El día que un futbolista calló a Bussi

por Redacción Rosario
25 de mayo de 2014

El genocida soñaba con que su hijo gobernara Tucumán hasta la noche en que Mauro Amato le dedicó un gol a las Madres.

Por Kurt Lutman

Ex futbolista 

Tucumán, 8 de agosto de 1977. El gobernador de Facto Antonio Domingo Bussi instruye a sus camaradas de menor rango sobre el Operativo Independencia y despliega la teoría del pez y el agua. Les cuenta, mientras camina con la espalda recta, que el pez (militantes políticos) podía vivir porque tenía agua (la simpatía e interacción del pueblo tucumano). Detalla que en febrero del año 1975, cuando él comandó la represión, el plan consistió en “sacarle el agua al pez”, y remata la metáfora: “Para así ahogarlo, asfixiarlo”.

En Tafí del Valle, Ingenio Santa Lucía, o sobre los márgenes del río Pueblo Viejo, las fuerzas Armadas torturaron y amedrentaron a parte de los pueblerinos que no participaban de las organizaciones políticas. Este desmadre se ejecutó de forma grotesca y a los gritos para que el resto del pueblo lo sepa. Golpear, para que el “agua” repliegue aterrorizada y así quede expuesto Óen soledad y sin oxígenoÓ “el Pez”.

Mauro Javier Amato

Nació en 1973, en La Plata. Jugó en el Estudiantes de Prátola, Paris, Pighín, Calderón y el Mago Capria, que era dirigido por el profe Garisto y luego por Miguel Russo. El destino lo llevó por varios equipos pero antes de emigrar de la ciudad de las diagonales se enamoró profundamente de su compañera Cecilia, quien tenía una hija de 5 años llamada Irina.

A ella la conoció sacando fotos dentro de la cancha del Pincha y quedó pasmado tras ver que en un partido contra Independiente le echara un certero gallo a un hincha, cansada de que éste le gritara “puta” alambrado de por medio.

Mauro, dentro de la cancha, refinó la habilidad de ser ilusionista. El ilusionista se encarga primero de tener la pelota, mostrarla y soportar las patadas, distraer a los contrarios, amontonarlos generando espacio y tiempo, y después sí habilitar a otro compañero de equipo para que termine la obra en gol.

Si uno recuerda el tanto de Caniggia a Brasil, en el 90, se dará cuenta de lo que hablo. Maradona los amontonó, zigzagueó, generó espacio y tiempo. Les hizo creer que él era el peligro. Los ilusionó. Y cuando era el momento preciso se desprendió del balón para que la pintura sea continuada y firmada por el wing.

Mauro era eso y mucho más. Se cortaba el pelo como Mick Jagger y le encantaba el rock. Tenia una guitarra de la que muy pocas veces sacaba sonidos agradables y cantaba a los gritos como un chancho. Pero ahí se transformaba en rocker y perdía la vergüenza. Entraba en trance y saltaba con la viola en la mano al mejor estilo Teté de La Renga.

Huracán de Corrientes, 1998

Nos encontramos por primera vez en tierras correntinas. Ahí los conocí a los tres. La Ceci nos cocinaba rico a medio plantel y nos sacaba fotos, Irina crecía rodeada de fútbol e instrumentos musicales y nos decía “tíos”, y Mauro nos dejaba mano a mano con el arquero para que la empujemos a la red. Y después del gol llegaba a la maraña de abrazos, te tocaba la cabeza y se iba sin dejar rastro.

Llegué a pensar que no hacía goles por vergüenza a que lo miren. Después entendí que la labor de estos humanos en la tierra es hacer brillar a otros.

Para que Mauro convirtiera un gol tenía que estar embroncado. A veces nos enfrentábamos con equipos que le pegaban para lastimarlo, de mala leche, y entonces él se enojaba, la pedía, apilaba monos y les rompía el orto.

Nos elegimos como amigos y esa amistad se reafirmó luego de un conflicto con la Comisión Directiva del club, que se rehusaba a pagarle el sueldo a todos los jugadores del plantel y solo optaba por algunos. El desenlace fue que me terminaron echando. Mitad por ser parte del conflicto y mitad por mi tenue rendimiento dentro de la cancha.

Mauro se me apareció en el departamento mientras armaba el bolso y me dijo: “Si te echan yo también arranco”. Y ese “yo también arranco” era un “yo” más grande que incluía a la Ceci y a Irina.

Quise convencerlo, hablando de la familia, de lo difícil de conseguir otro club y de que él tenía otras responsabilidades pero ni me escuchó. Me dio un abrazo y se fue.

Tucumán, 1999

Autor de torturas, violaciones, asesinatos y desaparición de personas, y complicidad directa en apropiaciones de bebés durante la ultima dictadura militar, Antonio Domingo Bussi, dos décadas después, llega al cuarto año de un período de gobierno iniciado en 1995 y que concluye en diciembre. Con la esperanza de dar paso en las elecciones venideras a su hijo, Ricardo Bussi, los operadores políticos del genocida cuidan su imagen como si fuera un cristal. Miles de teorías se exponen tratando de explicar como el pueblo tucumano soporta, semejante aberración, en una Argentina “democrática”.

Ya es junio y suena el teléfono en mi casa de Rosario. Del otro lado, la voz de Mauro me saluda ansioso. Cuenta que está jugando en Atlético de Tucumán y que está contento por su nuevo club pero que el 24 de marzo fue a la marcha y no había mucha gente. No la cantidad que él esperaba. Que había conocido a las Madres y sus pañuelos en la cabeza y que con Cecilia quedaron impactados. Que la sociedad tucumana era “rara” y que no entendía cómo lo habían votado a “este hijoderemilputa”. Se había puesto serio y para distender le pregunté si seguía tocando la guitarra. Me contestó que era lo suyo, que había nacido para tocarla, le devolví un chiste y se rió a carcajadas. Cuando le pregunté si había hecho goles, dijo: “Algunos”. Y ese “algunos” era dicho sin importancia, con la calma del que cree que convertir no es más valioso que vender almohadones. Lo imaginé como un mago, con la capacidad de encontrarse con el gol cuando quisiera. Como en Huracán de Corrientes: cada vez que se enojaba. Me quedó la sensación de que manejaba el desenlace de esa jugada a su antojo.

Sueño con serpientes

No sé si fue la descripción que me hizo de la marcha, quizá la bronca que brotaba del teléfono o mis ganas e ingenuidad de pensar que Mauro se lo podía cruzar en el almacén y darle un piñón en la boca, por todos. Lo cierto es que esa misma noche los soñé a ambos. Al genocida y al ilusionista juntos, en un sueño absurdo y nítido: Antonio Domingo Bussi está parado en una habitación oscura donde sólo se ven su figura y su rostro. Mauro aparece caminado lentamente, vestido de jugador y con la camiseta de Atlético puesta, se le para a veinte centímetros para quedar cara a cara. Se miran y la mirada de Mauro está enojada. De pronto suelta la pelota que traía en la mano, le apoya al genocida un dedo en la frente y lo empuja suave para que se desmorone en cámara lenta y se lo trague la oscuridad. Mauro gira lentamente, vestido ahora de roquero y mientras se aleja se acomoda la guitarra que cuelga de su espalda.

El arte de la atención

Tres meses más tarde, el 19 de septiembre de 1999, llega el clásico de esa ciudad y como en todo clásico la dinámica cotidiana se detiene. Las miradas de la provincia apuntan a esa cancha. San Martín, el local, y Atlético, se baten a duelo. Mauro sale del túnel y siente cómo una llovizna sutil e inesperada le empieza a caer encima. La cancha explota. El estadio situado en la calle Bolívar al 1900 sólo esta preparado, por normas de seguridad, para albergar a 23 mil espectadores pero la radio anuncia que ingresaron  27 mil. La voz del estadio ruega, por los altoparlantes, que los que están subidos a las torres de luz “desciendan”. Son las seis y media de la tarde y el partido arranca. La alegría y el dolor sobrevuelan el lugar esperando probarse ambas camisetas. Los equipos se dan palo y palo. San Martin se pone 2 a 0 arriba y automáticamente Atlético achica diferencias de la mano de Mauro y de un gol confuso entre mil piernas en el área chica. Mauro entiende que no hay tiempo para festejos sino se empata primero. Están 2 a 1. En el minuto setenta, el número 5 de Atlético decreta el empate en dos y el Jardín de la República respira entrecortado. El día se retira mientras las luces del estadio se encienden y los monos trepados a las torres ni se inmutan.

La atención trepa a su punto más alto cuando restan siete minutos para el final. El ilusionista, entonces, pide la esfera cerca del borde del área, en el centro de la medialuna. Siente que su percepción se expande y ya no ve. O ve todo. Los sentidos se alinean detrás del tacto. Se queda quieto. Siente, milímetro por milímetro, su empeine y el balón. Actúa ir hacia un lado pero sale hacia el opuesto y mete un derechazo que se clava contra un palo. Al entrar, la pelota reproduce el sonido del mazazo que acaba de remachar un tornillo de por vida. La red se infla y estalla medio estadio. 3 a 2. Mauro sale corriendo hacia el córner, se levanta la de Atlético y la descansa en su nuca y, como si corriese un telón, muestra la de abajo: Una remera negra con 4 pañuelos blancos y la inscripción “Aguanten las Madres”. Llegando al alambrado detiene su marcha, abre los brazos y mira hacia el cielo, un mar gris oscuro a punto de desprenderse y caer sobre todos. La noche lo atraviesa con el rugido de su gente y, ahora, la lluvia es torrencial.

Perversas compuertas estallan

Dicen que Antonio Domingo Bussi, mientras lo veía por televisión, sintió un profundo dolor en el pecho que preocupó a la familia. Dolor parecido al que sintió meses más tarde cuando dejó la gobernación y su hijo Ricardo perdió las elecciones para ocupar el mismo cargo.Dicen también que en la redacción del cómplice diario La Gaceta esa misma noche sonó el teléfono para impedir que la foto del festejo salga en tapa dividiendo el sentir de los laburantes y que hasta volaron algunas piñas.

Cuentan además que Mauro, la Ceci e Irina tuvieron que volver a La Plata al terminar el torneo por las reiteradas amenazas de muerte recibidas. Aunque de a poco esas amenazas quedaron relegadas a la madrugada, porque el día se fue llenando de veredas con abrazos y autógrafos.

Hay quienes confirman que ese festejo se grabó en la retina de todos durante mucho tiempo. Lo cierto es que Mauro Javier Amato, al irse, se llevó y dejó una certeza: desde esa tarde-noche, y para siempre, se volvieron a llenar de “agua” las calles de Tucumán.






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