Silencio que duele

por Maxi Goldschmidt
06 de enero de 2013

En La Rioja se sabe lo que pasó pero pocos hablan. Mientras exigimos que se haga justicia por la muerte de Carlos de Dios Muria, quisimos conocer más de su vida.

Tenía dos años cuando lo raparon. Es recordada en su familia la anécdota porque hizo un gran escándalo en la peluquería exigiendo que le pusieran el pelo de nuevo. Más allá de esa reacción, Carlitos era un niño tranquilo, más bien reservado, de los que prefieren pasar inadvertidos. Eso sí, nunca soportó las imposiciones. Y mucho menos las injusticias.
“No tenía agresividad, pero había cosas que lo indignaban. Y si algo lo indignaba, cargaba con eso”, dice Cristina, una de sus tres hermanas mayores, quienes se criaron con ese varoncito, que llegó a sus vidas un 10 de octubre de 1945.
Carlitos, que luego sería el fray Carlos de Dios Murias, tenía 30 años cuando, junto al sacerdote Gabriel Longueville, fue secuestrado, torturado y asesinado. Eran los curas de la iglesia de Chamical. Sus cuerpos fueron abandonados junto a las vías. Esos crímenes con saña eran un mensaje: para la sociedad riojana y, en especial, para el obispo Enrique Angelelli, a quien matarían “accidentalmente” diecisiete días después. La historia, una de las tantas de los tiempos de la dictadura cívico-militar, es bien conocida en La Rioja, donde por estos días el juicio por los “Mártires de Chamical” vuelve a abrirle oportunidades a una verdad amordazada por años.
Carlitos nació en Córdoba y pasó los primeros años de su vida en La Falda y Huerta Grande. Era callado, obstinado y divertido. Su padre, Carlos María, era agente de seguros y tenía un estudio inmobiliario aunque su principal actividad era la política. Fue uno de los referentes del radicalismo en el departamento de Punilla y luego en San Carlos Minas. Tenía una fuerte personalidad, era autoritario, y cuando, luego de tres hijas, llegó el varón, lo quiso moldear a su imagen y semejanza. Le enseñaba a boxear y a recitar versos gauchescos, pero el niño no ponía mucho entusiasmo. Al contrario de su padre, Carlitos era muy introvertido. E intrépido. En la quinta de Huerta Grande, cuando su mamá lo llamaba para hacer los mandados, se escapaba y trepaba a lo más alto de los árboles. Era común verlo en la punta de un pino que se doblaba y parecía a punto de quebrarse. La familia también tenía un campo en San Carlos Minas, y allí Carlitos amaba andar a caballo y realizar tareas rurales. Hablaba poco pero era muy divertido. Le gustaba el folklore, tocar la guitarra y cantar a dúo con Cristina. Al igual que a sus hermanas, lo habían mandado a piano, aunque eso de la teoría y el solfeo no era lo suyo. Le encantaba escuchar a Carlos Di Fulvio y a Jorge Cafrune. Era desafinado, y uno de sus temas preferidos era El Orejano, que empieza así:

Yo sé que en el pago me tienen idea
Porque a los que mandan no les
cabresteo;
Porque dispreciando las güeyas ajenas
Sé abrirme camino pa’ dir ande quiero.

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