El lento calvario de Valentina

por Manuela Abuela (Desde Santa Fe)
Fotos: Victoria Cuomo
15 de julio de 2020

Una historia en primera persona que desnuda la deuda de la democracia con el aborto legal, seguro y gratuito: pueblo chico, sistema médico anti-derechos, condena social y persecución policial. Y el feminismo como horizonte de transformación para romper el silencio.

La que sigue es una historia protagonizada por Valentina (nombre ficticio para preservar su identidad) en una localidad del interior de la provincia de Santa Fe. Es, también, un drama personal que pone de relieve la necesidad de que los abortos sean atendidos socialmente como un problema de salud pública para evitar más historias de estigmatización y violencia.

 

La sospecha

Valentina se había separado de su marido, una relación signada por la violencia sostenida durante 10 años. Con él había tenido dos hijos, ahora a cargo de ella. Hija de padres separados, Valentina vivía en la casa de su papá y su mamá la ayudaba a diario con el cuidado de los nietos. Trabajaba como empleada doméstica en algunas casas de familia por la mañana y por la tarde realizaba tareas de limpieza en una empresa local. En ese momento estaba saliendo de un noviazgo reciente marcado por los celos y el control. 

Prosperaba laboralmente y, de a poco, se alejaba de relaciones amorosas que la lastimaban. Sentía que su vida se encaminaba, pero todo cambió de manera brusca. 

“Este último chico con el que yo salí sólo unos meses, me dijo un día que tenía algo de pancita. Yo realmente no le presté atención, porque no lo veía significativo. Pero él insistía, me preguntaba si podría ser que estuviera embarazada. Para mí era imposible al principio, porque no sentía nada, me seguía viniendo. Además, yo estuve embarazada dos veces antes y me di cuenta enseguida”.

Valentina no se había hecho hasta el momento ningún test de embarazo.

Con el paso de los días, esa sospecha se volvió recurrente y se convirtió en una acusación. “De golpe, se puso muy celoso, me trataba mal. Empezó a decirme que estaba embarazada y que no era de él, me taladraba la cabeza. Tanto me denigró que me cansé y le dije que no lo quería ver más. Pero me quedó la duda de si realmente existía la posibilidad de que esté embarazada y decidí sacarme un turno con mi ginecóloga en el hospital del pueblo”. 

Como su ginecóloga de siempre no podía atenderla, le ofrecieron la consulta con otro médico. Valentina accedió. El profesional apenas le tocó la panza

No, no estás embarazada. Consultá con tu médico clínico, porque tenés un desgarro en el estómago y es peligroso, me dijo. Entonces me asusté, no entendía lo que tenía. Me saqué un turno urgente con el médico clínico. Cuando llegué a la consulta me miró, me tocó y me dijo lo mismo. Me puso una faja, me recetó antibióticos y nada más.

Valentina no se había hecho hasta el momento ningún test de embarazo: “Con mis dos hijos me dio negativo, entonces me pareció más seguro ir directamente del médico. Pero él estaba convencido que tenía ese desgarro y, si él siendo médico estaba tan convencido de que no estaba embarazada, ¿por qué voy a dudar?”. 

Por qué dudar. ¿Dudará el médico sobre la calidad de la atención que debe ofrecer? ¿Es lo mismo para él atender a una paciente en un establecimiento público, donde no hay que pagar 500 pesos adicionales por la consulta, que atender a las pacientes que lo visitan en el sanatorio privado, a cinco cuadras del hospital?

El profesional apenas le tocó la panza: "No, no estás embarazada".

 

Cadena de desidias 

Luego de tener un diagnóstico, Valentina realizó el tratamiento que le habían indicado (faja y antibióticos) por un mes. Pero su dolor de vientre, en vez de disminuir, se intensificaba. Eso la tenía preocupada. 

“Fui a la casa de mi mejor amiga. Le comenté todo lo que estaba tomando y que la panza me seguía doliendo. Entonces ella me dio dos pastillas en la mano, sin cajita, ni tableta, nada. Y me dijo que me las tome, que me iban a calmar el dolor”. 

Valentina amaneció al día siguiente temprano, comenzaba una nueva jornada laboral. Bañó a sus hijos, les sirvió el desayuno y, como seguía con mucho malestar, decidió tomarse una de las pastillas que su amiga le dio para el dolor, ya que su trabajo le exigía un rendimiento físico óptimo. Lo que no se imaginaba era lo que le esperaba al final del día.

“Después de trabajar todo el día, me moría del dolor de ovarios, la pastilla es como que hizo el efecto contrario. Yo pensé que estaba indispuesta, porque sangraba desde hacía unas horas. Le dije a mi patrona de la tarde que me deje ir a mi casa antes, porque no podía estar parada. Llegué a mi casa y justo estaba un amigo de mi papá. Me vio cómo estaba y me preguntó qué me pasaba. Los dolores eran cada vez más fuertes. A todo esto, llega mi mamá. Voy al baño, porque siento que la hemorragia se intensifica, y ahí pierdo el conocimiento”. 

Cuando Valentina recobró la conciencia, estaba siendo trasladada al hospital en ambulancia: “Cuando llego, estaba el mismo ginecólogo que me había atendido, el mismo que me dijo que tenía un desgarro. Me pusieron suero y lo primero que me hizo fue una ecografía. Apenas miró la pantalla, me empezó a gritar, a decirme que estaba de 7 meses, cosa que es imposible porque con mi ex pareja hacía 5 meses que empezamos a estar y que nos habíamos peleado, y yo antes estaba sola. Él la agrandó más. Todo el hospital se enteró de lo que pasaba, yo creo. Me hizo sentir muy mal. Pero encima no terminó ahí, porque me dijo que había que hacerme un raspaje y me llevaron al quirófano”. 

Valentina realizó el tratamiento que le habían indicado, pero su dolor de vientre se intensificaba.

La anestesiaron y, mientras la revisaba, el ginecólogo le dijo:

–Yo no me chupo el dedo, decime dónde dejaste al feto, dónde lo tiraste. 

Valentina lloraba, llena de miedo. “Le decía que no sabía nada, que no había visto nada”.

Dos profesionales de la salud, en los cuales Valentina depositó su confianza, le diagnosticaron un desgarro y no le hicieron los análisis debidos. El tratamiento de antibióticos que le indicaron, sumado a la pastilla que tomó el día previo, llevaron a ese desenlace. Ella, que no sabía que estaba embarazada, ahora era la culpable de un aborto que ni siquiera pudo elegir. 

 

Denuncia y escrache 

El trato inhumano que sufrió Valentina por parte del ginecólogo que la atendió esa noche tiene un nombre: violencia obstétrica. Para ella fue apenas el primer peldaño de la escalera de violencias que tuvo que transitar. 

La mañana siguiente, la ginecóloga que había tomado la guardia a las 7 atendió a Valentina y le colocó un implante anticonceptivo. Mientras lo hacía, la indagaba de manera inquisidora, insistiendo como su colega en la misma pregunta: “¿Dónde está el feto?”.

Era evidente que los comentarios de pasillo habían corrido por el hospital del pueblo más rápido de lo esperado. Algunas enfermeras de turno, al enterarse, se rehusaron a atenderla. En eso contribuyó el ginecólogo, que había llamado a la Policía. 

“Al rato llegó un policía a tomarme declaración. El tipo cayó con el celular en la mano y nada más. Escribió ahí en su teléfono mi nombre, mi DNI y me dijo que le cuente todo lo que había pasado, sin mirarme y sin anotar en ningún lado. Que él, después, todo lo que yo contara lo iba a llevar a la fiscalía. Yo todavía tenía mucho dolor, pero bueno, le conté todo. A mí me daba miedo que diga cualquier cosa. Yo le pedí por favor que cuente todo bien, que le diga las cosas como yo le conté”.

–¿Vos conocés la cárcel?

La pregunta del policía le quedó retumbando en la cabeza. Luego se enteró de que su mamá estaba detenida: “Me agarró mucho miedo, estaba desesperada. Y a todo esto, mi papá me contó que hicieron un allanamiento en la casa. ¡El lío que hizo la Policía buscando evidencias de no sé qué, fue innecesario! Fueron muchísimos efectivos, hicieron un alboroto en el barrio, además de que dejaron todo tirado, revuelto”.

"Yo no me chupo el dedo, decime dónde dejaste al feto, dónde lo tiraste."

Así, a la violencia obstétrica inicial se le sumó también la violencia institucional. El revuelo en el barrio, sumado a los gritos y comentarios de pasillo escuchados la noche anterior en el hospital, hicieron que la voz corriera muy rápido en la localidad. Esa misma tarde, las redes sociales comenzaron a contaminarse de fotos de Valentina y de su mamá, insultándolas, maldiciéndolas y tildándolas de “asesinas”. 

Valentina relata el escarnio público sufrido y se quiebra: “Yo cerraba los ojos y gritaba por dentro '¡frenen, por favor frenen, porque soy humana!'. Me extraña de los conocidos que no vengan y me pregunten lo que había pasado, por privado, no así. Nos escracharon. Hasta mi amiga, que me había ofrecido ayuda, hacía descargos públicos en contra mío”.

Su decisión fue apagarse en el mundo virtual: “Borré todas mis redes sociales”.

 

El feminismo salva 

Valentina estaba sola en el hospital, donde quedó internada una semana en observación. La Policía entraba y salía de su habitación a su antojo, haciendo preguntas, las mismas preguntas. Su mamá, una persona incondicional para ella, estaba detenida en una ciudad cercana pero lejos de ella. 

En esa situación, un colectivo feminista de la localidad que se había enterado de lo sucedido por las mismas redes sociales de los escraches, hizo contacto con ella para ofrecerle ayuda. En ese momento, después de tres días, sintió que por fin alguien la entendía.

–¿Vos conocés la cárcel?

La pregunta del policía le quedó retumbando en la cabeza. Luego se enteró de que su mamá estaba detenida

“Ellas fueron muy importantes, cuando llegaron me dieron una mano enorme. No sólo que se contactaron con la Secretaría de Género de Santa Fe, quienes me ayudaron al toque, sino que además me hicieron sentir bien y sobre todo apoyada, me hicieron ver que no estaba sola. Lo que más rescato es que este grupo me escuchó. Nadie me escuchaba, la Policía hacía preguntas pero no me escuchaban. Las enfermeras menos. Para todos era la loca. Pero ellas me entendieron, para ellas era alguien, una persona”. 

Valentina vuelve a quebrarse. 

Una mano amiga, empática, compañera. Un abrazo. A veces no hacen falta palabras, sólo la presencia, poder mirar a los ojos para que alguien se sienta en buena compañía. 

Este grupo militante colaboró para que pudiera contactarse con los agentes del Estado que, por primera vez, podían ayudarla: “Desde la Secretaría de Género, junto con las chicas de la agrupación, me propusieron si quería trasladarme a una casa de refugio en otra localidad, cerca. Me ofrecieron salir de la ciudad, porque yo estaba amenazada. Había gente que decía que si me cruzaba por la calle me iba a cagar a palos o a pegar un tiro. Todo eso escuché. Al principio no fue fácil acostumbrarme a estar lejos, sin mis hijos sobre todo, pero fue necesario”. 

 

Volver, con el alma marchita 

Valentina estuvo dos meses en aquel lugar, acompañada de mujeres profesionales de la salud mental que la escucharon, que hicieron que de a poco pueda sanar, transformando esa energía de bronca y dolor que la invadía, que pueda verbalizar lo ocurrido y, a su tiempo, prepararse para continuar.

“Después de dos meses yo me sentía lista para volver a mi casa, porque me di cuenta que la vida sigue. Cuando viajaba de vuelta, pensaba ¿qué va a pasar ahora?, sentía que en ese momento se venía algo difícil, enfrentar al mundo”.

La vuelta no fue fácil, porque hay heridas que no sanan rápido, fantasmas que son difíciles de sacar de la cabeza y, sobre todo, miradas que enjuician y rumores que se escuchan, suaves, de fondo. Que erosionan lento, pero constante. 

Un colectivo feminista que se había enterado de lo sucedido, hizo contacto con ella para ofrecerle ayuda. 

Mi vida se perdió, de un día para el otro. Yo antes trabajaba, era independiente, iba de acá para allá. Mis patronas no me hablaron nunca más, no recibí apoyo para nada, al contrario, hablaron mal de mí. No tengo a mis hijos conmigo, vienen a verme una vez por semana y eso no es fácil. Ésta no es la vida que yo quiero y me da mucha tristeza, me da mucha bronca. A veces veo que estoy enterrada, quiero despertarme de esta pesadilla. Estoy con tratamiento psiquiátrico, si no tomo pastillas no duermo. Tengo muchas recaídas, ataques de nervios, de pánico. Apoyarme en Dios me hace bien, pero estoy muy mal. Una parte de mí murió y la otra parte está ahí, peleándola. Si no fuera por mis hijos, no tendría motivos para estar”.

Sobre el aborto: “Lo ven como algo criminal. El aborto debería ser ley, hay que luchar por eso porque, si vamos al caso, hay muchísimas mujeres todos los días que abortan. Lo que me duele es que me hayan criminalizado, que me hayan culpado… es injusto. Más sin saber cómo fue mi caso, porque yo no sabía que estaba embarazada. Pero igual, si una mujer no quiere ser madre no tiene por qué ser tratada así, no tiene por qué ser obligada a tener a esa criatura y, sobre todo, quien decide no tenerlo no tiene que vivir lo que viví yo. Por parte ni de la Policía, ni del obstetra, ni de la sociedad. Yo viví una tortura”. 

 

Deudas pendientes 

Valentina fue empujada hacia el extremo de la misoginia por un ginecólogo que primero no la escuchó, después la culpabilizó por un aborto del cual no tuvo ni la posibilidad de elegir y, finalmente, la denunció penalmente junto a su madre, tildándolas de asesinas y fomentando la condena social. 

Su madre aún continúa procesada, a la espera de un fallo judicial. 

"El aborto debería ser ley, hay que luchar por eso."

El hospital del pueblo, mostrando su postura anti-derechos (y a favor del aborto clandestino), borró toda evidencia que demostrara el error cometido por el profesional de la salud, uno de los tantos abanderados de celeste. De este modo, desaparecieron los turnos donde había sido diagnosticada con un desgarro estomacal, que justificaba su dolor e hinchazón de vientre y su intenso sangrado. 

Valentina está iniciando acciones legales para que “ninguna otra mujer sea tratada de mentirosa”. Mientras tanto, intenta rehacer su vida después de transitar una historia de violencias, de las que abundan a lo largo y a lo ancho de la Argentina.

El aborto legal, seguro y grautito sigue siendo una deuda de la democracia. Miles de mujeres, todavía, deben atravesar condenas (judiciales y sociales) que provocan dolores profundos y a veces cuestan vidas. Valentina puede contarlo.
 

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