con otros compañeros que se enganchaban”, y como ella de piba daba clases particulares “siempre tenía un mango encima”. Entonces Darío le decía “Gringa, nos tomamos el bondi y vamos allá”. Natalia cuenta que lo conoció en el segundo año del secundario, en el turno vespertino, y que el primer recuerdo que tiene sobre él es “su ropa de jean, que siempre usaba, y su pelo corto y poca barba”; “era un pibe muy tranqui”, dirá Natalia a Cítrica. También recuerda que le llamó mucho la atención que a la edad que tenía, Darío estaba haciendo un curso de primeros auxilios. Cuenta también que desde el primer día empezaron a hablar y que él hacía muchos dibujos. Lo recuerda “preocupado por los compañeros, por saber quién eras, dónde vivías, qué te gustaba; le gustaba mucho el contacto”.

Preocupado por los compañeros, por saber quién eras, dónde vivías, qué te gustaba; le gustaba mucho el contacto.

Asimismo, Natalia cuenta que con el profesor de Historia, Pedro Belio, no se llevaba tan bien porque ella “era bastante rebelde”, pero que le “encantaban las clases de él”. “Me llevaba muy mal con el profe y Darío siempre me cagaba a pedo, y entre ellos dos empezaron a tener mucho contacto, y ahí Darío empezó a leer alguna bibliografía que le pasaba el profe, y a interesarse por escritores, por la historia. Empezó a cambiar su aspecto físico, a dejarse el pelo largo y la barba -siempre con campera y pantalón de jean-, a usar más remeras de Hermética, y ya Darío empezó a ser una persona conocida en el colegio”, recuerda Natalia.

Empezó a dejarse el pelo largo y la barba -siempre con campera y pantalón de jean-, a usar más remeras de Hermética; empezó a ser una persona conocida en el colegio.

Daniela Castellano fue compañera de curso de Griselda “Grillo” Cugliati en el turno tarde, y estaban en tercer año de la secundaria cuando conocieron a Darío el 24 de marzo de 1998, en una actividad de radio abierta organizada en la plaza principal de Quilmes, convocada por una agrupación de jóvenes llamada 11 de Julio. Recuerda que su primera impresión fue que “era un tipo super grande; no aparentaba para nada la edad que tenía, y me costó bastante comunicarme con él porque tuve la impresión de que era una persona grande con la que no podía charlar”. Luego de esa actividad, y de la movilización por un nuevo aniversario del golpe cívico-militar de 1976, de la que participaron los tres, ellos compartirían muchos espacios juntos, “dentro y fuera del colegio”. Daniela recuerda a Darío como “un pibe muy activo, muy consecuente con lo que pensaba y hacía”, que parecía “un hermano mayor dando consejos con respecto a la vida y más allá de que no teníamos mucha diferencia de edad”. “Lo quise mucho a Darío”, dirá Daniela, emocionada. Ellos fueron conociéndose de a poco, y fueron “entrelazando una amistad importante”, por la que se frecuentaban en el colegio y además empezaron a “compartir salidas, cumpleaños, eventos”. “Después empezamos a participar en las actividades de la agrupación 11 de Julio, y nosotros íbamos los fines de semana a un barrio que se llama 9 de Agosto; un asentamiento muy humilde de Quilmes, donde dábamos una merienda y apoyo escolar en un espacio que tenían los vecinos, en un terrenito baldío”, cuenta Daniela a Cítrica, que también fue compañera de militancia en el espacio del MTD de Almirante Brown.

Todavía falta para que Darío se dedique por motivación propia “a la gente más humilde, al que más necesitaba, a enseñar a leer a los pibes en la villas y a organizar campañas solidarias, siempre sin representantes políticos ni nada de eso”, como dirá a Cítrica su hermano Javier Santillán, quien además fue su compañero durante toda la secundaria. Como falta todavía para que el poder político al mando del ex presidente Eduardo Duhalde ordene una represión brutal, en un operativo conjunto de la Policía Federal, la Policía Bonaerense, la Gendarmería y la Prefectura, que tuvo como objetivo evitar el corte del Puente Pueyrredón organizado por los movimientos de desocupados que representaban “un peligro” para la consolidación de su reciente gobierno, y que dejó como saldo la muerte de Darío Santillán y Maximiliano Kosteki, y una treintena de heridos con balas de plomo.

Recién estamos en 1998, posando para una foto con “Grillo”, Darío, otra compañera y una bandera de la Lista Roja; la contracara de la alianza burocrática que se había gestado entre la directora del establecimiento y los alumnos que querían reemplazar el Cuerpo de Delegados. La idea era tener una escuela en mejores condiciones y generar un espacio de expresión para el estudiantado, con proyectos como una radio interna y una revista. Pero mi historia con Darío, con su porte de gigante y su carácter de titán, con su sonrisa luminosa y su humor filoso, con los gustos musicales y librescos compartidos, lamentablemente, se cortó pronto. Cuando, al poco tiempo después de perder las elecciones para el Centro de Estudiantes, egresamos la camada del ‘98, y mi río tomó otros cursos. Pero Darío y otro grupo de chicos y chicas siguió un año más en el secundario, y nuevamente se presentaron a elecciones con el mismo nombre de lista, y esta vez sí ganaron. Ese fue el último año de Santillán en la Don Luis Piedrabuena, y cuando fue preciso hacer la dedicatoria en los guardapolvos de egresados le escribió a su amiga y compañera Natalia “La Gringa” Urquiza -antes de firmar "Hasta la victoria siempre"-: “Espero se realicen tus sueños, de parte de otro Soñador que anhela sueños de Justicia para todos”. Porque si algo tuvo Darío fue que hizo una ética de la frase que Ernesto Guevara le dedicara a sus hijos en una carta; aquella de “sean siempre capaces de sentir en lo más hondo cualquier injusticia cometida contra cualquiera en cualquier parte del mundo”. Y Darío, ese hombre de apenas 21 años, con su alma de viento y sus manos de río, lo sintió, como pocos.